El país que nos duele

Valentina Coccia
22 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.
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El país que nos duele es un país remoto, escondido, del que ni siquiera conocemos la existencia. El país que nos duele es ese de los niños, de los jóvenes en fuga, del hambre, del despojo y la desesperación. En ese país no existen brechas, porque a él nos une un dolor inevitable. En ese país la víctima y el victimario comparten las afrentas de una misma desgracia: en ese país somos otro, somos el otro.

Ese país podemos visitarlo cada día, todos los días, si estamos atentos a nuestro entorno. Pero a veces, la mayoría de las veces, no lo vemos, porque como dije es un país oculto. A veces se necesita un lente especial, o a veces necesitamos a alguien que lo atrape con sus manos, con sus ojos y nos lo muestre. Hoy en día ese país habita en el Claustro San Agustín, en el centro de Bogotá y lo ha cazado el lente de Jesús Abad Colorado, el espía sin nombre, el héroe anónimo, el historiador paciente que, como Heródoto, ha tenido la minucia de observar, la sabiduría para reconstruir y la valentía de poder contar.

En la exposición El testigo, Jesús Abad Colorado nos habla de la historia como un árbol, del futuro como un bosque y del presente como una siembra, como las semillas que se esparcen en una tierra desolada. El árbol de la historia es como una roca, como un río, como el agua que corre sin cesar: no podemos evitar su existencia pues está más plantada en la tierra que las raíces del árbol más antiguo. Abad Colorado nos invita a sembrar nuestros árboles junto al árbol de la historia, pues su presencia en nuestras vidas es inevitable y más nos vale aprender a solidarizarnos y a entender estos 70 años de guerra para que podamos sentir su dolor y evitar que vuelva a ocurrir, que todo vuelva a ocurrir.

La exposición fotográfica de Abad Colorado es una exposición sobre las víctimas, sobra la historia que de verdad cuenta, sobre la historia que de verdad duele. Nos enfrenta, a cuenta gotas, a la marea de instantes que nacen del revoltijo del sufrimiento. En la exposición de Abad Colorado el nombre de los victimarios, sus caras y su identificación no son tan importantes: vale más la imagen de las ruinas de una escuela abandonada después de una fuga, la foto de un padre echándose una nevera al hombro para poder huir, el recuerdo de una niña que no quiere irse sin llevar a su mascota, el vacío de un hombre que llora con su hijo en brazos, el petróleo que se riega por los ríos, el despojo de las ropas de unos hombres asesinados junto a un árbol; valen más las vidas, todas las vidas que no se han cuidado y que se han apagado a nombre de unos pocos que se han quedado con las tierras.

Es curioso que para llegar al claustro debamos pasar frente a la Casa de Nariño. Como es típico, debemos mostrar el bolso a los oficiales del ejército y caminar por la acera opuesta a la de la casa. La vida del presidente no se puede ni tocar: no podemos caminar cerca de su casa, no podemos llevar objetos peligrosos cuando nos encontramos cerca de él. Cuando salimos de la exposición pasamos por los mismos trámites para atravesar el terreno de la Casa de Nariño, y con nuestros pasos y pensamientos solitarios nos damos cuenta de que a lo largo de los años hemos sacrificado miles de vidas para poder proteger, tal vez, la vida de los equivocados. Feliz semana, queridos lectores.

@valentinacocci4  valentinacoccia.elespectador@gmail.com

 

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