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BORGES DECÍA QUE LAS NACIONES PArecen tener su destino, como los individuos.
Decía que el destino escandinavo ha sido el de hallar las cosas primero, y no lograr sin embargo que el mundo lo advierta. Que unos poetas nórdicos, los skaldos de Islandia, con su manejo del lenguaje y su asombrosa invención de metáforas, descubrieron el culteranismo mucho antes que Góngora, pero que ese invento no tuvo consecuencias. Que unos narradores nórdicos, los autores de las sagas, inventaron en el siglo X la novela, pero que la novela sólo se apoderó del mundo cuando la inventó Cervantes en el XVII. Que los vikings, que recorrieron el planeta sin fundar un imperio, descubrieron América, pero eso no cambió la historia universal.
Dijo que era también misterioso el destino de la Academia Sueca, capaz con sus premios Nobel de arrojar sobre algunas personas “la violenta luz de la gloria”, hacerlos extraordinariamente conocidos, pero que al mismo tiempo a ellos nadie los conoce: a los que hacen tan visibles a los demás, les gusta ser invisibles.
Por contraste, España realiza después los hallazgos (no los copia: los descubre), pero consigue que nadie lo ignore: el Culteranismo, la Novela, el Descubrimiento de América. Y esa capacidad de dejar huella no es nueva. España no se resignó a ser parte marginal del Imperio romano: puso en el trono de Roma a Trajano y a Adriano, puso en la literatura latina a Lucano y a Séneca. Tiempo después impuso a la modernidad el realismo de Velásquez y el surrealismo de Dalí, supo contagiar al mundo las audacias mentales de Goya y las de Picasso.
También sugirió Borges que “estar a punto de tenerlo todo, y perderlo todo, es el trágico destino alemán”. Pero otra característica del alma alemana es la de tratar de llevar a una plenitud inquietante todos los hallazgos de Europa. Alemania no tuvo parte en la fundación del alma europea: eso lo hicieron el monoteísmo hebreo, la filosofía griega y el Imperio romano: esas tres raíces, según Gibbon, fundaron el cristianismo, de modo que el Padre es hebreo, el Hijo es griego y el Espíritu Santo es romano. Pero Alemania se volvió con los tiempos el núcleo de Europa.
Ya en el siglo XVI consiguió hacer de la Biblia no un libro alemán sino el libro alemán: la traducción de Lutero, según dicen, fundó el estatuto de la lengua. En el XVIII llevó la filosofía platónica a las cumbres del idealismo. Y en el siglo XX intentó magnificar el molde del Imperio romano para convertirlo en el agobiante Reich germánico. Existe la tendencia a volverlo todo superlativo.
Pero viéndolo bien, todo lo que es hoy Occidente parece haber alcanzado una nueva definición en la mente alemana: Kant en la filosofía, Humboldt en las ciencias naturales, Marx en la economía, Freud en la teoría de la conducta, Nietzsche en la crítica de los valores, Einstein en la concepción del universo físico. Creo advertir, incluso, que los filósofos conceden hoy un primado a las filosofías del lenguaje, como se han desarrollado desde Guillermo de Humboldt hasta Heidegger.
Si podemos decir, con toda la simplificación que ello supone, que el XV fue un siglo italiano, que el XVI fue un siglo español, que el XVIII fue un siglo francés, que el XIX fue un siglo inglés, se diría que el XX fue un siglo alemán: el racionalismo, el marxismo, el psicoanálisis, el nihilismo y su crítica, y la teoría de la relatividad dominaron el siglo. Pocos escritores son tan hondamente representativos del siglo XX como Thomas Mann y como Franz Kafka. Y todo indica que el siglo XXI será un siglo chino.
¿Dónde quedarán los Estados Unidos en ese contexto? Ese país mercantil, industrioso y tecnológico no creo que haya fundado un pensamiento nuevo; sólo ha aplicado lo que llevaron a él sus inmigrantes, principalmente ingleses, irlandeses, alemanes, judíos, italianos, africanos; ese mosaico que nunca se ha deshecho para conformar una entidad nueva que pueda llamarse el estadounidense.
Existe el “ciudadano americano”, cuyo documento de identidad es la licencia de conducir, pero allá cada quien sigue siendo del lugar de donde procede, y como no tiene mayor arraigo en la tierra, procura pertenecer fundamentalmente al futuro. Los Estados Unidos nos han llenado de muchas cosas nuevas, casi todas desechables, pero no nos traído muchas ideas originales sobre el universo.
En América Latina tenemos el ejemplo de un país de inmigrantes que procuró construir una identidad: en el país del sur, españoles, portugueses, italianos, alemanes, rusos, polacos, todos son argentinos. Argentina logró aplicadamente esa fusión, y ha conseguido con ella efectos poderosos. Tal vez de ningún país de América del sur puede decirse, como de Argentina, que tiene la capacidad de convertir a sus individuos en arquetipos, de llevarlos a la mitología, o al menos de hacer de ellos grandes símbolos.
Otros pueden haberlo hecho mejor o peor, pero ellos son misteriosamente los símbolos. En Suramérica hubo muchas “primeras damas”, pero sólo una es Evita; hay muchos futbolistas, pero sólo uno es Maradona; hay muchos guerrilleros, pero sólo uno es el Che Guevara; hay muchos cantantes, pero sólo uno es Gardel; hay muchos escritores, pero sólo uno es Borges.
Ahora hay que decir que hemos tenido muchos obispos, pero sólo uno es el papa. Ya nos dirá el futuro si Argentina logró asumir otro desafío, muy adecuado a su historia, y nada fácil: que pueda decirse un día que ha habido muchos papas, pero que sólo uno es Francisco.