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*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Hegel tiene la reputación de ser el pensador más oscuro y difícil en la tradición filosófica. Para algunos, estas características son síntoma de sofística, engaño y burla. Si Hegel es tan penoso de leer se debe a que expone sus ideas de una manera innecesariamente complicada. Esto es así con el propósito de engañar a su audiencia. Lo que el filósofo quiere es que la oscuridad sea confundida con profundidad, para de esa manera obtener la reputación de gran pensador. En este sentido solía ir la crítica de Schopenhauer a Hegel.
Para otros, Hegel es el padre del totalitarismo, el más grande justificador de la tiranía. El poder absoluto de algunos de los dictadores más crueles del siglo XX estaría fundamentado en la obra del filósofo alemán. Sus intenciones eran nefastas; las consecuencias de sus ideas, peores. Es más, el racismo de Hegel, combinado con su idolatría del Estado, sería una de las fuentes intelectuales del nazismo. En ese sentido va la famosa crítica de Popper—y no solo de él—a Hegel.
Cuando era un joven estudiante, era para mí casi un hecho incuestionable que el filósofo alemán era un charlatán. Solo me hacía falta abrir un libro cualquiera suyo para comprobar que era impenetrable. Sus escritos no eran más que una gran suma de palabras extravagantes que no podían conectarse lógicamente. Luego aprendí que Hegel era también un malévolo instigador de las más execrables tiranías imaginables. La peor prosa había dado lugar a la peor política.
Mi opinión difícilmente cambiaría leyendo a Hegel, pues yo no lo consideraba digno de mi tiempo, de manera que me negaba a abrir sus libros. Como dice Platón en República 327c, uno no puede dejarse persuadir de quien uno se rehúsa a escuchar.
¿Era yo demasiado prejuicioso?
Claro. Pero hemos aprendido de Gadamer que los prejuicios son parte inevitable del entendimiento. No hay ninguna comprensión de textos que no parta de prejuicios. Eso no significa que sean válidos, solo que a los libros nos acercamos a partir de ideas preconcebidas sobre ellos.
Casi nadie llega a Hegel o a Platón sin alguna idea, por mítica que sea, sobre ellos. Esa idea se va transformando con el tiempo, se va corrigiendo a partir de la propia lectura. No obstante, para que eso suceda uno tiene que estar mínimamente abierto a lo que lee.
Yo no lo hice por simple buena voluntad sino debido a que me fueron deslumbrando los pensadores hegelianos: Dolar, Jameson, Zizek, Adorno, etc. A ellos también los consideré sofísticos, pero quizá estaba menos cerrado a escucharlos. Su manera de entender los problemas, de cambiar las preguntas, de invertir el orden en el que normalmente pensaba yo, me terminaron convenciendo de que había un camino inexplorado, al que yo me había cerrado sin buenas razones, y que seguramente valía la pena recorrer: el de Hegel.
Cambiar de opinión suele ser difícil. Cuando uno se siente apoyado por grandes autoridades, aún más. Los argumentos del contrario no importan porque uno no los escucha auténticamente. Solo son una oportunidad para repetir después de ellos las consignas propias. En mi caso, que Hegel era un charlatán inspirador de nazis.
El filósofo alemán me parece ahora indispensable para entender nuestro mundo. Su prosa difícil ya no me parece sospechosa; y su supuesta idolatría del Estado me parece que no es tal. Ya entiendo, al contrario, que Hegel es fundamental para pensar la libertad.