La otra revolución francesa la encarnó, hacia 1850, Charles Baudelaire. Era el huérfano de un hombre culto y sensible que lo inició en el arte y en la música, pero su madre, cuando el niño tenía seis años, volvió a casarse con un coronel al que el arte no le importaba y al que solo conmovían los sonidos de la artillería. Para colmo, ese coronel se convertiría con los años en el gran poder del Segundo Imperio.
Charles notó muy pronto que las cosas que más lo atraían, los libros, la música, las obras de arte, ya no cabían en el mundo que le había tocado, que todo eso era holgazanería para el nuevo ideal de la rentabilidad, de la eficiencia, de la administración, que había sustituido a los sueños utópicos de libertad, igualdad y fraternidad.
El sueño de una Grecia sin esclavos por el que murieron Camille Desmoulins y Danton, por el que mataron Robespierre y Saint-Just, había cedido su lugar al reino de los tenientes de artillería, de los banqueros y de los traficantes. Ahora se veía como una desgracia tener un hijo que quisiera entintar páginas o embadurnar de óleo lienzos blancos, para no hablar de los que vociferaban locuras en un escenario o salpicaban con manchas los pentagramas: era la hora del catastro, de la pesa y del tanto por ciento.
Baudelaire había heredado una pequeña fortuna y quería derrocharla pronto en asombros y en excesos, pero cuando su familia vio que le gustaban los lujos estéticos y algunos vicios, decidieron salvarlo de ser él, lo declararon inhábil, y el juez lo condenó a vivir para siempre de una parva renta mensual. No era el derroche lo que castigaban, no era el amor por ciertos placeres y ciertos lujos, era su libertad y su libertinaje, su rebeldía estética, su amor por el ocio, su fantasía.
No supieron que estaban criando al cuervo que les sacaría los ojos. Porque la venganza de Baudelaire fue una obra inmortal que se alzó en rebelión contra la hipocresía de su tiempo, contra la sordidez de la vida, contra el utilitarismo mezquino y los viejos sobornos de la virtud simulada, de la caridad oportunista, de la corrupción respetable.
Baudelaire era de aquellos que piensan que la vida es un milagro; el universo, un misterio, y el tiempo, un tesoro que no puede malgastarse en pequeñeces, que el espíritu debe volar en libertad y no esclavizarse bajo el látigo de los poderosos; que aquí vinimos para algo más grande que cumplir horarios y pagar cuotas, que merecemos una vida verdadera y no una celda con instrucciones vigilada por un gendarme.
Era el último revolucionario: creía en la belleza, en la libertad y en la felicidad, en tiempos en que el poder solo necesitaba gente dócil y sin sueños que remara en la galera provista de relojes del gran capital. Los artistas tenían que morirse de hambre mientras pintaban sus cuadros sublimes para que después los magnates los tasaran en millones de dólares. El arte valía mucho pero los artistas no valían nada: había que despreciar su manera de soñar y hacerles la vida imposible.
Una siniestra maquinaria de la resignación y la pobreza se había instalado sobre la sociedad gracias al poder de las burocracias, la ferocidad de los ejércitos y el poder intimidatorio de los clérigos. La negación de la libertad, la burla de la sensibilidad, el freno a la imaginación sostenían la opulencia de unos amos insensibles sobre la miseria física y la pobreza espiritual de los pueblos, que solo debían trabajar o mendigar, resignarse y callar.
Qué tiempos esos en los que el crimen y el despotismo campean por todas partes pero solo se trata como crimen la insubordinación, la libre opinión y la disidencia. Cuando no puede haber más verdad que la que imponen las escuelas, la que decretan los gobiernos y la que disparan los cañones. El soborno del cielo, el chantaje del infierno, el poder de las costumbres, las trampas de la justicia que premia al corrupto y castiga al ingenuo, la tiranía de las grandes palabras que encubren grandes manipulaciones son sus eficaces instrumentos, y también la tiranía del buen gusto, que santifica la opulencia, adorna la arbitrariedad, consagra la simulación y al mismo tiempo ridiculiza la sencillez, la pobreza y la espontaneidad.
Baudelaire rompió a cantar y lo que dijo no se parecía para nada a la corrección ni a la moderación. Se alzó contra unas ideas estereotipadas del bien, de la salud, de la normalidad, del orden, de la corrección, de la belleza, y dijo que todas esas mentiras eran en realidad los fierros de la opresión y los peldaños del infierno. Se daba el nombre de bien a la hipocresía, de ley a la injusticia, de orden a la arbitrariedad, de belleza solo a los gustos establecidos por la costumbre.
Más que inventarla, Baudelaire le recordó a Francia su grandeza perdida, y toda la sangre que le había costado. Francia tardó en asimilar esos desafíos, y primero llevó al poeta a los tribunales, pero en la libertad, en la complejidad del debate intelectual, en la indignación ciudadana, en el amor por el arte y la pasión por la literatura, en la curiosidad por el mundo y el refinamiento de la vida, hoy se siente la huella de Baudelaire por todas partes.
“Las flores del mal” configuraron el diagrama desafiante de la modernidad, el retrato convulsivo del desorden que se había instaurado en el mundo con el fracaso de la revolución. No solo extremó la crítica romántica al utilitarismo y a la mezquindad del mercado, sino que cambió el tono e hizo que el verso pasara de la queja a la diatriba y del dibujo armonioso a la denuncia indignada. Y esa crítica solo se podía lanzar desde el lugar del maldito, del desterrado.
La sociedad podía ver en el artista un paria y en el soñador un loco, pero eran la belleza, el amor y la imaginación lo único que podía salvarnos cuando los mercaderes y los depredadores pusieran el misterioso universo en peligro. Los que reducían el milagro de la realidad a lo apenas medible y negociable eran los locos verdaderos, que no podían entender “la lengua de las flores y de las cosas mudas”, que no podían ver en la naturaleza ese templo de columnas vivientes de donde brotan a veces confusas palabras; “ese bosque de símbolos donde los ecos se confunden en una tenebrosa y profunda unidad”, y que nos observa con una mirada familiar.
Su lenguaje era bello y vigoroso pero además continuamente desafiante. Dijo que la estulticia, el horror, la avaricia, gastan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos; que los pecados son tercos y los arrepentimientos cobardes; que creemos que podemos lavar nuestras manchas con unas cuantas lágrimas viles; que no es Dios sino el demonio quien sostiene los hilos que nos mueven, y que encontrándoles atractivo a cosas repugnantes “cada día descendemos un paso hacia el infierno”.
La otra revolución francesa la encarnó, hacia 1850, Charles Baudelaire. Era el huérfano de un hombre culto y sensible que lo inició en el arte y en la música, pero su madre, cuando el niño tenía seis años, volvió a casarse con un coronel al que el arte no le importaba y al que solo conmovían los sonidos de la artillería. Para colmo, ese coronel se convertiría con los años en el gran poder del Segundo Imperio.
Charles notó muy pronto que las cosas que más lo atraían, los libros, la música, las obras de arte, ya no cabían en el mundo que le había tocado, que todo eso era holgazanería para el nuevo ideal de la rentabilidad, de la eficiencia, de la administración, que había sustituido a los sueños utópicos de libertad, igualdad y fraternidad.
El sueño de una Grecia sin esclavos por el que murieron Camille Desmoulins y Danton, por el que mataron Robespierre y Saint-Just, había cedido su lugar al reino de los tenientes de artillería, de los banqueros y de los traficantes. Ahora se veía como una desgracia tener un hijo que quisiera entintar páginas o embadurnar de óleo lienzos blancos, para no hablar de los que vociferaban locuras en un escenario o salpicaban con manchas los pentagramas: era la hora del catastro, de la pesa y del tanto por ciento.
Baudelaire había heredado una pequeña fortuna y quería derrocharla pronto en asombros y en excesos, pero cuando su familia vio que le gustaban los lujos estéticos y algunos vicios, decidieron salvarlo de ser él, lo declararon inhábil, y el juez lo condenó a vivir para siempre de una parva renta mensual. No era el derroche lo que castigaban, no era el amor por ciertos placeres y ciertos lujos, era su libertad y su libertinaje, su rebeldía estética, su amor por el ocio, su fantasía.
No supieron que estaban criando al cuervo que les sacaría los ojos. Porque la venganza de Baudelaire fue una obra inmortal que se alzó en rebelión contra la hipocresía de su tiempo, contra la sordidez de la vida, contra el utilitarismo mezquino y los viejos sobornos de la virtud simulada, de la caridad oportunista, de la corrupción respetable.
Baudelaire era de aquellos que piensan que la vida es un milagro; el universo, un misterio, y el tiempo, un tesoro que no puede malgastarse en pequeñeces, que el espíritu debe volar en libertad y no esclavizarse bajo el látigo de los poderosos; que aquí vinimos para algo más grande que cumplir horarios y pagar cuotas, que merecemos una vida verdadera y no una celda con instrucciones vigilada por un gendarme.
Era el último revolucionario: creía en la belleza, en la libertad y en la felicidad, en tiempos en que el poder solo necesitaba gente dócil y sin sueños que remara en la galera provista de relojes del gran capital. Los artistas tenían que morirse de hambre mientras pintaban sus cuadros sublimes para que después los magnates los tasaran en millones de dólares. El arte valía mucho pero los artistas no valían nada: había que despreciar su manera de soñar y hacerles la vida imposible.
Una siniestra maquinaria de la resignación y la pobreza se había instalado sobre la sociedad gracias al poder de las burocracias, la ferocidad de los ejércitos y el poder intimidatorio de los clérigos. La negación de la libertad, la burla de la sensibilidad, el freno a la imaginación sostenían la opulencia de unos amos insensibles sobre la miseria física y la pobreza espiritual de los pueblos, que solo debían trabajar o mendigar, resignarse y callar.
Qué tiempos esos en los que el crimen y el despotismo campean por todas partes pero solo se trata como crimen la insubordinación, la libre opinión y la disidencia. Cuando no puede haber más verdad que la que imponen las escuelas, la que decretan los gobiernos y la que disparan los cañones. El soborno del cielo, el chantaje del infierno, el poder de las costumbres, las trampas de la justicia que premia al corrupto y castiga al ingenuo, la tiranía de las grandes palabras que encubren grandes manipulaciones son sus eficaces instrumentos, y también la tiranía del buen gusto, que santifica la opulencia, adorna la arbitrariedad, consagra la simulación y al mismo tiempo ridiculiza la sencillez, la pobreza y la espontaneidad.
Baudelaire rompió a cantar y lo que dijo no se parecía para nada a la corrección ni a la moderación. Se alzó contra unas ideas estereotipadas del bien, de la salud, de la normalidad, del orden, de la corrección, de la belleza, y dijo que todas esas mentiras eran en realidad los fierros de la opresión y los peldaños del infierno. Se daba el nombre de bien a la hipocresía, de ley a la injusticia, de orden a la arbitrariedad, de belleza solo a los gustos establecidos por la costumbre.
Más que inventarla, Baudelaire le recordó a Francia su grandeza perdida, y toda la sangre que le había costado. Francia tardó en asimilar esos desafíos, y primero llevó al poeta a los tribunales, pero en la libertad, en la complejidad del debate intelectual, en la indignación ciudadana, en el amor por el arte y la pasión por la literatura, en la curiosidad por el mundo y el refinamiento de la vida, hoy se siente la huella de Baudelaire por todas partes.
“Las flores del mal” configuraron el diagrama desafiante de la modernidad, el retrato convulsivo del desorden que se había instaurado en el mundo con el fracaso de la revolución. No solo extremó la crítica romántica al utilitarismo y a la mezquindad del mercado, sino que cambió el tono e hizo que el verso pasara de la queja a la diatriba y del dibujo armonioso a la denuncia indignada. Y esa crítica solo se podía lanzar desde el lugar del maldito, del desterrado.
La sociedad podía ver en el artista un paria y en el soñador un loco, pero eran la belleza, el amor y la imaginación lo único que podía salvarnos cuando los mercaderes y los depredadores pusieran el misterioso universo en peligro. Los que reducían el milagro de la realidad a lo apenas medible y negociable eran los locos verdaderos, que no podían entender “la lengua de las flores y de las cosas mudas”, que no podían ver en la naturaleza ese templo de columnas vivientes de donde brotan a veces confusas palabras; “ese bosque de símbolos donde los ecos se confunden en una tenebrosa y profunda unidad”, y que nos observa con una mirada familiar.
Su lenguaje era bello y vigoroso pero además continuamente desafiante. Dijo que la estulticia, el horror, la avaricia, gastan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos; que los pecados son tercos y los arrepentimientos cobardes; que creemos que podemos lavar nuestras manchas con unas cuantas lágrimas viles; que no es Dios sino el demonio quien sostiene los hilos que nos mueven, y que encontrándoles atractivo a cosas repugnantes “cada día descendemos un paso hacia el infierno”.