Un ícono es un signo que “representa un objeto o una idea con los que guarda una relación de identidad o semejanza formal”. En ese sentido, una ciudad icónica es aquella que cuenta con una serie de signos —llamémoslos atmósfera, prácticas, monumentos, piezas arquitectónicas— que evocan la idea de lugar. Si pensamos en París, aparece en nuestra mente la Torre Eiffel; si pensamos en Cartagena, aparecen las murallas. Hemos visto cómo, en las últimas décadas y cada vez más, ciudades que buscan construir su vocación turística han cimentado elementos que las hagan ser icónicas para así crear imaginarios que atraigan la atención de turistas.
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Un ícono es un signo que “representa un objeto o una idea con los que guarda una relación de identidad o semejanza formal”. En ese sentido, una ciudad icónica es aquella que cuenta con una serie de signos —llamémoslos atmósfera, prácticas, monumentos, piezas arquitectónicas— que evocan la idea de lugar. Si pensamos en París, aparece en nuestra mente la Torre Eiffel; si pensamos en Cartagena, aparecen las murallas. Hemos visto cómo, en las últimas décadas y cada vez más, ciudades que buscan construir su vocación turística han cimentado elementos que las hagan ser icónicas para así crear imaginarios que atraigan la atención de turistas.
Desde que en 1972 se priorizó dentro de las tareas de la Unesco identificar y proteger el patrimonio material e inmaterial tanto cultural como natural, han sucedido una serie de esfuerzos por construir narrativas alrededor de estos lugares para acceder a la certificación que los ponga en el mapa del turismo mundial y también que los proteja. En el caso de Barichara, por ejemplo, no tiene el título de la Unesco, pero sí es un pueblo patrimonio y su centro histórico es desde 1975 monumento nacional. Las prácticas artesanales son además patrimonio inmaterial del país.
El potencial económico de una ciudad puede no sólo estar atado a su iconografía, sino que también puede motivarla a invertir en la construcción de tales íconos. Así han hecho en Barranquilla en los últimos años con la inauguración del malecón, la Ventana al Mundo y la Aleta del Tiburón. Lo iconográfico facilita el flujo económico y la transformación social de los espacios. El centro histórico de Cartagena, apenas hace tres décadas en deterioro, cambió su función económica y también la conformación poblacional del área a causa de la restauración y, como consecuencia, la inevitable gentrificación.
¿Qué significa esto para una ciudad o un pueblo? Significa que en el mantenimiento de ese patrimonio radica no sólo un capital identitario sino un ingreso económico que sostiene parte de su vida productiva. Pero en esa ecuación de supuesto bienestar a mí siempre me ha faltado una parte y es la variable del tiempo y de la voluntad de las personas; la fluidez con la que los humanos contamos para adaptarnos, para vivir, para existir y para ser. Cuando un lugar se convierte en patrimonio parece adquirir la doble condición de coronado y también de condenado, porque desde ese momento en adelante parece no poder ser nada más que eso: un patrimonio que hay que proteger dejando poco margen para la vida y la transformación orgánica.
Es compleja esa doble condición. La mercantilización de las ciudades a través de la “marca ciudad” ofrece el espacio como producto, dándole valor simbólico sobre todo al material de construcción. Ya no es un mero eslogan, sino un esfuerzo de planeación tanto urbana como mediática y globalizante que posiciona a la ciudad en el mapa mental de los que viajan, estimulando su deseo.
El arquitecto mexicano y profesor en teoría crítica Lorenzo Rocha escribió que “la ciudad icónica es la negación de la ciudad genérica”, esa ciudad que atravesamos mientras buscamos entre calles aparentemente poco especiales los monumentos soñados, los rincones fotografiables. Ante la búsqueda del valor diferencial que promueva a ciudades, pueblos y territorios paradisíacos como productos turísticos —uno de los principales objetivos del Gobierno colombiano actual—, la ciudad genérica parece ser cada vez más el problema que resolveremos después. Como si no fuera justamente de ese sitio, al que hemos empujado todo aquello que no cabe en el relato fabricado, de donde sale históricamente la riqueza tan apetecida.