Ben Alí, expresidente de Túnez, logró negociar una salida decente que finalizó con su exilio en Arabia Saudita.
El juicio en su contra es un proceso más simbólico que real en cuanto difícilmente Ben Alí correría el riesgo de devolverse por su propia voluntad a territorio tunecino. Su puesto es el exilio.
Mubarak, exmandatario de Egipto, demoró más tiempo en tomar una decisión y fueron sus errores de última hora —la represión y la muerte de manifestantes— el punto central del proceso jurídico en su contra. Más que sus crímenes previos, lo condenó su arrogancia de mantenerse en el poder en medio de las protestas. Su puesto ahora es una cárcel.
Gadafi no siguió ni el ejemplo de Mubarak ni mucho menos el de Ben Alí: se atornilló al poder. La falta de tradición organizativa en Libia, entre otras cosas, le sirvió a Gadafi de punto fuerte para mantenerse en el poder más de seis meses.
Teniendo en cuenta que hay una orden de captura en su contra de la Corte Penal Internacional, es posible que termine en una cárcel fuera de Libia, como le sucedió al presidente de la antigua Yugoslavia, Milosevic; pero lo más probable es que termine frente a un tribunal nacional en Libia, como su hijo Saif El islam. El mensaje es claro: a mayor violencia contra su pueblo, peor es el futuro del dictador en cuestión.
Saleh, el presidente de Yemen, ha estado a punto de firmar tres veces un acuerdo de paz y en las tres oportunidades ha retrocedido en el último momento. Al final, se fue camino a Arabia Saudita, pero no por voluntad propia sino para recibir tratamiento por las heridas que le produjo el ataque con cohetes al palacio presidencial. Es decir, la violencia pudo más que las propuestas de paz (al igual que en Libia). A pesar de las quemaduras, ya anunció que regresará a Yemen.
Bashar Al Asad, presidente de Siria, pudo resolver las protestas desde el comienzo: todo empezó cuando unos adolescentes contagiados con la fiebre de las revueltas hicieron grafitis contra el gobierno. Los jóvenes detenidos fueron torturados y sus familiares que reclamaron ante la policía, ametrallados. A Al Asad le hubiera bastado procesar a los policías de Daara, pero no lo hizo; acusó a los jóvenes de ser “agentes extranjeros” y desplegó una oleada de represión que todavía no cesa.
El mensaje de los tres presidentes caídos debe ser leído con cuidado por parte de Saleh y de Al Asad, si no quieren seguir alguno de estos destinos: el exilio o la cárcel.
Ben Alí, expresidente de Túnez, logró negociar una salida decente que finalizó con su exilio en Arabia Saudita.
El juicio en su contra es un proceso más simbólico que real en cuanto difícilmente Ben Alí correría el riesgo de devolverse por su propia voluntad a territorio tunecino. Su puesto es el exilio.
Mubarak, exmandatario de Egipto, demoró más tiempo en tomar una decisión y fueron sus errores de última hora —la represión y la muerte de manifestantes— el punto central del proceso jurídico en su contra. Más que sus crímenes previos, lo condenó su arrogancia de mantenerse en el poder en medio de las protestas. Su puesto ahora es una cárcel.
Gadafi no siguió ni el ejemplo de Mubarak ni mucho menos el de Ben Alí: se atornilló al poder. La falta de tradición organizativa en Libia, entre otras cosas, le sirvió a Gadafi de punto fuerte para mantenerse en el poder más de seis meses.
Teniendo en cuenta que hay una orden de captura en su contra de la Corte Penal Internacional, es posible que termine en una cárcel fuera de Libia, como le sucedió al presidente de la antigua Yugoslavia, Milosevic; pero lo más probable es que termine frente a un tribunal nacional en Libia, como su hijo Saif El islam. El mensaje es claro: a mayor violencia contra su pueblo, peor es el futuro del dictador en cuestión.
Saleh, el presidente de Yemen, ha estado a punto de firmar tres veces un acuerdo de paz y en las tres oportunidades ha retrocedido en el último momento. Al final, se fue camino a Arabia Saudita, pero no por voluntad propia sino para recibir tratamiento por las heridas que le produjo el ataque con cohetes al palacio presidencial. Es decir, la violencia pudo más que las propuestas de paz (al igual que en Libia). A pesar de las quemaduras, ya anunció que regresará a Yemen.
Bashar Al Asad, presidente de Siria, pudo resolver las protestas desde el comienzo: todo empezó cuando unos adolescentes contagiados con la fiebre de las revueltas hicieron grafitis contra el gobierno. Los jóvenes detenidos fueron torturados y sus familiares que reclamaron ante la policía, ametrallados. A Al Asad le hubiera bastado procesar a los policías de Daara, pero no lo hizo; acusó a los jóvenes de ser “agentes extranjeros” y desplegó una oleada de represión que todavía no cesa.
El mensaje de los tres presidentes caídos debe ser leído con cuidado por parte de Saleh y de Al Asad, si no quieren seguir alguno de estos destinos: el exilio o la cárcel.