El desarrollo de los proyectos de generación de energía a partir del viento en La Guajira está causando grandes inquietudes entre la población indígena de ese departamento. La inconformidad se deriva de la forma en que se llevan a cabo procedimientos como la consulta previa. Lo cierto es que no parece existir un conjunto de reglas de juego compartidas que permitan convocar a las partes para que se dé un diálogo horizontal ente la población wayuu, los agentes del Gobierno y las empresas. El escenario parece una extensa Babel en la que cada proyecto traza sus propias rutas siguiendo una lógica casuística para llegar a acuerdos heterogéneos con las comunidades. En algunos casos estos procedimientos se desenvuelven muy lejos de lo que la Corte Constitucional ha definido en su jurisprudencia como un derecho fundamental.
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El desarrollo de los proyectos de generación de energía a partir del viento en La Guajira está causando grandes inquietudes entre la población indígena de ese departamento. La inconformidad se deriva de la forma en que se llevan a cabo procedimientos como la consulta previa. Lo cierto es que no parece existir un conjunto de reglas de juego compartidas que permitan convocar a las partes para que se dé un diálogo horizontal ente la población wayuu, los agentes del Gobierno y las empresas. El escenario parece una extensa Babel en la que cada proyecto traza sus propias rutas siguiendo una lógica casuística para llegar a acuerdos heterogéneos con las comunidades. En algunos casos estos procedimientos se desenvuelven muy lejos de lo que la Corte Constitucional ha definido en su jurisprudencia como un derecho fundamental.
Lo primero es que las comunidades no disponen de información acerca de las características de los proyectos ni de sus impactos sobre el territorio, el paisaje, los bosques, las fuentes hídricas y los seres que allí se interrelacionan. Pocas comunidades han tenido acceso a los estudios de impacto ambiental. Vale la pena preguntarse si el conocimiento indígena sobre su entorno, organización social, actividades económicas y principios de territorialidad ha sido tenido en cuenta. No lo parece, por la forma en que los agentes de los proyectos se han interrelacionado de facto con quienes encuentran a primera vista en un territorio familiar, desconociendo a los grupos de parientes uterinos que han tenido precedencia dentro de este. Los efectos negativos derivados de estos proyectos tienden a ser minimizados o subvalorados por las empresas. Es previsible que cuando entren en funcionamiento los centenares de aerogeneradores de los parques eólicos, estos tendrán un efecto acumulativo y sinérgico sobre el territorio y las personas que lo habitan.
La verdad es que los wayuus están negociando desde el hambre. Piden a las empresas unas pocas provisiones, animales, maíz y, en general, una contribución propia de los gastos de un funeral. Es una negociación desigual. No se aplica allí la política del valor compartido, que busca beneficios para la organización y también para la sociedad circundante, sino la del regalo misericordioso. Un agente de una empresa afirmaba con descaro que los indígenas no podían ser sus socios porque no entendían de pérdidas ni de utilidades. Los malos acuerdos incubarán tensiones sociales que estallarán en un mediano plazo.
La gran pregunta que surge es: ¿habrá una distribución equitativa de los beneficios derivados de estos proyectos a cambio del aporte, casi el sacrificio, que los indígenas hacen de sus territorios? Si no hay un cambio de rumbo en el proceso actual de la consulta y los acuerdos con las empresas eólicas, los wayuus quedarán sentenciados a vivir en la pobreza y en la marginalidad. Pero la pobreza no es una condición absoluta, pues ella surge de las relaciones desiguales de poder entre las personas, del dominio que algunas ejercen sobre otras y que les da la posibilidad de imponer esa marginalidad.