El crecimiento del Estado Islámico no es sólo fruto de su maquinaria de guerra y su oferta fanática, sino que se alimenta de errores cometidos desde el otro lado de la guerra, como la pésima política iraquí y crímenes contra las comunidades suníes que hoy el Califato dice proteger.
Es cierto que algunos lugareños apoyan el Califato por miedo y que algunas tribus suníes, como en la región de Ánbar, se han levantado en armas contra los radicales, pero no es un fenómeno general.
En junio, según un informe de Human Rights Watch, 255 prisioneros suníes, distribuidos en seis ciudades diferentes y en manos del ejército iraquí (de mayoría chiita) fueron asesinados. En julio, quince musulmanes suníes fueron asesinados y colgados en los postes de electricidad en la plaza pública de Baquba. En agosto 22, una masacre en una mezquita suní en la provincia de Diyala, cometida por un grupo miliciano chiita, dejó 73 suníes muertos. Y así hay muchos otros ejemplos.
Las víctimas, sus familiares y vecinos ven la otra cara de la moneda de las noticias que nos llegan: un Estado Islámico que lucha contra quienes los asesinan, una propuesta de Califato donde su fe estaría a salvo, un defensor frente al asedio de los Estados Unidos que ilegalizó sus partidos políticos después de la ocupación de 2003 y desmanteló el ejército iraquí de la época de Sadam Hussein, donde los suníes eran mayoría. Así, lo que mueve a los suníes no es sólo lo que ofrece el Califato sino también el riesgo que representan sus enemigos.
Es entendible que los occidentales no familiarizados con el islam teman al establecimiento de medidas de control social por parte del Califato, pero ese temor no es tal en Irak: las mujeres ya se visten y comen de acuerdo con muchas prácticas nacidas de la tradición islámica desde hace siglos; es decir, el modelo que trata de imponer el Califato no es esencialmente nuevo para los suníes, sino aplicado en una graduación diferente. Esto, aclaro, no justifica las discriminaciones que se dan a nombre del islam, como la macabra venta de mujeres yazidíes y cristianas en mercados locales por parte de los hombres del Estado Islámico.
El manido argumento de que el crecimiento del Califato se explica por la “falta de educación” no es del todo válido, la prueba está en los miles de extranjeros, muchos de ellos europeos educados, que se han unido.
En el caso de los suníes en Irak, los ataques a su población ayudan a explicar que, ante el riesgo de morir bajo las balas chiitas o estadounidenses (ambos “infieles”, según el Califato), algunos opten por vivir bajo las banderas del Estado Islámico, y su opción no es menos válida cuando se trata de escoger entre la vida y la muerte.
** Ph.D. Profesor Universidad Javeriana
@DeCurreaLugo
El crecimiento del Estado Islámico no es sólo fruto de su maquinaria de guerra y su oferta fanática, sino que se alimenta de errores cometidos desde el otro lado de la guerra, como la pésima política iraquí y crímenes contra las comunidades suníes que hoy el Califato dice proteger.
Es cierto que algunos lugareños apoyan el Califato por miedo y que algunas tribus suníes, como en la región de Ánbar, se han levantado en armas contra los radicales, pero no es un fenómeno general.
En junio, según un informe de Human Rights Watch, 255 prisioneros suníes, distribuidos en seis ciudades diferentes y en manos del ejército iraquí (de mayoría chiita) fueron asesinados. En julio, quince musulmanes suníes fueron asesinados y colgados en los postes de electricidad en la plaza pública de Baquba. En agosto 22, una masacre en una mezquita suní en la provincia de Diyala, cometida por un grupo miliciano chiita, dejó 73 suníes muertos. Y así hay muchos otros ejemplos.
Las víctimas, sus familiares y vecinos ven la otra cara de la moneda de las noticias que nos llegan: un Estado Islámico que lucha contra quienes los asesinan, una propuesta de Califato donde su fe estaría a salvo, un defensor frente al asedio de los Estados Unidos que ilegalizó sus partidos políticos después de la ocupación de 2003 y desmanteló el ejército iraquí de la época de Sadam Hussein, donde los suníes eran mayoría. Así, lo que mueve a los suníes no es sólo lo que ofrece el Califato sino también el riesgo que representan sus enemigos.
Es entendible que los occidentales no familiarizados con el islam teman al establecimiento de medidas de control social por parte del Califato, pero ese temor no es tal en Irak: las mujeres ya se visten y comen de acuerdo con muchas prácticas nacidas de la tradición islámica desde hace siglos; es decir, el modelo que trata de imponer el Califato no es esencialmente nuevo para los suníes, sino aplicado en una graduación diferente. Esto, aclaro, no justifica las discriminaciones que se dan a nombre del islam, como la macabra venta de mujeres yazidíes y cristianas en mercados locales por parte de los hombres del Estado Islámico.
El manido argumento de que el crecimiento del Califato se explica por la “falta de educación” no es del todo válido, la prueba está en los miles de extranjeros, muchos de ellos europeos educados, que se han unido.
En el caso de los suníes en Irak, los ataques a su población ayudan a explicar que, ante el riesgo de morir bajo las balas chiitas o estadounidenses (ambos “infieles”, según el Califato), algunos opten por vivir bajo las banderas del Estado Islámico, y su opción no es menos válida cuando se trata de escoger entre la vida y la muerte.
** Ph.D. Profesor Universidad Javeriana
@DeCurreaLugo