Soy una niña. A comienzos de los 90, en un patio de juegos cartagenero otro niño me espeta: “saliste de mi costilla”. Asocio esa imagen -untada de la sustancia un tanto onírica de la memoria infantil- a un filme animado que también veía por esos días. Era un VHS de caja gris que correspondía, creo recordar, a una serie de representaciones bíblicas. En muñequitos, les decíamos. Ese, en particular, presentaba a un Dios omnipotente haciendo el mundo desde un impulso febril. Rememoro las imágenes: lavas repentinas y fuerzas acuáticas formándose por mandato de un patriarca divino. El mundo consolidándose, los animales emergiendo, la luz llegando. Adán, solitario, y luego esa deidad varonil, omnipotente, apiadándose del hombre que había hecho a su semejanza, y que para sosegarlo extrae a una fémina de su costilla. Y la serpiente, malévola, susurrándole a Eva que probara el fruto de ese árbol que Dios, en su soberanía, había prohibido. La cesión de Eva, la manzana mordida. Recuerdo la ira de ese Dios padre, la decepción, el pudor posándose sobre los cuerpos. Recuerdo la desolación, la pérdida, el arribo de la culpa, el asentamiento de la vergüenza, la ilustración del castigo. Y, al escarbar, retengo el foco en la moraleja. Qué hiciste, mujer.
Tal vez nombro esta anécdota porque quiero hacerme de las maneras en que empezó a calar en mi entendimiento lo que nos indicaron que personifica Eva. La indeseable desobediencia. Tentada, débil. Descarrilando a Adán del camino edénico. La mujer, “perversa”, tentadora que con su indisciplina “introdujo” al mundo la mortalidad. El castigo. El origen mismo del mal. Eva, la moraleja ejemplar: el indicio de un mundo donde las mujeres que desobedecen acarrean, materializan, propician y causan todo aquello que hemos de temer.
Nunca, en mis educaciones, me fue indicado que Eva era valiente, que podía vérsele como admirablemente insurrecta. No nos dijeron que había algo audaz en su insistencia por probar aquello que le indicaron no debía tener. Es probable que de haber sido Adán el desobediente los códigos asignados a su acción hubiesen sido drásticamente opuestos. El atrevimiento y la rebeldía, en clave masculina y femenina, no se leen de la misma manera. La moraleja que recibió aquella niña que fui, el mandato que fue a mostrarse de muchas otras maneras mientras me hacía mujer, dictaba que Eva era culpable por elegir una ruta específica: la desobediencia. Esa desobediencia, en clave de mujer, traía consigo miedo, castigo, horror, impureza. No se exaltaba como una muestra de auto-determinación, de impulso emancipador. No se podía ser mujer y ser desobediente.
Cuando desde la academia algunas mujeres se han aventurado a una relectura de Eva, los resultados pueden ser muy distintos. Judith Hubback, por ejemplo, habla sobre Eva como la portadora del deseo humano por descubrir el mundo (mientras que Adán refleja esa parte de la psiquis humana que se siente más impulsada por acatar la ley). La serpiente figura como una especie de portal, de “despertadora”, que conduce al apetito por el conocimiento. En su visión, además, Adán y Eva contienen el dualismo que habita en todo ser humano: una parte un poco insurrecta, que busca afirmar su autonomía; la otra más aplomada, que negocia con las normas y se adapta a ellas.
Lo curioso es que, durante siglos, mujeres y conocimiento (búsqueda intelectual, cosecha de la ciencia, ejercicio filosófico de la existencia) fueron construidos como cosas enteramente opuestas. Incontables filósofos creían que las mujeres no sólo eran de talante inferior, sino que estaban incapacitadas moralmente, desposeídas de dotes para la reflexión. Una lectura más compleja, más humana de Eva da cuenta de otros visos: su ímpetu por tomar un poco del temple decisivo de su Dios, un apetito por el auto-conocimiento, una curiosidad por conocer el mundo que nos rodea. En la lectura de Hubback, la desobediencia de Eva puede ser vista como el primer gran paso de la humanidad hacia la búsqueda de la ciencia y la individualidad. ¡Qué distinta manera de leerla! Qué distinto sería, para tantas niñas creciendo en esos sistemas de creencias, haber visto a Eva como temeraria, osada, gloriosamente insurrecta. Qué distinto sería que tantos varones asimilaran algo distinto sobre las mujeres que se atreven a ir en contravía de lo que se les ordena, a exaltarlas, admirarlas, identificarse con ellas.
Me interesan las estructuras simbólicas porque en ellas se encuentran orígenes, raíces de nuestras creencias colectivas y muchas veces inconscientes. En esos símbolos están las bases de nuestros imaginarios compartidos. Que se crea tan ampliamente que las mujeres siempre son culpables de las cosas viene, en gran parte, del marco conceptual que recibimos sobre Eva.
Me gusta pensar en ciertos conceptos como campos fértiles, lugares de potencia, puntos de partida. Y eso encuentro, por estos días, en ese término, en esa idea: desobediencia. Desobedecer sucede de muchas maneras, en muchos contextos, y en los más inesperados niveles.
Nací yo –como muchas de ustedes- en unos contornos que me trazaron una serie de mandatos específicos. Breves ejemplos. Debía ser bella y sexualmente deseable, pero no un ser sexual. Debía procurarme, entre la misma casta, inerte y soporífera en la que me crie –la más tediosa del país, la de Cartagena de Indias– un marido que me proveyera oportunamente. Debía, además, conciliar con todas sus formas, resultarle plácida y perpetuamente complaciente. Debía plegarme a las visiones confortables de esa casta también; perpetuar sus moldes, hacer eco de sus discursos, adherirme sin respingo a sus identidades de uniforme. A esas –y a otras cosas– he sido desobediente.
Cada vez que una mujer de estirpe similar a esa –Silvana Paternostro, Marvel Moreno– le tiende un espejo a esa clase en la que nació, al azar, y en la que se hizo mujer, la respuesta de esa casta es la del castigo. Nos castigan a las mujeres desobedientes. Y en las élites, por ejemplo, que se encargan de moldear unos rótulos muy precisos para la “mujer correcta”, las mujeres que desobedecen son leídas como traicioneras. Si señalan los vicios de la discriminación, habituales y asumidos como “tradición” -llámense clasismo o racismo, por ejemplo– esas mujeres son prontamente representadas como “radicales”, “locas”, exageradas, enemigas.
Las mujeres que “traicionan” a su clase son un ejemplo de desobediencia. Pero, hay, por supuesto, muchas formas de desobedecer. Y hay muchos modos de recibir “castigo” por esa desobediencia. Algunos son hirientes –ostracismo, marginación, despojo de potestades económicas, sociales, políticas. Algunos son, supuestamente, más sutiles, más simbólicos, más tenues. Una mujer que desobedece a los mandatos de su clase social suele enemistar con un sistema que la ansía cómoda y perpetuadora del esquema en el que se hizo, donde los varones detentan las herencias, el poder, la sexualidad libre, etc. Las mismas mujeres pueden verlas como enemigas de su sistema. En otros casos, hay mujeres o personas que se fugan de su clase y también desobedecen. Detienen, por ejemplo, el mandato de un linaje que les permitió ser sólo madres caseras, empleadas domésticas, o mujeres sin educación. La premio Nobel de Literatura, Annie Ernaux, desobedeció de esta manera. La feminista afro brasilera Djamile Ribeiro también. La mujer que escribe bajo el seudónimo de Elena Ferrante lo hizo de esa manera. Los ejemplos ilustran pedazos de las ideas, pero no agotan las posibilidades, por supuesto. Se puede desobedecer traicionando a la clase o fugándose de ella.
En la mitología, Antígona es una hermosa muestra de desobediencia. ¿A qué? A la ley arbitraria, mezquina y muchas veces inmoral que fabrica el hombre. La ley patriarcal, legal, institucionalizada, no siempre es correcta (la esclavización fue “legal”, también la subordinación jurídica de las mujeres). Se desobedece entonces, por ejemplo, a las constricciones del lugar en el que nos hacemos. Se desobedece a la ridícula noción de un filósofo alemán que decía que el cuerpo y la mente operan de manera separada. Se desobedece a la idea de que el cuerpo es intrascendente, ‘femenino’, y la mente, elevada, ‘masculina’.
El pensamiento decolonial, potente y bello, nos llama a desobedecer epistémicamente. Es decir, a disputar la arrogancia de lo europeo y lo norteamericano que se creyeron el ombligo del mundo, el origen de la historia, el lugar del conocimiento ‘verdadero’. Desobedecer es oponerse. De allí la belleza y la poesía de aquello que cobija lo denominado como ‘queer’. Las personas se obsesionan con la genitalia, la sexualidad, las trampas cognitivas que nos indicaron sobre el cuerpo, hay personas se obsesionan con el binario como un espejismo de certeza. Pierden de vista que lo ‘queer’, simbólicamente, puede hablarnos del espectro, de lo posible, de lo inimaginable, de lo que no puede ser atrapado en la ilusión de la rigidez, en la fantasmagoría que también pueden ser los conceptos. No he logrado comprender las ansiedades y las zozobras que genera en ciertas personas lo inclasificable, lo que desborda la categorización escueta, lo que desobedece, por ejemplo, al binario de género.
Me muevo entre las palabras, pero también quiero desobedecerlas. Desobedezco a cómo “deben” ser las columnas en este medio. Desobedezco a la apariencia que “debe” tener la mujer que añora tenderse, como un animal en reposo, en el pensamiento, como modo de vivir y de hacer. Reescribir a Eva es, por ejemplo, volver a mirar lo que puede significar la desobediencia. Mujeres desobedientes. Hombres que desobedecen a las prisiones de la virilidad, también; hombres que desobedecen a las cárceles que les despojan de la ternura, de la tersura, de la gentileza.
Retomo la pluma pública para registrar los espirales de este ejercicio, siempre incompleto. Siembro el término, lo dejo aquí como una potencia. Desobediencia. Una palabra para que sea apropiada por muchos ojos, muchas vivencias. A qué desobedecemos, por qué. De qué nos libera. A qué nos acerca. Ese legado de la Eva que quiero sostenerle hoy a la niña que me habita y que aprendió que la insurrección de mujer se castiga, se condena. Desobedecer: buscar vivir libremente, en el propio contexto, en los propios términos.
Soy una niña. A comienzos de los 90, en un patio de juegos cartagenero otro niño me espeta: “saliste de mi costilla”. Asocio esa imagen -untada de la sustancia un tanto onírica de la memoria infantil- a un filme animado que también veía por esos días. Era un VHS de caja gris que correspondía, creo recordar, a una serie de representaciones bíblicas. En muñequitos, les decíamos. Ese, en particular, presentaba a un Dios omnipotente haciendo el mundo desde un impulso febril. Rememoro las imágenes: lavas repentinas y fuerzas acuáticas formándose por mandato de un patriarca divino. El mundo consolidándose, los animales emergiendo, la luz llegando. Adán, solitario, y luego esa deidad varonil, omnipotente, apiadándose del hombre que había hecho a su semejanza, y que para sosegarlo extrae a una fémina de su costilla. Y la serpiente, malévola, susurrándole a Eva que probara el fruto de ese árbol que Dios, en su soberanía, había prohibido. La cesión de Eva, la manzana mordida. Recuerdo la ira de ese Dios padre, la decepción, el pudor posándose sobre los cuerpos. Recuerdo la desolación, la pérdida, el arribo de la culpa, el asentamiento de la vergüenza, la ilustración del castigo. Y, al escarbar, retengo el foco en la moraleja. Qué hiciste, mujer.
Tal vez nombro esta anécdota porque quiero hacerme de las maneras en que empezó a calar en mi entendimiento lo que nos indicaron que personifica Eva. La indeseable desobediencia. Tentada, débil. Descarrilando a Adán del camino edénico. La mujer, “perversa”, tentadora que con su indisciplina “introdujo” al mundo la mortalidad. El castigo. El origen mismo del mal. Eva, la moraleja ejemplar: el indicio de un mundo donde las mujeres que desobedecen acarrean, materializan, propician y causan todo aquello que hemos de temer.
Nunca, en mis educaciones, me fue indicado que Eva era valiente, que podía vérsele como admirablemente insurrecta. No nos dijeron que había algo audaz en su insistencia por probar aquello que le indicaron no debía tener. Es probable que de haber sido Adán el desobediente los códigos asignados a su acción hubiesen sido drásticamente opuestos. El atrevimiento y la rebeldía, en clave masculina y femenina, no se leen de la misma manera. La moraleja que recibió aquella niña que fui, el mandato que fue a mostrarse de muchas otras maneras mientras me hacía mujer, dictaba que Eva era culpable por elegir una ruta específica: la desobediencia. Esa desobediencia, en clave de mujer, traía consigo miedo, castigo, horror, impureza. No se exaltaba como una muestra de auto-determinación, de impulso emancipador. No se podía ser mujer y ser desobediente.
Cuando desde la academia algunas mujeres se han aventurado a una relectura de Eva, los resultados pueden ser muy distintos. Judith Hubback, por ejemplo, habla sobre Eva como la portadora del deseo humano por descubrir el mundo (mientras que Adán refleja esa parte de la psiquis humana que se siente más impulsada por acatar la ley). La serpiente figura como una especie de portal, de “despertadora”, que conduce al apetito por el conocimiento. En su visión, además, Adán y Eva contienen el dualismo que habita en todo ser humano: una parte un poco insurrecta, que busca afirmar su autonomía; la otra más aplomada, que negocia con las normas y se adapta a ellas.
Lo curioso es que, durante siglos, mujeres y conocimiento (búsqueda intelectual, cosecha de la ciencia, ejercicio filosófico de la existencia) fueron construidos como cosas enteramente opuestas. Incontables filósofos creían que las mujeres no sólo eran de talante inferior, sino que estaban incapacitadas moralmente, desposeídas de dotes para la reflexión. Una lectura más compleja, más humana de Eva da cuenta de otros visos: su ímpetu por tomar un poco del temple decisivo de su Dios, un apetito por el auto-conocimiento, una curiosidad por conocer el mundo que nos rodea. En la lectura de Hubback, la desobediencia de Eva puede ser vista como el primer gran paso de la humanidad hacia la búsqueda de la ciencia y la individualidad. ¡Qué distinta manera de leerla! Qué distinto sería, para tantas niñas creciendo en esos sistemas de creencias, haber visto a Eva como temeraria, osada, gloriosamente insurrecta. Qué distinto sería que tantos varones asimilaran algo distinto sobre las mujeres que se atreven a ir en contravía de lo que se les ordena, a exaltarlas, admirarlas, identificarse con ellas.
Me interesan las estructuras simbólicas porque en ellas se encuentran orígenes, raíces de nuestras creencias colectivas y muchas veces inconscientes. En esos símbolos están las bases de nuestros imaginarios compartidos. Que se crea tan ampliamente que las mujeres siempre son culpables de las cosas viene, en gran parte, del marco conceptual que recibimos sobre Eva.
Me gusta pensar en ciertos conceptos como campos fértiles, lugares de potencia, puntos de partida. Y eso encuentro, por estos días, en ese término, en esa idea: desobediencia. Desobedecer sucede de muchas maneras, en muchos contextos, y en los más inesperados niveles.
Nací yo –como muchas de ustedes- en unos contornos que me trazaron una serie de mandatos específicos. Breves ejemplos. Debía ser bella y sexualmente deseable, pero no un ser sexual. Debía procurarme, entre la misma casta, inerte y soporífera en la que me crie –la más tediosa del país, la de Cartagena de Indias– un marido que me proveyera oportunamente. Debía, además, conciliar con todas sus formas, resultarle plácida y perpetuamente complaciente. Debía plegarme a las visiones confortables de esa casta también; perpetuar sus moldes, hacer eco de sus discursos, adherirme sin respingo a sus identidades de uniforme. A esas –y a otras cosas– he sido desobediente.
Cada vez que una mujer de estirpe similar a esa –Silvana Paternostro, Marvel Moreno– le tiende un espejo a esa clase en la que nació, al azar, y en la que se hizo mujer, la respuesta de esa casta es la del castigo. Nos castigan a las mujeres desobedientes. Y en las élites, por ejemplo, que se encargan de moldear unos rótulos muy precisos para la “mujer correcta”, las mujeres que desobedecen son leídas como traicioneras. Si señalan los vicios de la discriminación, habituales y asumidos como “tradición” -llámense clasismo o racismo, por ejemplo– esas mujeres son prontamente representadas como “radicales”, “locas”, exageradas, enemigas.
Las mujeres que “traicionan” a su clase son un ejemplo de desobediencia. Pero, hay, por supuesto, muchas formas de desobedecer. Y hay muchos modos de recibir “castigo” por esa desobediencia. Algunos son hirientes –ostracismo, marginación, despojo de potestades económicas, sociales, políticas. Algunos son, supuestamente, más sutiles, más simbólicos, más tenues. Una mujer que desobedece a los mandatos de su clase social suele enemistar con un sistema que la ansía cómoda y perpetuadora del esquema en el que se hizo, donde los varones detentan las herencias, el poder, la sexualidad libre, etc. Las mismas mujeres pueden verlas como enemigas de su sistema. En otros casos, hay mujeres o personas que se fugan de su clase y también desobedecen. Detienen, por ejemplo, el mandato de un linaje que les permitió ser sólo madres caseras, empleadas domésticas, o mujeres sin educación. La premio Nobel de Literatura, Annie Ernaux, desobedeció de esta manera. La feminista afro brasilera Djamile Ribeiro también. La mujer que escribe bajo el seudónimo de Elena Ferrante lo hizo de esa manera. Los ejemplos ilustran pedazos de las ideas, pero no agotan las posibilidades, por supuesto. Se puede desobedecer traicionando a la clase o fugándose de ella.
En la mitología, Antígona es una hermosa muestra de desobediencia. ¿A qué? A la ley arbitraria, mezquina y muchas veces inmoral que fabrica el hombre. La ley patriarcal, legal, institucionalizada, no siempre es correcta (la esclavización fue “legal”, también la subordinación jurídica de las mujeres). Se desobedece entonces, por ejemplo, a las constricciones del lugar en el que nos hacemos. Se desobedece a la ridícula noción de un filósofo alemán que decía que el cuerpo y la mente operan de manera separada. Se desobedece a la idea de que el cuerpo es intrascendente, ‘femenino’, y la mente, elevada, ‘masculina’.
El pensamiento decolonial, potente y bello, nos llama a desobedecer epistémicamente. Es decir, a disputar la arrogancia de lo europeo y lo norteamericano que se creyeron el ombligo del mundo, el origen de la historia, el lugar del conocimiento ‘verdadero’. Desobedecer es oponerse. De allí la belleza y la poesía de aquello que cobija lo denominado como ‘queer’. Las personas se obsesionan con la genitalia, la sexualidad, las trampas cognitivas que nos indicaron sobre el cuerpo, hay personas se obsesionan con el binario como un espejismo de certeza. Pierden de vista que lo ‘queer’, simbólicamente, puede hablarnos del espectro, de lo posible, de lo inimaginable, de lo que no puede ser atrapado en la ilusión de la rigidez, en la fantasmagoría que también pueden ser los conceptos. No he logrado comprender las ansiedades y las zozobras que genera en ciertas personas lo inclasificable, lo que desborda la categorización escueta, lo que desobedece, por ejemplo, al binario de género.
Me muevo entre las palabras, pero también quiero desobedecerlas. Desobedezco a cómo “deben” ser las columnas en este medio. Desobedezco a la apariencia que “debe” tener la mujer que añora tenderse, como un animal en reposo, en el pensamiento, como modo de vivir y de hacer. Reescribir a Eva es, por ejemplo, volver a mirar lo que puede significar la desobediencia. Mujeres desobedientes. Hombres que desobedecen a las prisiones de la virilidad, también; hombres que desobedecen a las cárceles que les despojan de la ternura, de la tersura, de la gentileza.
Retomo la pluma pública para registrar los espirales de este ejercicio, siempre incompleto. Siembro el término, lo dejo aquí como una potencia. Desobediencia. Una palabra para que sea apropiada por muchos ojos, muchas vivencias. A qué desobedecemos, por qué. De qué nos libera. A qué nos acerca. Ese legado de la Eva que quiero sostenerle hoy a la niña que me habita y que aprendió que la insurrección de mujer se castiga, se condena. Desobedecer: buscar vivir libremente, en el propio contexto, en los propios términos.