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                                                                                                                                Detrás de aquel rostro

                                                                                                                                Cuando yo tenía 20 años tuve un amigo. Era viejo y joven, era sabio y necio, era alegre y pensativo, era formal y excéntrico, se llamaba Walt Whitman. Había muerto casi un siglo antes, pero sus palabras eran lo más actual que yo había conocido. Abrir su libro Hojas de hierba era como abrir una ventana por la que llegaba un inmenso soplo de aire puro. Con nadie había tenido yo un diálogo tan personal, tan franco y tan desinhibido. Aquel hombre irradiaba salud y felicidad, y tenía la curiosa virtud de contagiar. Yo hasta entonces sabía que la enfermedad era contagiosa, no sabía que la salud podía serlo también. Yo sabía que la felicidad era un estado excepcional, no imaginaba que pudiera ser la norma.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Whitman no estaba atrapado en una manía porque su felicidad no era una condena sino una opción: él había escogido ser feliz, y su felicidad no cerraba los ojos a lo triste ni a lo trágico; había decidido ser feliz a pesar de toda la tiniebla del mundo. Era, como Hölderlin, y como Chesterton, y posiblemente como Francisco de Asís, un ser deslumbrado por la realidad y que sabía ver el milagro.

                                                                                                                                Donde otros necesitan enciclopedias de argumentos para aceptar la vida, a Whitman le bastaba ver una ardilla, una nube, un ratón. Le dio el nombre de Hojas de hierba a su libro porque sabía, como Hölderlin, que lo divino es como la hierba, abundante, sencillo, elemental, inexplicable. Whitman es un sacerdote del dios de las viñas, pero es el más extraño de todos porque no nos aconseja embriagarnos con vino sino con agua elemental, intoxicarnos con aire puro; ver en las nubes un dios que esculpe con la evanescencia; ver en la fealdad la cara secreta y acaso más sagrada de la belleza, en el error el camino más misterioso de la verdad, en el sueño el verdadero desciframiento de la vigilia, en la muerte la semilla escondida de la vida y acaso su principal tesoro.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Aunque lo leamos muchas veces siempre queda pendiente algo completamente nuevo y distinto que espera en sus poemas, algo que siempre modifica la idea que tenemos de él. El secreto de su poesía quizá no está en el verso libre, ni en el tono conversado y cordial, ni en el entusiasmo incesante, ni en la naturalidad de su voz, ni en la absoluta novedad de sus temas y de su mirada sobre todo lo existente: tal vez está en la alegre y convincente santidad de su actitud, una santidad inocente e impúdica, como la de los venados por las llanuras.

                                                                                                                                Whitman no sólo siente que su propia existencia es lo más asombroso, sensible, comprensivo y curioso que ha conocido: siente que él es también cada uno de los otros seres humanos que hay en el planeta, que por su boca fugaz lo que está hablando es el milagro del mundo, la perplejidad de dios ante su propia creación. Whitman es milagroso: nadie ha estado tan cerca de convencernos de que somos dioses, de que esa condición divina la compartimos con las gacelas, con las salamandras, con los guisantes y con las piedras; que la traviesa divinidad que somos derrocha como en juego sus arenas y sus galaxias; que ante esta deslumbrante urdimbre de seres y de acontecimientos, de inventos y de sombras, la muerte bien puede no ser más que un truco mágico, un sutil espejismo de quién sabe qué otras cosas impredecibles; que sabemos muy poco, pero que cada mirto, cada rana, cada estrella son como un signo, un mensaje y un acertijo.

                                                                                                                                Nadie dijo tantas cosas enormes con una voz tan feliz, y quién sabe si en Whitman está hablando solamente un hombre que se enamoró de la vida y del universo, a pesar de toda su fatalidad, o si detrás de ese rostro barbado y hermoso no se hizo carne y habló para nosotros el propio inventor de este sueño.

                                                                                                                                (Presentación de los Poemas Selectos de Walt Whitman, traducidos por Valentina Macías y publicados por Comfama y el Metro de Medellín, en su colección Palabras rodantes).

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                También le puede interesar: "Nicaragua resiste: ¿Debe renunciar Daniel Ortega para evitar una guerra civil?"

                                                                                                                                Cuando yo tenía 20 años tuve un amigo. Era viejo y joven, era sabio y necio, era alegre y pensativo, era formal y excéntrico, se llamaba Walt Whitman. Había muerto casi un siglo antes, pero sus palabras eran lo más actual que yo había conocido. Abrir su libro Hojas de hierba era como abrir una ventana por la que llegaba un inmenso soplo de aire puro. Con nadie había tenido yo un diálogo tan personal, tan franco y tan desinhibido. Aquel hombre irradiaba salud y felicidad, y tenía la curiosa virtud de contagiar. Yo hasta entonces sabía que la enfermedad era contagiosa, no sabía que la salud podía serlo también. Yo sabía que la felicidad era un estado excepcional, no imaginaba que pudiera ser la norma.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Whitman no estaba atrapado en una manía porque su felicidad no era una condena sino una opción: él había escogido ser feliz, y su felicidad no cerraba los ojos a lo triste ni a lo trágico; había decidido ser feliz a pesar de toda la tiniebla del mundo. Era, como Hölderlin, y como Chesterton, y posiblemente como Francisco de Asís, un ser deslumbrado por la realidad y que sabía ver el milagro.

                                                                                                                                Donde otros necesitan enciclopedias de argumentos para aceptar la vida, a Whitman le bastaba ver una ardilla, una nube, un ratón. Le dio el nombre de Hojas de hierba a su libro porque sabía, como Hölderlin, que lo divino es como la hierba, abundante, sencillo, elemental, inexplicable. Whitman es un sacerdote del dios de las viñas, pero es el más extraño de todos porque no nos aconseja embriagarnos con vino sino con agua elemental, intoxicarnos con aire puro; ver en las nubes un dios que esculpe con la evanescencia; ver en la fealdad la cara secreta y acaso más sagrada de la belleza, en el error el camino más misterioso de la verdad, en el sueño el verdadero desciframiento de la vigilia, en la muerte la semilla escondida de la vida y acaso su principal tesoro.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Aunque lo leamos muchas veces siempre queda pendiente algo completamente nuevo y distinto que espera en sus poemas, algo que siempre modifica la idea que tenemos de él. El secreto de su poesía quizá no está en el verso libre, ni en el tono conversado y cordial, ni en el entusiasmo incesante, ni en la naturalidad de su voz, ni en la absoluta novedad de sus temas y de su mirada sobre todo lo existente: tal vez está en la alegre y convincente santidad de su actitud, una santidad inocente e impúdica, como la de los venados por las llanuras.

                                                                                                                                Whitman no sólo siente que su propia existencia es lo más asombroso, sensible, comprensivo y curioso que ha conocido: siente que él es también cada uno de los otros seres humanos que hay en el planeta, que por su boca fugaz lo que está hablando es el milagro del mundo, la perplejidad de dios ante su propia creación. Whitman es milagroso: nadie ha estado tan cerca de convencernos de que somos dioses, de que esa condición divina la compartimos con las gacelas, con las salamandras, con los guisantes y con las piedras; que la traviesa divinidad que somos derrocha como en juego sus arenas y sus galaxias; que ante esta deslumbrante urdimbre de seres y de acontecimientos, de inventos y de sombras, la muerte bien puede no ser más que un truco mágico, un sutil espejismo de quién sabe qué otras cosas impredecibles; que sabemos muy poco, pero que cada mirto, cada rana, cada estrella son como un signo, un mensaje y un acertijo.

                                                                                                                                Nadie dijo tantas cosas enormes con una voz tan feliz, y quién sabe si en Whitman está hablando solamente un hombre que se enamoró de la vida y del universo, a pesar de toda su fatalidad, o si detrás de ese rostro barbado y hermoso no se hizo carne y habló para nosotros el propio inventor de este sueño.

                                                                                                                                (Presentación de los Poemas Selectos de Walt Whitman, traducidos por Valentina Macías y publicados por Comfama y el Metro de Medellín, en su colección Palabras rodantes).

                                                                                                                                No ad for you

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