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Hace un par de semanas tuve la oportunidad de visitar la Feria Expovinos que se organiza anualmente en Bogotá.
En esta ocasión, más que disfrutar de la cata de vinos buenos, malos y regulares, me dediqué a observar cómo han cambiado los hábitos alrededor del vino y cómo hoy valoramos esta bebida de una manera muy distinta a como lo hacíamos antiguamente. Hoy en día, el vino es una bebida recreativa y placentera, pero también forma parte de un capital intelectual y cultural; es como un libro jamás publicado, abierto a todo tipo de interpretaciones sobre su calidad y sabor.
Sin embargo, el vino no siempre tuvo estas connotaciones. Desde sus albores, los consumidores de esta preciosa bebida se han asombrado por sus efectos sobre el cuerpo y el espíritu, confiriéndole un valor muy distinto al que tenían otras bebidas alcohólicas y drogas alucinógenas. La historia del vino gira en torno a ese valor, que más que atribuirle las características propias de un producto de lujo, le ha otorgado un significado místico y religioso. En esta ocasión me gustaría sumergirme un poco en los orígenes de esta bebida y en cómo, a lo largo de sus primeros siglos de historia en occidente, se convirtió una forma de beberse al Dios, de transmutarse en él o de adquirir muchas de sus cualidades.
Los primeros restos arqueológicos de la vid fueron hallados en la región del Cáucaso, en la zona de Georgia, y se remontan aproximadamente al 6000 a.C. La leyenda de Noé soporta esta teoría, pues se cuenta que a su llegada al Monte Ararat, Este de Turquía, Noé “empezó a comportarse como señor de su casa y plantó un viñedo”. Esto nos muestra que el hábito de plantar la vid era tal vez una costumbre de los habitantes de la región y que quizás tenía más un significado secular que sacro.
Sin embargo, en el libro de Gilgamesh, mucho más antiguo que el relato bíblico, se pone en evidencia que en la región de la antigua Babilonia (no muy distante de la región del Cáucaso) los hombres ya le habían dado un significado místico a la planta y a su jugoso fruto. De hecho, en un momento del relato, Gilgamesh, aterrorizado por la muerte, viaja hasta la Tierra del Sol en busca de la inmortalidad otorgada por el viñedo mágico de Siduri. Vemos como en esta leyenda, para los pueblos de la región de Babilonia, beber del cáliz ya se asociaba con establecer una conexión con el mundo divino, con sus cualidades y con sus dones.
En el antiguo Egipto, el vino era una bebida muy selecta, que no se relacionaba, salvo en algunas ocasiones, con la vida diaria de los hombres. Como en el libro de Gilgamesh, en esta cultura, el vino estaba asociado a la regeneración, a la inmortalidad y a la vida después de la muerte, pero en este caso ya estaba institucionalizado dentro de las prácticas religiosas: Osiris, la divinidad de ultratumba, era su Dios. De hecho, en “El libro de los muertos”, libro sacro que contiene todas las oraciones relacionadas con la muerte, el vino adquiere un significado místico: formaba parte de las viandas que se enviaban al más allá con el cadáver y también era protagonista en el proceso de embalsamamiento.
En Grecia, contrariamente, el vino se había vuelto una sana costumbre cotidiana y un producto de consumo frecuente. Sin embargo, la embriaguez era también un hecho misterioso que libraba en el hombre la verdad y que lo aliviaba de todas sus penas y malestares físicos. De hecho, como en Egipto, en la tierra de Homero el vino tenía su propia divinidad: Dionisio era el protagonista de las animadas fiestas de invierno que comenzaban en los últimos meses del año y continuaban hasta marzo con la llegada de la primavera. Durante la vendimia, los griegos desmembraban a su Dios, cuya carne era la uva de la vid. En diciembre las Ménades incitaban a Dionisio a la resurrección y finalmente, con la llegada de la primavera y el consumo del vino fermentado, el Dios resucitaba dentro de los muertos, dándole comienzo a un nuevo ciclo de vida para todos sus fieles. Estas festividades nos muestran una clara semejanza entre Dionisio y la imagen de Cristo, que además de ser el hijo de un Dios y una mortal, milagrosamente también resucitaba del mundo de ultratumba para concederle dones a sus allegados.
Durante la era romana se perfeccionaron las técnicas del cultivo de la vid y de la fermentación de la uva para el consumo del vino como producto de uso secular, pero además, las religiones que se originaron en el ámbito del Mediterráneo llegaron a un entrelazarse en la formación del cristianismo. El vino, como elemento sacro, ya formaba parte del judaísmo y de otras religiones paganas, que asociaban su consumo con festividades sagradas. En la religión judía, que también formaba parte del Imperio Romano y que era tan antigua como otras religiones del Mediterráneo, no había familia, comunidad o religión sin el vino, cuya planta fue la primera señal del hallazgo de la Tierra Prometida en el Antiguo Testamento. Sin embargo, los judíos no contemplaban el sacrificio del Dios, que para los seguidores de Yahvé era todo un sacrilegio y una blasfemia. La idea del sacrificio, y del “canibalismo” que comportaba, era tal vez una idea que venía del culto a Dionisio. En efecto, en el Nuevo Testamento la partición del pan y del vino, metáfora del sacrificio de Cristo, plantó las raíces de una nueva religión, que con el sacramento de la comunión cimentó las bases de una espiritualidad renovada. En este sentido, el vino, como símbolo de la sangre de Cristo, alcanzó a ir más allá de los efectos de la embriaguez, y a funcionar como el medio para una cercanía con la divinidad.
Es así que el vino más allá de su consumo secular, con el tiempo se convirtió en una bebida sagrada, que con su espiritual embriaguez, llevó a muchas comunidades a visualizar místicamente su consumo. En este cáliz lleno de historia que acabo de servir, espero que todos hayan comprendido el significado de beberse al Dios.
@valentinacocci4 valentinacoccia.elespectador@gmail.com