No todo lo que es verde es justo. De hecho, uno de los proyectos pioneros de siembra de bosques en el mundo, apalancado por el estado de Israel, sembró (y siembra) miles de pinos y eucaliptos sobre huertas y aldeas palestinas destruidas.
La escritora Naomi Klein nos ha recordado que en Estados Unidos “hay una larga y dolorosa historia de hermosas áreas silvestres convertidas en parques de conservación, y luego esa designación se utiliza para impedir que los pueblos indígenas accedan a sus territorios ancestrales para cazar y pescar, o simplemente para vivir”. De manera similar hoy países como Zimbabue, Liberia y Zambia han cedido el 10 % de sus territorios a empresas de los Emiratos Árabes Unidos, Europa y los Estados Unidos para extraer y comercializar bonos de carbono. En Senegal, según narra la prensa, “los proyectos de reforestación a gran escala cubren el 25 % de los bosques de manglares del delta del Saloum (...) y están destinados a convertirse en bonos de carbono financiados por la Shell”.
Hace poco, en Colombia, la Corte Constitucional falló a favor de las autoridades indígenas del Pirá Paraná (en la Amazonía) contra un proyecto de bonos de carbono que “vulneró sus derechos fundamentales a la libre determinación, autonomía, autogobierno, territorio, identidad, integridad física y cultural, y consentimiento libre, previo e informado”. Hace dos años Vorágine nos había advertido cómo la comunidad indígena nukak negociaba, en completa desventaja, un contrato de bonos de carbono (¡a 100 años!) con “Waldrettung”, una supuesta filial de una supuesta empresa alemana.
Como los procesos de colonialismo y racismo han contribuido al calentamiento global y la pérdida de la biodiversidad, no serán estos mismos procesos los que los solucionen. Si la devastación ecológica se afronta sin combatir estas desigualdades, no se augura un buen futuro para países como el nuestro.
Habrá quienes lo intenten y nos repitan que cualquier alternativa es imposible y no es realista. Pero lo realista es reconocer que proyectos verdes que no sean redistributivos dejarán ganancias y bienestar a unos poquísimos y, pese a las buenas intenciones, no tendrán ningún legado significativo para las mayorías. Llegados el huracán, la sequía, el calor invivible o las epidemias de dengue, sufrirán las mayorías en el área metropolitana de Barranquilla. De nada servirán ni el ecoparque ni el malecón. Así mismo, proyectos para reverdecer a Cali, Cúcuta o Bucaramanga no harán menos grave la situación de barrios populares en los que las temperaturas siguen subiendo. No importa cuántos proyectos verdes se siembren, a no ser que se hagan por y para estos barrios. Es decir, para mejorar las cotidianidades de aquellos que ya viven vidas difíciles.
A nivel global, un proyecto de reparaciones serio podría germinar como una solución innovadora. Jefes de Estado como Mia Amor Mottley, de Barbados, nos han invitado, no a soñar, sino a exigir que los costos de la catástrofe climática se distribuyan de maneras que reflejen la historia de la extracción llevada a cabo por unos cuantos países. Esta reparación no es imposible. Por una parte, implicaría el perdón de parte de las deudas en que países como Colombia incurren (con organismos multilaterales) para prepararse o reconstruir la vida luego de catástrofes exacerbadas por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. Por otra, requeriría exigir que paguen las empresas: “Creemos que no se puede tratar solo de pedir a los Estados que hagan lo correcto, aunque deben hacerlo” explica Mottley. “Las empresas de petróleo y gas deben participar. ¿Cómo pueden obtener 200 mil millones de dólares en ganancias en los últimos tres meses y no esperar contribuir al menos con diez centavos de cada dólar de ganancia a un fondo de justicia climática? Esto es lo que espera nuestra gente”.
No todo lo que es verde es justo. De hecho, uno de los proyectos pioneros de siembra de bosques en el mundo, apalancado por el estado de Israel, sembró (y siembra) miles de pinos y eucaliptos sobre huertas y aldeas palestinas destruidas.
La escritora Naomi Klein nos ha recordado que en Estados Unidos “hay una larga y dolorosa historia de hermosas áreas silvestres convertidas en parques de conservación, y luego esa designación se utiliza para impedir que los pueblos indígenas accedan a sus territorios ancestrales para cazar y pescar, o simplemente para vivir”. De manera similar hoy países como Zimbabue, Liberia y Zambia han cedido el 10 % de sus territorios a empresas de los Emiratos Árabes Unidos, Europa y los Estados Unidos para extraer y comercializar bonos de carbono. En Senegal, según narra la prensa, “los proyectos de reforestación a gran escala cubren el 25 % de los bosques de manglares del delta del Saloum (...) y están destinados a convertirse en bonos de carbono financiados por la Shell”.
Hace poco, en Colombia, la Corte Constitucional falló a favor de las autoridades indígenas del Pirá Paraná (en la Amazonía) contra un proyecto de bonos de carbono que “vulneró sus derechos fundamentales a la libre determinación, autonomía, autogobierno, territorio, identidad, integridad física y cultural, y consentimiento libre, previo e informado”. Hace dos años Vorágine nos había advertido cómo la comunidad indígena nukak negociaba, en completa desventaja, un contrato de bonos de carbono (¡a 100 años!) con “Waldrettung”, una supuesta filial de una supuesta empresa alemana.
Como los procesos de colonialismo y racismo han contribuido al calentamiento global y la pérdida de la biodiversidad, no serán estos mismos procesos los que los solucionen. Si la devastación ecológica se afronta sin combatir estas desigualdades, no se augura un buen futuro para países como el nuestro.
Habrá quienes lo intenten y nos repitan que cualquier alternativa es imposible y no es realista. Pero lo realista es reconocer que proyectos verdes que no sean redistributivos dejarán ganancias y bienestar a unos poquísimos y, pese a las buenas intenciones, no tendrán ningún legado significativo para las mayorías. Llegados el huracán, la sequía, el calor invivible o las epidemias de dengue, sufrirán las mayorías en el área metropolitana de Barranquilla. De nada servirán ni el ecoparque ni el malecón. Así mismo, proyectos para reverdecer a Cali, Cúcuta o Bucaramanga no harán menos grave la situación de barrios populares en los que las temperaturas siguen subiendo. No importa cuántos proyectos verdes se siembren, a no ser que se hagan por y para estos barrios. Es decir, para mejorar las cotidianidades de aquellos que ya viven vidas difíciles.
A nivel global, un proyecto de reparaciones serio podría germinar como una solución innovadora. Jefes de Estado como Mia Amor Mottley, de Barbados, nos han invitado, no a soñar, sino a exigir que los costos de la catástrofe climática se distribuyan de maneras que reflejen la historia de la extracción llevada a cabo por unos cuantos países. Esta reparación no es imposible. Por una parte, implicaría el perdón de parte de las deudas en que países como Colombia incurren (con organismos multilaterales) para prepararse o reconstruir la vida luego de catástrofes exacerbadas por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. Por otra, requeriría exigir que paguen las empresas: “Creemos que no se puede tratar solo de pedir a los Estados que hagan lo correcto, aunque deben hacerlo” explica Mottley. “Las empresas de petróleo y gas deben participar. ¿Cómo pueden obtener 200 mil millones de dólares en ganancias en los últimos tres meses y no esperar contribuir al menos con diez centavos de cada dólar de ganancia a un fondo de justicia climática? Esto es lo que espera nuestra gente”.