El presidente egipcio, Mohamed Mursi, enfrenta duras protestas que ya dejan cinco muertos y cientos de heridos.
Egipto ha pasado por varios liderazgos en menos de dos años, después de una dictadura de tres décadas, revueltas sociales y concurridos procesos electorales. De Hosni Mubarak pasó a los militares, de éstos a los Hermanos Musulmanes, y ahora se levantan varias propuestas laicas.
El momento más conmovedor que he vivido en El Cairo fue el anuncio de los resultados electorales en julio pasado. Mohamed Mursi, de la Hermandad Musulmana, ganó en una elección en la que votaron 25 millones y que había empezado, meses antes, con 23 candidatos. Mursi encarnaba la bandera de la revuelta y la alternativa frente a los militares.
Pero el Mursi actual dilapida ese respaldo, asume que los Hermanos Musulmanes, al ser la organización más numerosa, podría actuar como vanguardia, lo que contradice el espíritu plural de las revueltas. Y su apuesta por una salida autoritaria es percibida como una traición, pues el rechazo al absolutismo ha sido esencial a la protesta.
El apoyo popular al presidente no era un cheque en blanco dado por la sociedad, que no ha dudado en levantarse contra aquel al que antes respaldaban. Sin embargo, no todos los egipcios han rechazado las medidas de Mursi, un porcentaje importante lo sigue apoyando. Pero más allá de la mecánica institucional que intenta Mursi y que otros rechazan, y de las formalidades sobre la distribución del poder, lo que queda claro es que la revuelta sigue viva.
Es injusto pedir que los egipcios resuelvan en un par de semanas lo que a otros pueblos les costó años. La Primavera de los Pueblos de 1848, la Revolución francesa y la Revolución de Octubre de 1917 no fueron procesos breves ni lineales.
El ritual moderno de declarar constituciones para refundar estructuras políticas sirve si viene acompañado de un marco de legitimidad, si no es una ceremonia vacía. Abusar de las mayorías parlamentarias es casi suicida en un país con la sociedad en las calles. Dilapidar el proceso electoral reciente no sólo es desconocer a los 25 millones de votantes sino jugar con fuego al desprestigiar los caminos democráticos.
Mursi tiene un claro dilema: avanzar en solitario con los suyos en una agenda sectaria o recuperar su legitimidad dando un paso atrás y cumpliendo con su promesa de ser presidente de todos y guardián de la revuelta.
Priorizar la ley y el orden sobre la justicia y la voluntad popular, en medio de una revuelta, es traicionar la revuelta. Los egipcios aprendieron que su poder en la calle es real y no dudan en usarlo. Eso se llama democracia. Como dice el refrán: “Roma no se hizo en un día”, y sin duda tampoco Egipto definirá su futuro en una jornada. Y eso de esperar e ir despacio sí que lo saben muy bien los árabes.
* Ph.D. Profesor de la Universidad Javeriana.
El presidente egipcio, Mohamed Mursi, enfrenta duras protestas que ya dejan cinco muertos y cientos de heridos.
Egipto ha pasado por varios liderazgos en menos de dos años, después de una dictadura de tres décadas, revueltas sociales y concurridos procesos electorales. De Hosni Mubarak pasó a los militares, de éstos a los Hermanos Musulmanes, y ahora se levantan varias propuestas laicas.
El momento más conmovedor que he vivido en El Cairo fue el anuncio de los resultados electorales en julio pasado. Mohamed Mursi, de la Hermandad Musulmana, ganó en una elección en la que votaron 25 millones y que había empezado, meses antes, con 23 candidatos. Mursi encarnaba la bandera de la revuelta y la alternativa frente a los militares.
Pero el Mursi actual dilapida ese respaldo, asume que los Hermanos Musulmanes, al ser la organización más numerosa, podría actuar como vanguardia, lo que contradice el espíritu plural de las revueltas. Y su apuesta por una salida autoritaria es percibida como una traición, pues el rechazo al absolutismo ha sido esencial a la protesta.
El apoyo popular al presidente no era un cheque en blanco dado por la sociedad, que no ha dudado en levantarse contra aquel al que antes respaldaban. Sin embargo, no todos los egipcios han rechazado las medidas de Mursi, un porcentaje importante lo sigue apoyando. Pero más allá de la mecánica institucional que intenta Mursi y que otros rechazan, y de las formalidades sobre la distribución del poder, lo que queda claro es que la revuelta sigue viva.
Es injusto pedir que los egipcios resuelvan en un par de semanas lo que a otros pueblos les costó años. La Primavera de los Pueblos de 1848, la Revolución francesa y la Revolución de Octubre de 1917 no fueron procesos breves ni lineales.
El ritual moderno de declarar constituciones para refundar estructuras políticas sirve si viene acompañado de un marco de legitimidad, si no es una ceremonia vacía. Abusar de las mayorías parlamentarias es casi suicida en un país con la sociedad en las calles. Dilapidar el proceso electoral reciente no sólo es desconocer a los 25 millones de votantes sino jugar con fuego al desprestigiar los caminos democráticos.
Mursi tiene un claro dilema: avanzar en solitario con los suyos en una agenda sectaria o recuperar su legitimidad dando un paso atrás y cumpliendo con su promesa de ser presidente de todos y guardián de la revuelta.
Priorizar la ley y el orden sobre la justicia y la voluntad popular, en medio de una revuelta, es traicionar la revuelta. Los egipcios aprendieron que su poder en la calle es real y no dudan en usarlo. Eso se llama democracia. Como dice el refrán: “Roma no se hizo en un día”, y sin duda tampoco Egipto definirá su futuro en una jornada. Y eso de esperar e ir despacio sí que lo saben muy bien los árabes.
* Ph.D. Profesor de la Universidad Javeriana.