Escritores profetas

Valentina Coccia
24 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.
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Los grandes escritores no son solo observadores, narradores o intérpretes de los hechos de la sociedad, sino que también son profetas que miran la historia desde lo alto, llenándonos de presagios y de intrigas sobre cómo vivimos y sobre qué ocurrirá si seguimos viendo nuestro entorno con determinados ojos.

Datos confirman que los hechos recientes, como el inicio de la dinastía de Trump en Estados Unidos, el triunfo de Marine Le Pen en las encuestas en Francia, el Brexit, o para referirnos a hechos nacionales, el triunfo del No en el plebiscito, incrementaron la lectura de obras apocalípticas como la novela 1984 de George Orwell. Y es que los hechos vislumbran una distancia cada vez más lejana entre el hombre y el conocimiento de los derechos humanos, o simplemente entre el hombre y la belleza del mundo o la empatía por otro rostro que, por más que sea distinto, es similar al nuestro. La lectura de este tipo de obras pueden llevarnos a una comprensión profunda de lo que ocurre y de lo que estamos dejando atrás. En esta ocasión me gustaría compartir fragmentos de tres textos que a mí me funcionaron como espejos del mundo, aclarándome la vista sobre cómo estamos viviendo y sobre qué hemos olvidado de nuestra naturaleza humana.

En el año 1950, en el diario La Nación, Jorge Luis Borges escribió un artículo titulado “La muralla y los libros”, narrándonos la historia del emperador chino Shih Huang Ting: “Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer gran emperador, Shih Huang Ting, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones, las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros y la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado, procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo, y a la vez, me inquietó”, nos cuenta Borges con una nota de desesperanza y terror.

Es inevitable que la historia aquí relatada nos recuerde a los días que corren, en los que muros que habían sido ya derrumbados vuelven a construirse piedra por piedra, evitando el encuentro con la humanidad del otro, condenándonos a ignorar la forma de su rostro, el sonido de su voz, la complejidad de su idioma o su concepto de Dios. Pero no solo eso, sino que también, como lo hizo el emperador chino, hoy en día la historia nos condena al olvido de nosotros mismos, de quienes fuimos una vez y de lo que hicimos para llegar hasta aquí. La quema de los libros simboliza los saberes en general y la historia de los pueblos, que hoy en día arden en las llamas de un gran incendio, negándonos nuestro derecho legítimo a la curiosidad e impidiéndonos moldear nuestra realidad con manos de orfebre.

Es así que en nuestro mundo, el de hoy, donde regresamos ciegos a realidades y tragedias que no deberían volver a ocurrir, vivimos en un eterno presente, en función de servir día a día a las fuerzas omnipotentes y omnipresentes de un orden general. Eugène Ionesco, gran dramaturgo francés, en una conferencia de 1961 ya había presagiado el destino de nuestra condición humana, que desde entonces ya se construía en el automatismo y dentro de los límites de la estrategia productiva. Dice Ionesco: “El hombre moderno, universal, es el hombre ocupado, que no tiene tiempo, que es prisionero de la necesidad, que no comprende cómo algo no pueda ser útil, que tampoco comprende en realidad cómo lo útil puede ser un peso inútil y oprimente”. Este hombre no solo ha olvidado la curiosidad innata de su naturaleza humana, y de su genuino impulso hacia al saber y la belleza, sino que además se ha puesto al eterno servicio de quien lo manda, regalando su vida a la producción en masa, y rindiéndole pleitesía a una existencia vacía que acumula haberes y riquezas.

Tanto Borges como Ionesco nos pintan dos grandes retratos de nuestros días actuales: uno de las fuerzas históricas que nos mueven, que puede recordarnos a los rostros de Trump o de Le Pen; y otro de nosotros, los hombres pequeños, que día a día, yendo al trabajo y entregándonos al ritmo desenfrenado de la producción laboral, olvidamos sentir curiosidad o simplemente detenernos a mirar la belleza del ocaso.

Vale la pena resaltar que, además de entregarnos presagios, las almas que se esconden detrás de las plumas magistrales también nos invitan a recordar todo aquello que hemos olvidado: el gusto por la belleza, la vibración de la mente, el impulso de dirigirnos al saber por el saber. De hecho, el escritor japonés Kakuzo Okakura, en su ensayo Lo Zen y la ceremonia del té (1906), nos recuerda dónde está la esencia de nuestra humanidad: “El hombre primordial trascendió su condición animal ofreciéndole a su doncella la primera guirnalda de flores. Elevándose por sobre sus necesidades naturales y primitivas, él se hizo humano. Cuando intuyó el uso que le podía dar a lo inútil, el hombre ingresó en el reino del arte”.

Con estas palabras Okakura nos recuerda quiénes somos, pero sobre todo, nos llena de nostalgia, haciéndonos comprender que en la infinita marea del presente, que todo lo lleva y todo lo trae, en algún lugar de nuestra playa perdida, residen los tesoros más valiosos del naufragio de nuestra humanidad.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

 

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