Decía el recordado maestro Carlos Gaviria Díaz que “El neoliberalismo más que una orientación económica, es una orientación política” y por eso su lógica puede expresarse en espacios, digamos, no económicos. Y ese es el caso de la Policía.
Voy a evadir aquí deliberadamente desde las violaciones de derechos humanos que ha hecho esa institución hasta sus escándalos recientes, para llamar la atención sobre algo que, a mi juicio, debería ser parte del debate: el cuidado de la ciudad sobre la base de indicadores de gestión.
Es sabido que desde hace algunos años los responsables de las diferentes unidades policiales deben entregar un número determinado de acciones por unidad de tiempo: detenidos por día o carros recuperados por semana. Hay que llenar la UPJ a como dé lugar.
Esto dio origen a otro tipo de “falsos positivos”, ya no los que buscan una mejora salarial o unos días de descanso, como lo promovió Uribe a través de sus normas, sino una cosa aún más sencilla: conservar el puesto.
Los policías deben completar un número mínimo de resultados que no tienen que ver con la prevención del delito o la captura de supuestos culpables sino con la entrega de unos resultados medibles, que llevan a realizar acciones injustas para lograr el indicador. Y eso es perverso. Un policía cuyo afán es dar resultados por encima del contexto real de su área de trabajo es un operador de capturas antes que un servidor público.
No basta con hacer cambios en el diseño del uniforme, renombrar a sus suboficiales (de sargentos a intendentes), ni evocar el policía de la esquina (mediante el plan de cuadrantes), si la mentalidad de la institución sigue siendo la misma. No bastaría con trasladar la Policía al Ministerio del Interior o del pos-conflicto, sin cambios de fondo. Es una organización muy militarizada y reacia a espacios de autocrítica, a pesar de que sus oficiales tendrían mucho que aportar para su mejoría.
Es el momento de preguntarse qué policía tenemos para el pos-acuerdo, cuál es la reingeniería interna que necesita una institución así para que sirva a las personas, cómo desmilitarizar su pensamiento y sus acciones.
Pero el problema no es solo de su rigidez interna sino, principalmente, del papel que históricamente le ha otorgado el Gobierno. Un ejemplo concreto es el manejo de las protestas de Transmilenio: la Policía es un gran ESMAD que tiene que dar la cara a los problemas sociales y estructurales desde el mercado agrícola y la falta de vías, hasta el transporte público.
Un oficial me confesaba que en el paro agrario de 2014, sintió ganas de pasarse al otro lado y coger la justa pancarta de sus paisanos campesinos, lo decía sin ver diferencias entre él y ellos. Tal vez eso de humanizar la guerra debería incluir humanizar la mirada de la Policía hacia afuera, hacia los ciudadanos y también hacia sus propios integrantes, que deberían ser servidores públicos antes que operadores al servicio de un indicador.
*Profesor Universidad Nacional de Colombia
Decía el recordado maestro Carlos Gaviria Díaz que “El neoliberalismo más que una orientación económica, es una orientación política” y por eso su lógica puede expresarse en espacios, digamos, no económicos. Y ese es el caso de la Policía.
Voy a evadir aquí deliberadamente desde las violaciones de derechos humanos que ha hecho esa institución hasta sus escándalos recientes, para llamar la atención sobre algo que, a mi juicio, debería ser parte del debate: el cuidado de la ciudad sobre la base de indicadores de gestión.
Es sabido que desde hace algunos años los responsables de las diferentes unidades policiales deben entregar un número determinado de acciones por unidad de tiempo: detenidos por día o carros recuperados por semana. Hay que llenar la UPJ a como dé lugar.
Esto dio origen a otro tipo de “falsos positivos”, ya no los que buscan una mejora salarial o unos días de descanso, como lo promovió Uribe a través de sus normas, sino una cosa aún más sencilla: conservar el puesto.
Los policías deben completar un número mínimo de resultados que no tienen que ver con la prevención del delito o la captura de supuestos culpables sino con la entrega de unos resultados medibles, que llevan a realizar acciones injustas para lograr el indicador. Y eso es perverso. Un policía cuyo afán es dar resultados por encima del contexto real de su área de trabajo es un operador de capturas antes que un servidor público.
No basta con hacer cambios en el diseño del uniforme, renombrar a sus suboficiales (de sargentos a intendentes), ni evocar el policía de la esquina (mediante el plan de cuadrantes), si la mentalidad de la institución sigue siendo la misma. No bastaría con trasladar la Policía al Ministerio del Interior o del pos-conflicto, sin cambios de fondo. Es una organización muy militarizada y reacia a espacios de autocrítica, a pesar de que sus oficiales tendrían mucho que aportar para su mejoría.
Es el momento de preguntarse qué policía tenemos para el pos-acuerdo, cuál es la reingeniería interna que necesita una institución así para que sirva a las personas, cómo desmilitarizar su pensamiento y sus acciones.
Pero el problema no es solo de su rigidez interna sino, principalmente, del papel que históricamente le ha otorgado el Gobierno. Un ejemplo concreto es el manejo de las protestas de Transmilenio: la Policía es un gran ESMAD que tiene que dar la cara a los problemas sociales y estructurales desde el mercado agrícola y la falta de vías, hasta el transporte público.
Un oficial me confesaba que en el paro agrario de 2014, sintió ganas de pasarse al otro lado y coger la justa pancarta de sus paisanos campesinos, lo decía sin ver diferencias entre él y ellos. Tal vez eso de humanizar la guerra debería incluir humanizar la mirada de la Policía hacia afuera, hacia los ciudadanos y también hacia sus propios integrantes, que deberían ser servidores públicos antes que operadores al servicio de un indicador.
*Profesor Universidad Nacional de Colombia