HACE POCO MÁS DE MEDIO SIGLO la fuerza de transformación de la literatura de América Latina asombraba a los países centrales, que habían alcanzado la modernidad gracias al desarrollo de sus industrias, a sus hallazgos tecnológicos, sus redes de comunicación, sus trenes y sus aviones.
Pero su lenguaje y su capacidad de narrar la sociedad estaban apergaminados, cansados, y suplían la falta de sangre e ideas nuevas con juegos teóricos que no llevaban a ninguna parte. En América Latina, el afán de crear ese mundo nuevo que expresaba la revolución cubana parecía haberse concentrado en la literatura.
Mientras los países del Río de La Plata, México y Colombia respiraban a pleno pulmón los nuevos aires, Brasil, el gigante, se mantenía impermeable a todo lo que no viniera de sí mismo. Brasil cambiaba de piel, pero se alimentaba de su propia música y de su propia herencia literaria. Cierta vez le preguntaron a João Gilberto por qué daba tan pocos recitales en el extranjero, donde su música tenía un éxito clamoroso.
“¿Para qué? —respondió—. En Brasil mi público es tan numeroso como en el resto del mundo y además me escuchan con mayor felicidad”.
A mediados del siglo XX, el gran nombre de la literatura brasileña seguía siendo el de Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908), quien escribió una sucesión de obras maestras mediante el simple recurso de observar atentamente el paisaje interior de los pensamientos y los sentimientos para contarlos de una manera inusual, inesperada. Uno de sus mayores herederos es João Guimarães Rosa, quien impresiona más que nada por su virtuosismo verbal y el oído finísimo con que capta la música de las voces del sertón, en el nordeste profundo de su gigantesco país.
Sin embargo, la única hija directa y legítima de Machado de Assis es Clarice Lispector, cuya obra misteriosa empieza a difundirse en los Estados Unidos con tanto ímpetu como la de Roberto Bolaño. Al chileno lo consagró el semanario The New Yorker, a Lispector le rinde tributo el influyente The New York Review of Books con un ensayo extenso de Lorrie Moore, la joven diosa del minimalismo.
Moore advierte que la magnética fama de Lispector se debe en parte a los estudios sobre su obra reunidos por Hélène Cixous, a quien las universidades francesas deben el apogeo de los estudios sobre la mujer. En Francia, recuerda Cixous, la exquisita abstracción de la prosa de Lispector hacía que la vieran como una filósofa. Cuando asistió a un encuentro de teóricos sobre su obra, abandonó la sala en la mitad del homenaje diciendo que no entendía una sola palabra de esa jerga.
Una de las primeras veces que se oyó hablar en Buenos Aires de Lispector fue a fines de los años 70, cuando circuló la leyenda de que se había quemado viva en su casa de Río de Janeiro.
En 1969 ya el mítico editor argentino Paco Porrúa había publicado en la editorial Sudamericana algunos de sus libros: las novelas La manzana en la oscuridad, La pasión según GH y Un aprendizaje o el libro de los placeres, así como los admirables cuentos de Lazos de familia. Lispector rompía con todas las convenciones del arte de narrar y arrancaba de cada palabra un temblor secreto, enigmático. Sus revelaciones eran como las de un teólogo oriental bailando una danza ritual africana.
Cuando la leímos, deslumbrados, en el semanario Primera Plana, pensamos que era imperioso viajar a Río de Janeiro para descifrar sus secretos. Sara Porrúa, quien entonces era la mujer de Paco, quiso ser la adelantada en esa búsqueda.
Las primeras noticias que envió disipaban la fábula de Lispector quemada viva. Su cama se había incendiado accidentalmente cuando se quedó dormida con un cigarrillo encendido. Pero la habían rescatado a tiempo. Su extraña belleza tártara (los ojos almendrados y rasgados, los pómulos salientes, la constante expresión de angustia de su cara) se le había marchitado cuando ardió el lado derecho del cuerpo, inmovilizándole el brazo. Nada, sin embargo, apagaba su pasión por narrar el mundo.
Sara la vio un par de veces más, y con su imagen intensa, inolvidable, se perdió en las selvas de Guatemala y se convirtió en personaje de Cortázar.
Dar una idea de su imaginación sólo es posible a través de un par de citas. El comienzo de la novela Un aprendizaje (1969) es una frase que viene de la nada. La puerta de entrada de esa novela es una coma: “, estando tan ocupada, había venido de las compras de casa que la sirvienta hiciera a las corridas porque cada vez trabajaba menos aunque sólo viniera para dejar almuerzo y cena listos...”.
Antes de ese comentario doméstico y trivial, Lispector ha sorprendido al lector con una advertencia que es también una afirmación de su ser:
“Este libro se pidió una libertad mayor que tuve miedo de dar. Está muy por encima de mí. Humildemente intenté escribirlo. Yo soy más fuerte que yo. C.L.”.
Y hacia el final de Agua viva, alza la voz: “No voy a morir, ¿escuchaste, Dios? No tengo coraje, ¿oíste? No me mates, ¿oíste? Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a ponerme muy alegre, ¿escuchaste? Como respuesta, como insulto”.
Su desmesurado desafío a la muerte impregna muchas de las crónicas reunidas en Revelación del mundo, que incluye todas las que escribió para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Otras, inéditas, se publicarán el año próximo en español bajo el título de Descubrimientos.
Lispector continúa siendo un enigma sin descubrir que asombra en cada frase, en cada desvío de la vida. Murió a los 57 años, de un cáncer de ovarios, después de haber pasado los últimos años encerrada en la soledad de su casa de Leme, cerca de las arenas de Copacabana.
Su autorretrato cabe en una frase. “Mirarse en el espejo y decirse deslumbrada: Qué misteriosa soy”.
*Novelista y periodista argentino, es director del programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers.
HACE POCO MÁS DE MEDIO SIGLO la fuerza de transformación de la literatura de América Latina asombraba a los países centrales, que habían alcanzado la modernidad gracias al desarrollo de sus industrias, a sus hallazgos tecnológicos, sus redes de comunicación, sus trenes y sus aviones.
Pero su lenguaje y su capacidad de narrar la sociedad estaban apergaminados, cansados, y suplían la falta de sangre e ideas nuevas con juegos teóricos que no llevaban a ninguna parte. En América Latina, el afán de crear ese mundo nuevo que expresaba la revolución cubana parecía haberse concentrado en la literatura.
Mientras los países del Río de La Plata, México y Colombia respiraban a pleno pulmón los nuevos aires, Brasil, el gigante, se mantenía impermeable a todo lo que no viniera de sí mismo. Brasil cambiaba de piel, pero se alimentaba de su propia música y de su propia herencia literaria. Cierta vez le preguntaron a João Gilberto por qué daba tan pocos recitales en el extranjero, donde su música tenía un éxito clamoroso.
“¿Para qué? —respondió—. En Brasil mi público es tan numeroso como en el resto del mundo y además me escuchan con mayor felicidad”.
A mediados del siglo XX, el gran nombre de la literatura brasileña seguía siendo el de Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908), quien escribió una sucesión de obras maestras mediante el simple recurso de observar atentamente el paisaje interior de los pensamientos y los sentimientos para contarlos de una manera inusual, inesperada. Uno de sus mayores herederos es João Guimarães Rosa, quien impresiona más que nada por su virtuosismo verbal y el oído finísimo con que capta la música de las voces del sertón, en el nordeste profundo de su gigantesco país.
Sin embargo, la única hija directa y legítima de Machado de Assis es Clarice Lispector, cuya obra misteriosa empieza a difundirse en los Estados Unidos con tanto ímpetu como la de Roberto Bolaño. Al chileno lo consagró el semanario The New Yorker, a Lispector le rinde tributo el influyente The New York Review of Books con un ensayo extenso de Lorrie Moore, la joven diosa del minimalismo.
Moore advierte que la magnética fama de Lispector se debe en parte a los estudios sobre su obra reunidos por Hélène Cixous, a quien las universidades francesas deben el apogeo de los estudios sobre la mujer. En Francia, recuerda Cixous, la exquisita abstracción de la prosa de Lispector hacía que la vieran como una filósofa. Cuando asistió a un encuentro de teóricos sobre su obra, abandonó la sala en la mitad del homenaje diciendo que no entendía una sola palabra de esa jerga.
Una de las primeras veces que se oyó hablar en Buenos Aires de Lispector fue a fines de los años 70, cuando circuló la leyenda de que se había quemado viva en su casa de Río de Janeiro.
En 1969 ya el mítico editor argentino Paco Porrúa había publicado en la editorial Sudamericana algunos de sus libros: las novelas La manzana en la oscuridad, La pasión según GH y Un aprendizaje o el libro de los placeres, así como los admirables cuentos de Lazos de familia. Lispector rompía con todas las convenciones del arte de narrar y arrancaba de cada palabra un temblor secreto, enigmático. Sus revelaciones eran como las de un teólogo oriental bailando una danza ritual africana.
Cuando la leímos, deslumbrados, en el semanario Primera Plana, pensamos que era imperioso viajar a Río de Janeiro para descifrar sus secretos. Sara Porrúa, quien entonces era la mujer de Paco, quiso ser la adelantada en esa búsqueda.
Las primeras noticias que envió disipaban la fábula de Lispector quemada viva. Su cama se había incendiado accidentalmente cuando se quedó dormida con un cigarrillo encendido. Pero la habían rescatado a tiempo. Su extraña belleza tártara (los ojos almendrados y rasgados, los pómulos salientes, la constante expresión de angustia de su cara) se le había marchitado cuando ardió el lado derecho del cuerpo, inmovilizándole el brazo. Nada, sin embargo, apagaba su pasión por narrar el mundo.
Sara la vio un par de veces más, y con su imagen intensa, inolvidable, se perdió en las selvas de Guatemala y se convirtió en personaje de Cortázar.
Dar una idea de su imaginación sólo es posible a través de un par de citas. El comienzo de la novela Un aprendizaje (1969) es una frase que viene de la nada. La puerta de entrada de esa novela es una coma: “, estando tan ocupada, había venido de las compras de casa que la sirvienta hiciera a las corridas porque cada vez trabajaba menos aunque sólo viniera para dejar almuerzo y cena listos...”.
Antes de ese comentario doméstico y trivial, Lispector ha sorprendido al lector con una advertencia que es también una afirmación de su ser:
“Este libro se pidió una libertad mayor que tuve miedo de dar. Está muy por encima de mí. Humildemente intenté escribirlo. Yo soy más fuerte que yo. C.L.”.
Y hacia el final de Agua viva, alza la voz: “No voy a morir, ¿escuchaste, Dios? No tengo coraje, ¿oíste? No me mates, ¿oíste? Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a ponerme muy alegre, ¿escuchaste? Como respuesta, como insulto”.
Su desmesurado desafío a la muerte impregna muchas de las crónicas reunidas en Revelación del mundo, que incluye todas las que escribió para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Otras, inéditas, se publicarán el año próximo en español bajo el título de Descubrimientos.
Lispector continúa siendo un enigma sin descubrir que asombra en cada frase, en cada desvío de la vida. Murió a los 57 años, de un cáncer de ovarios, después de haber pasado los últimos años encerrada en la soledad de su casa de Leme, cerca de las arenas de Copacabana.
Su autorretrato cabe en una frase. “Mirarse en el espejo y decirse deslumbrada: Qué misteriosa soy”.
*Novelista y periodista argentino, es director del programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers.