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A veces uno escucha que estudiar la Historia no sirve de nada. Incluso en las universidades algunos dicen en los pasillos que dicha disciplina es, en el mejor de los casos, una afición para la que basta Wikipedia. Otros opinan que los historiadores no aportan nada valioso a la sociedad, de modo que la suya es una disciplina que sería preciso abolir o dejar como entretenimiento de fin de semana.
Maquiavelo, uno de los supremos maestros de la política, sabía bien que la Historia es importantísima. No solo tomó innumerables lecciones sobre el arte de gobernar de los historiadores romanos, sino que en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio escribía que quienes controlan la narrativa histórica pueden pervertirla para sus propios fines. De su obra, en efecto, aprendemos que la Historia sirve de fundamento para tomar o evitar rumbos políticos.
Piensen ustedes en el caso de Haití. Los evangélicos de ese país creen que su independencia empezó con una entrega del país al demonio, pues hubo un congreso vudú (el de Bwa Kayiman) en el que se invocó al diablo —según ellos, al menos— para iniciar la revolución. Y si uno cree que el país de uno es el producto de un pacto demoniaco, uno probablemente perciba de manera negativa tanto su presente como su futuro. Aquí el rumbo político es influenciado por una tesis histórica, así sea falsa.
En el caso de Israel es aún más notorio lo que dice Maquiavelo. El historiador israelí Ilan Pappé explica en Ten myths about Israel que su país ha manipulado la Historia para justificar la opresión extrema que sufren los palestinos.
Uno de los mitos que se usan para lo anterior es que Palestina, hasta poco antes de la llegada del sionismo, era una tierra casi vacía y desértica. Los pocos habitantes árabes de la zona, así como los gobernantes musulmanes, simplemente destruyeron lo bueno que había allí, dejando a la población judía que había permanecido en la región en una situación difícil.
Lo anterior es falso. Palestina era una tierra próspera. Tenía una rica industria agrícola que servía a una población de medio millón de personas.
No solo había una cantidad considerable de personas en la pujante región sino que los palestinos, como tantos otros pueblos del mundo, también empezaron a desarrollar una identidad nacional en el siglo XIX. La idea de que los palestinos no existían, como decía Golda Meir, o de que no tenían una identidad propia es falsa. Aunque no poseían Estado, los palestinos sí se estaban definiendo en aquella época como una unidad cultural y geográfica que aspiraba a la independencia.
Si a uno le dicen que los palestinos no existían como pueblo, si sus números eran pocos y si además destruían todo lo que tocaban, tal vez uno esté más dispuesto a aceptar que otro pueblo llegue a la antigua Palestina, la haga próspera y además se proteja de un mundo que le es en extremo hostil. Aquí, de nuevo, una tesis histórica influencia un rumbo político.
La Historia no es un asunto menor que haya que dejar en manos de aficionados. Es preciso tener historiadores serios y críticos que sepan analizar los usos y abusos de la historia en la política.
Como dice Pappé, la manipulación de la Historia solo lleva al desastre.
Nos hacen falta buenos historiadores para evitarlo.
