Ya es sabido por todos hasta la saciedad lo que pasó en París. Lo que no es claro para todos es por qué. Duele decirlo, pero a veces uno se pregunta por qué no pasó antes.
Europa ha ido construyendo desde hace años, con su política migratoria y la exclusión de sus propios ciudadanos, un ejército de frustrados que, alimentados ahora por el temible ejemplo del Estado Islámico, optan por la violencia.
No es un problema del islam. De hecho, hace pocos días contemplé el fanatismo violento de los budistas de Sri Lanka que contrastaba con la moderada lectura que hacen del islam en Indonesia. No es un problema del Corán: es posible sacar citas fuera del contexto de todos los libros sagrados, incluyendo la Biblia y la Torá, para justificar crímenes. No es simplemente una colisión de derechos entre libertad de prensa y libertad religiosa, el derecho no cuenta en el análisis de los asesinos.
Una de las causas que no se quiere mirar es la de la exclusión social en Europa: una Europa de ricos y de pobres, de desempleados y de millonarios, donde la crisis económica tiene diferentes caras. Como decía el profesor Olivier Roy, los asesinos de las Torres Gemelas eran educados en Europa, la misma en la que basta llamarse Mohamed para ser rechazado al pedir empleo.
Pero esa Europa tampoco ha dado oportunidades vitales a sus propios ciudadanos. Y por eso (explico, no justifico) hay miles de europeos empuñando sus armas en Siria e Irak. Esto, tan elemental, sí lo han entendido los fundamentalistas violentos del islam y sencillamente han recogido la cosecha sembrada por la exclusión.
Siendo simplista, se podría decir que hay dos caminos: encerrar todo en la fallida guerra contra el terror o entender (no para justificar sino para explicar) de dónde se alimentan los radicalismos. Francia tiene que preguntarse por su política interna. La famosa película El odio, de 1995, mostraba con 10 años de antelación y de manera exacta lo que sería la revuelta de los suburbios parisinos, no por ser musulmanes ni por ser migrantes, sino por ser excluidos. El racismo institucional y social de Francia es cotidiano y creciente.
Pero el llamado a la mano dura y la cacería de brujas no es la respuesta. La otra opción es el contrato social, tan francés por demás. Recuerdo las palabras del alcalde de Oslo luego de la masacre en su ciudad: nuestra respuesta es más democracia.
La visceralidad se impone y el simplismo gobierna el debate. Hablar del islam sin conocerlo no sólo es irresponsable, sino peligroso. Atacar una mezquita por lo sucedido en París es tan estúpido como atacar una iglesia por la masacre que hizo un fundamentalista cristiano en Noruega.
Un llamado al diálogo no es en este momento lo más seductor, pero es lo más necesario.
Ya es sabido por todos hasta la saciedad lo que pasó en París. Lo que no es claro para todos es por qué. Duele decirlo, pero a veces uno se pregunta por qué no pasó antes.
Europa ha ido construyendo desde hace años, con su política migratoria y la exclusión de sus propios ciudadanos, un ejército de frustrados que, alimentados ahora por el temible ejemplo del Estado Islámico, optan por la violencia.
No es un problema del islam. De hecho, hace pocos días contemplé el fanatismo violento de los budistas de Sri Lanka que contrastaba con la moderada lectura que hacen del islam en Indonesia. No es un problema del Corán: es posible sacar citas fuera del contexto de todos los libros sagrados, incluyendo la Biblia y la Torá, para justificar crímenes. No es simplemente una colisión de derechos entre libertad de prensa y libertad religiosa, el derecho no cuenta en el análisis de los asesinos.
Una de las causas que no se quiere mirar es la de la exclusión social en Europa: una Europa de ricos y de pobres, de desempleados y de millonarios, donde la crisis económica tiene diferentes caras. Como decía el profesor Olivier Roy, los asesinos de las Torres Gemelas eran educados en Europa, la misma en la que basta llamarse Mohamed para ser rechazado al pedir empleo.
Pero esa Europa tampoco ha dado oportunidades vitales a sus propios ciudadanos. Y por eso (explico, no justifico) hay miles de europeos empuñando sus armas en Siria e Irak. Esto, tan elemental, sí lo han entendido los fundamentalistas violentos del islam y sencillamente han recogido la cosecha sembrada por la exclusión.
Siendo simplista, se podría decir que hay dos caminos: encerrar todo en la fallida guerra contra el terror o entender (no para justificar sino para explicar) de dónde se alimentan los radicalismos. Francia tiene que preguntarse por su política interna. La famosa película El odio, de 1995, mostraba con 10 años de antelación y de manera exacta lo que sería la revuelta de los suburbios parisinos, no por ser musulmanes ni por ser migrantes, sino por ser excluidos. El racismo institucional y social de Francia es cotidiano y creciente.
Pero el llamado a la mano dura y la cacería de brujas no es la respuesta. La otra opción es el contrato social, tan francés por demás. Recuerdo las palabras del alcalde de Oslo luego de la masacre en su ciudad: nuestra respuesta es más democracia.
La visceralidad se impone y el simplismo gobierna el debate. Hablar del islam sin conocerlo no sólo es irresponsable, sino peligroso. Atacar una mezquita por lo sucedido en París es tan estúpido como atacar una iglesia por la masacre que hizo un fundamentalista cristiano en Noruega.
Un llamado al diálogo no es en este momento lo más seductor, pero es lo más necesario.