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El otro día conversaba con amigos sobre las habilidades de conquista de una mujer a la que todos admiramos. Había regocijo en pensar en su talento para conseguir lo que quiere cuando está de fiesta y en lo astuta que es para ser atractiva, no solo por bella, sino por elocuente. Así estuvimos por varios minutos hasta que a mí, que tengo hijas, se me ocurrió hablar de que lo bueno de ser mamá más joven era que ahora, al final de los treinta, ella podía aventurarse en la noche sin pensar en madrugar al día siguiente. El silencio invadió el círculo y en el rostro de mis amigos apareció el remordimiento. Nadie lo dijo, pero lo supe de inmediato. Había reproche por desear y admirar el placer de una madre.
La relación compleja que tenemos con la maternidad es histórica. Su legado de opresión viene de épocas modernas y premodernas. Es histórico el relato convertido en tradición en el que la madre es sagrada, sacrificada y doméstica. Mucho cambió con la II Guerra Mundial cuando las mujeres europeas y norteamericanas blancas se vieron obligadas a integrarse al mercado laboral —las mujeres empobrecidas y racializadas ya eran parte desde mucho antes—. Así, con el fin de la guerra llegaron nuevas victorias feministas como la democratización de los anticonceptivos, el inicio de la despenalización del aborto y el acceso a la libertad financiera. Triunfos que permearon las luchas del sur. Ser madre se convirtió en una opción y para muchas resistirse al antiguo mandato implicó negarse a gestar. Por un tiempo el feminismo abandonó la causa materna y los derechos de las madres quedaron bajo el ala de movimientos conservadores. Eso está cambiando.
En el libro Mamá desobediente, una mirada feminista a la maternidad, la socióloga y periodista Esther Vivas se pregunta: “¿Ser madres o ser libres?”. Una dicotomía, aparentemente ineludible, que nos planteamos mujeres y personas gestantes desde que empezamos a hablar de autonomía. Algo así como: ¿ser madres o gozar la vida? —vivas se responde: no es una cosa o la otra—. “El problema no es la maternidad sino un sistema socioeconómico que da la espalda a la crianza y al cuidado, y que niega que somos seres interdependientes… [sobre todo en] una sociedad en la que priman la meritocracia y el individualismo”.
Existen datos que hablan de brechas salariales y de ocupación. Según ONU Mujeres, por cada 100 hombres ocupados en Colombia hay 67 mujeres. También está la privatización de la vida social; los espacios comunitarios son cada vez menores. Los hijos son asunto de sus madres –no necesariamente de sus padres—, obligadas a encerrarse en una burbuja para sostener la vida del otro y abandonar la propia. Por eso, el placer —cada vez más— se ha vuelto privilegio. “Si decidieron tener hijos, pues que los cuiden ellas”, dicen. Como si esos niños y niñas no fueran después a convertirse en adultos, parte del tejido al que pertenecemos todos, decisiones andantes que definirán, para bien o para mal, el destino de los demás.
En estos días se debate en Colombia el aumento de la licencia de paternidad de dos a cuatro semanas. Un pequeño avance. Los opositores alegan que los costos de esa ampliación son muy altos para los empleadores, pero más alto es el costo que han pagado las madres que, discriminadas por su rol, reciben sueldos menores y cargas domésticas mayores. También los pagan los niños más empobrecidos, quienes se suman a la cadena de pobreza y descuido de una sociedad volcada a la eficiencia del mercado y no de la vida misma.
Cuando pregunté en mis redes sociales dónde estaban las madres que gozaban verdaderamente de su vida y de su cuerpo —es decir, mujeres como mi amiga, libres y felices dentro de lo posible— recibí variedad de respuestas. Destacaban quienes cuentan con recursos para emplear trabajadoras que apoyan el trabajo doméstico y del cuidado. Y también, nada sorprendente, las divorciadas o separadas que compartían la crianza con sus ex y que por tanto gozaban de días de libertad para existir fuera del rol materno.
Si la solución al martirio de una madre es ser rica —mínimo, financieramente estable— o divorciada —si se tiene la suerte de que el ex no desaparezca—, estamos frente al verdadero dilema: saldar o no la deuda política con la maternidad. Ofrecer o no garantías para una vida digna y gustosa. Se puede seguir ignorando el impacto económico y social que tiene la precarización de las madres, pero el desconcierto es evidente. Cada vez hay más renuncia a gestar. No solo por el impacto ambiental sino porque se piensa, con razón, que implica abandonar la autonomía y el goce. También hay una deuda social. Para que la política pública que venga sea efectiva, necesitamos liberarnos de las tradiciones sobre el rol del cuidado. Cuidar no debería ser una carga: es un proyecto colectivo. Y gozar de la vida debería no solo ser un derecho sino motivo de admiración, sin importar si en el útero se ha cargado, o no, a una o más hijas.