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En tres años, entre 1933 y 1936, Franklin Delano Roosevelt ya había reconstruido a los Estados Unidos gracias a su política de industrialización y de obras públicas, a una gran estrategia de infraestructura, de vías, de puentes, de puertos y de comunicaciones, a la generación de empleo y la seguridad social, y en los años siguientes mejoró lo que había hecho. Por eso no necesitó ningún esfuerzo para reelegirse. Después de la pavorosa crisis del año 30, la más grave del siglo, la política del New Deal unió a su país y le permitió no solo reinventarse sino comenzar una época de prosperidad sin precedentes.
Lo único que le permitiría a Colombia superar su terrible estado de postración, y su irrelevancia política y económica en el plano internacional, sería una estrategia semejante, que precisamente exige abandonar la subordinación al mandato de los poderes del mundo; un enorme esfuerzo de industrialización y de agroindustria bajo nuevos paradigmas ecológicos, de generación de empleo, un gigantesco proyecto de infraestructura, un aprovechamiento real de su talento humano, de su tierra productiva, de su biodiversidad, de sus climas, de su posición privilegiada en términos geográficos como cruce de caminos entre el norte y el sur, entre Oriente y Occidente.
Hay que crear un plan de infraestructura para el país entero, incluidos un puente sobre el golfo de Urabá que una de verdad al continente sin tocar el tapón del Darién, y el canal entre los dos océanos que hemos aplazado por siglos. Hay que desarrollar el escudo del Pacífico con ciudades verdes, puertos, vías y navegación moderna. Hay que decirle adiós al atraso que nos deja inermes en manos de los más poderosos. Hay que integrar de verdad el territorio y no creer que el abandono va a salvar nuestros paraísos naturales cuando en realidad los deja en manos de las mafias y de los capitales depredadores. Hay que incorporar a cientos de miles de jóvenes a un proyecto de formación académica en movimiento que a la vez proteja el territorio, nos permita conocerlo de verdad, y asegure su futuro.
Viendo lo que logran hacer los holandeses, los mayores productores de flores del mundo en un pequeño territorio, los que son capaces de producir tomate en grande en garajes, uno se pregunta qué no podría hacer Colombia si tuviera un proyecto nacional verdadero que no se haga trampa a sí mismo y que no claudique ante los peores vicios de la politiquería tradicional.
Colombia dispone cada año de un presupuesto de 500 billones que podría incrementarse enormemente si se diera esa ampliación decidida del sector productivo, ese esfuerzo por incorporar no solo a la producción sino a la acción comprometida a millones de personas que hoy viven en el inframundo, y a los que el asistencialismo condena a eternizarse como desvalidos y como víctimas.
Pero la primera condición para ese salto histórico es generar un sentimiento de unidad nacional y de compromiso ciudadano; y como los políticos viven de crear discordia y de alimentar la polarización, aquí solo se oye hablar pestes de los adversarios: cada político cifra su poder en desprestigiar a los otros y en disputarse su pequeño electorado.
Creímos que esa maldición era fruto del viejo y eficiente choque entre los liberales y los conservadores que, peleándose por el Estado y por sus empleos, pusieron a medio país a odiar al otro medio. Pero guardadas las banderas azules y rojas, los políticos volvieron a esa vieja estrategia de odio, y ahora para saber si alguien es bueno o malo ya no se investiga qué hace o qué piensa sino a qué bando pertenece o a qué jefe sigue.
Hay un artículo de Gustavo Petro que se llama Crear riqueza, que fue publicado en 2021 y que repite cosas que ya proponía en 2018. Pero, si ya sabe lo que hay que hacer, ¿por qué no lo hace? ¿Por qué sus prioridades a la hora de gobernar no son las que con tanta claridad planteaba en sus propuestas? ¿Por qué en vez de unir divide, en vez de combatir la corrupción la alienta y la apadrina, por qué ha terminado pareciéndose tanto a su adversario Álvaro Uribe, todo el tiempo con el mensaje de la crispación en los labios, y con la monserga consabida de que hay una siniestra conspiración contra él siempre en marcha?
Esa costumbre de llamar por la mañana a la unidad y por la tarde a la confrontación, esa manía de ser el presidente de toda la nación, pero alzar en el momento menos pensado la bandera del M19, ese discurso de estadista en ciertas tribunas y de insurgente en otras, no solo no lo dejan vivir en paz, sino que no le permitirán nunca unir al país en las inmensas tareas solidarias que la historia requiere. Se despierta siendo presidente, pero al rato le parece que era más poético ser guerrillero; su alma de insurgente no cabe en la ropa cuando recuerda que es el comandante general de las Fuerzas Armadas, y que tiene que imponer la paz a unas guerrillas que luchan contra el Estado y a unas bandas que luchan contra la ley; no sabe si bombardearlas o abrazarse con ellas; sabe que él es el que manda y asume un tono bonapartista de emperador, pero de repente comprende que detesta vivir en un palacio.
Y mientras el país se acomoda mal a vivir al ritmo de las oscilaciones del príncipe que nunca está de acuerdo consigo mismo, que transa con los politiqueros, que se acomoda a las burocracias, que acepta que se corran las líneas éticas porque los adversarios lo hacen, que apadrina corruptos, y que no soporta que no lo soporten, las grandes tareas del Estado van quedando para después, el día a día no permite emprender el gran cambio, el poder que le dieron le parece cada día más insuficiente, dos años y medio solo le han revelado que tal vez ocho serían apenas justos, y las amarras de la política tradicional no le permiten dar el salto hacia sus supuestas convicciones.
Un gobernante decidido a cambiar no puede seguir acomodándose a las corruptelas del poder parlamentario, a los vicios del sistema electoral clientelista, a la idea de que para hacerse elegir lo que se necesita es plata.
No se da cuenta de que tal vez es a eso a lo que llamaron siempre “el canapé republicano”, a los pequeños acuerdos entre facciones sin que el interés del país se abra verdaderamente camino; que en esos escollos naufragaron siempre aquí las supuestas naves del cambio, que condescendiendo con la real política fueron perdiendo sus banderas los señores rojos de la “Revolución en marcha”, y los señores colorados del MRL, y los señores aún más rosados del Nuevo Liberalismo. Que aquí los políticos salen temprano a engrandecer el país, pero a las pocas horas han recordado que lo que verdaderamente los satisface es acabar con sus adversarios.
La teoría estaba clara, pero el viejo ritual del burocratismo, del manzanillismo, del parlamentarismo por debajo de la mesa, se les fue devorando las buenas intenciones. Y la dura realidad hizo el resto.