Los académicos, incluyendo a los colombianos, pecan generalmente en dos cosas con relación al conflicto palestino: saben poco y lo poco que saben está sesgado.
Cuando se parte de la lógica de que el judío es “eternamente víctima”, desde Masada hasta el Holocausto, y que el árabe es siempre “el terrorista”, no hay discusión académica posible.
La actitud cómoda, es igualar a las partes del conflicto y asumir una fingida postura de neutralidad entre el ocupado (Palestina) y el ocupante (Israel), que no deja de ser más que una posición cosmética para maquillar la falta de criterio o conocimiento. En el caso colombiano, los intercambios económicos y militares entre Israel y Colombia, más la constante presión del lobby judío, han generado resultados en la manera en que la academia analiza el conflicto.
La historia queda contada de tal manera que la versión sionista es neutral mientras que la versión palestina es sesgada. Así las cosas, decir “territorios en disputa” es algo neutral aunque todo el derecho internacional sobre el tema diga “territorios ocupados”.
Es de esperar este juego lingüístico en los escenarios políticos, pero si una universidad cae en el mismo juego, renuncia al Derecho Internacional como categoría de análisis, decide que toda crítica a Israel es antisemitismo, persigue a aquellos que basados en la evidencia denuncian las violaciones a los derechos humanos realizadas por Israel, la universidad no estaría solamente negando el estudio de la realidad y sesgando su carácter mismo, sino asumiendo una posición política ajena al derecho: la negación de la ocupación y la relativización de los crímenes de guerra que suceden allí.
Hasta las estadísticas de organizaciones judías de derechos humanos son rechazadas. No es posible negar los Convenios de Ginebra y al mismo tiempo preciarse de ser universidad. Los crímenes son presentados por el sionismo como “narrativas” y problemas subjetivos de percepción. Así, la demolición de casas y las torturas son sucesos marginales ante las pretensiones milenarias del pueblo judío sobre la histórica Palestina, como si Abraham tuviera algo que ver con el muro que construye Israel encerrando palestinos.
El más claro ejemplo, fue la persecución al profesor universitario judío Norman Filkenstein, autor del libro La Industria del Holocausto. Muchos que no han leído más allá del título, asumen que es un negacionista cuando en realidad, toda su familia por parte de padre y de madres fueron asesinados en los campos nazis. Filkenstein cuestiona es la instrumentalización del Holocausto para generar inmunidad/impunidad a los sionistas y al lobby judío, y para condenar cualquier cuestionamiento a Israel alegando antisemitismo.
Si las universidades construyen el conflicto palestino sobre la base de lo poco que se sabe y sobre los vicios que el poderoso lobby judío vende, es fácil entonces censurar cualquier postura sacando a relucir la carta del “antisemitismo”.
*PhD. Profesor Universidad Javeriana.
Los académicos, incluyendo a los colombianos, pecan generalmente en dos cosas con relación al conflicto palestino: saben poco y lo poco que saben está sesgado.
Cuando se parte de la lógica de que el judío es “eternamente víctima”, desde Masada hasta el Holocausto, y que el árabe es siempre “el terrorista”, no hay discusión académica posible.
La actitud cómoda, es igualar a las partes del conflicto y asumir una fingida postura de neutralidad entre el ocupado (Palestina) y el ocupante (Israel), que no deja de ser más que una posición cosmética para maquillar la falta de criterio o conocimiento. En el caso colombiano, los intercambios económicos y militares entre Israel y Colombia, más la constante presión del lobby judío, han generado resultados en la manera en que la academia analiza el conflicto.
La historia queda contada de tal manera que la versión sionista es neutral mientras que la versión palestina es sesgada. Así las cosas, decir “territorios en disputa” es algo neutral aunque todo el derecho internacional sobre el tema diga “territorios ocupados”.
Es de esperar este juego lingüístico en los escenarios políticos, pero si una universidad cae en el mismo juego, renuncia al Derecho Internacional como categoría de análisis, decide que toda crítica a Israel es antisemitismo, persigue a aquellos que basados en la evidencia denuncian las violaciones a los derechos humanos realizadas por Israel, la universidad no estaría solamente negando el estudio de la realidad y sesgando su carácter mismo, sino asumiendo una posición política ajena al derecho: la negación de la ocupación y la relativización de los crímenes de guerra que suceden allí.
Hasta las estadísticas de organizaciones judías de derechos humanos son rechazadas. No es posible negar los Convenios de Ginebra y al mismo tiempo preciarse de ser universidad. Los crímenes son presentados por el sionismo como “narrativas” y problemas subjetivos de percepción. Así, la demolición de casas y las torturas son sucesos marginales ante las pretensiones milenarias del pueblo judío sobre la histórica Palestina, como si Abraham tuviera algo que ver con el muro que construye Israel encerrando palestinos.
El más claro ejemplo, fue la persecución al profesor universitario judío Norman Filkenstein, autor del libro La Industria del Holocausto. Muchos que no han leído más allá del título, asumen que es un negacionista cuando en realidad, toda su familia por parte de padre y de madres fueron asesinados en los campos nazis. Filkenstein cuestiona es la instrumentalización del Holocausto para generar inmunidad/impunidad a los sionistas y al lobby judío, y para condenar cualquier cuestionamiento a Israel alegando antisemitismo.
Si las universidades construyen el conflicto palestino sobre la base de lo poco que se sabe y sobre los vicios que el poderoso lobby judío vende, es fácil entonces censurar cualquier postura sacando a relucir la carta del “antisemitismo”.
*PhD. Profesor Universidad Javeriana.