Esta pandemia ha arrojado luces nuevas sobre lo que significa no ser criaturas aisladas sino ser parte de una especie.
Si lo que come una persona en un mercado de una ciudad china de provincia puede mantener encerrada por un año a toda la humanidad, lo que haga una generación con su cuerpo puede tener hondos efectos sobre todas las generaciones del futuro.
El mundo dio un mal paso cuando la enfermedad se volvió mejor negocio que la salud y cuando los gobiernos decidieron apostarle más a la curación de las enfermedades que a su prevención. No agua potable, alimentación sana, higiene, educación, relación con la naturaleza, trabajo estable y entorno afectuoso, sino principalmente productos farmacéuticos y cirugías: la salud como una cuestión de hospitales y de salas de urgencias, y sobre todo como un inmenso sistema de seguros obligatorios y costosos, para lo cual conviene mucho que la amenaza de la enfermedad sea continua y omnipresente.
Siempre habrá enfermedades que tienen que ser atendidas y curadas, que requieren medicamentos y quirófanos, pero tendrían que ser la excepción y no la norma; el esfuerzo mayor tendría que estar en la salud pública preventiva, en la inmunidad natural del cuerpo, en su vitalidad, en la capacidad de fortalecer sus defensas en la lucha contra los gérmenes.
Yo sé que una pandemia es un accidente y hasta ahora no creo que nadie tenga la posibilidad ni la temeridad criminal de liberar patógenos mortales que pueden mutar por el camino y destruir de vuelta a quienes los diseñaron. Pero ya Virilio nos dijo que todo invento trae su accidente: que el barco trae la posibilidad del naufragio; el automóvil, la posibilidad del choque; el avión, la posibilidad del siniestro aéreo, y la globalización, el incremento del riesgo del accidente global.
Pero si la enfermedad de alguien corre el riesgo de ser un negocio, el mayor negocio imaginable termina siendo una peste, una enfermedad presente simultáneamente en el mundo entero como realidad y como amenaza. Porque una cosa es un paciente y otra, miles de millones.
La principal defensa que hemos tenido frente a la actual pandemia es la inmunidad natural de los organismos, mayor en unas culturas y en unas comunidades que en otras; y lo más digno de reflexión en esta crisis no es solo que uno de cada mil humanos pueda morir a causa del contagio, sino que 999 sobrevivan a él.
Cuando se declaró oficialmente la pandemia, algunos funcionarios de organizaciones mundiales de salud alzaron la voz para advertir que eso exigía que los medicamentos y las vacunas fueran inmediatamente declarados bienes públicos de la humanidad. Nadie los escuchó, pero es evidente que, ante un peligro tan grande, habría que poner la salud pública por fuera de las leyes del mercado.
Eso no significa que no haya que cubrir los costos de las investigaciones y los procesos de producción de vacunas y medicamentos, pero para salvarnos de la especulación, de las presiones y las maquinaciones que estamos viendo, sería preciso que los recursos que financian esos trabajos no fueran fundamentalmente privados. Es necesario un fondo mundial de prevención y de investigación que proteja a las sociedades de las injusticias del mercado. Ya vemos que el poder de los países y su nivel de influencia están determinando el orden de acceso a las vacunas y a los tratamientos, el ritmo de aplicación y de inmunización. Nunca había sido tan evidente la desigualdad entre los países y el papel del mercado en los asuntos de la salud.
Pero si alguna consecuencia tendrá esta pandemia es que muy pronto las naciones tendrán que hacer un pacto de seguridad universal por una razón sencilla: las vacunas pueden volverse inútiles si no se las diseña con responsabilidad y si no se las aplica con equidad. Los recientes casos de mutaciones del virus en el sur de Inglaterra, que lo hicieron más contagioso, en las selvas de Brasil, que parecen haberlo hecho más letal, y en las granjas de visones de Dinamarca, donde parece haber sido conjurado a tiempo con el sacrificio de millones de animales, son una advertencia de que mientras el mal no esté superado en todas partes no está superado en ninguna.
¿De qué les servirá a los países ricos estar vacunados totalmente si en un país pobre no inmunizado puede aparecer una mutación que ponga en peligro otra vez al mundo entero? Aquí la lógica de los privilegios no funciona, las leyes de la naturaleza no se someten a prioridades ni a ventajas, el fuego quema igual para todos y la sed es la misma en todas las gargantas.
Si la rapidez con que se han aprobado las vacunas fuera una muestra del desvelo de las empresas por inmunizar a la humanidad, no estaríamos viendo este desequilibrio obscenamente mercantil en su distribución. Todo lleva a pensar que es la lógica del mercado y la magnitud del negocio y no la generosidad lo que mueve a abreviar esos plazos. Y casi obliga a preguntarse si una vacuna tratada como asunto de emergencia y aplicada a toda prisa no podría ser un nuevo factor de riesgo para todos.
Es la época, con su pathos de inmediatez y su utilitarismo, la que ya no permite que los procesos maduren, que se atienda a las prioridades y que los riesgos se minimicen. Descubrimos de nuevo que los ángeles del bien tienen inesperados cuernos de oro. Si ni siquiera sabemos qué resultados tendrán estas vacunas en el mediano plazo, menos podemos saber qué efectos pueden tener sobre la vida de las generaciones.
Por eso ya hay personas en edad de reproducirse, jóvenes que no se sienten tan letalmente amenazados por el virus, que se han cuidado sobre todo para no correr el riesgo de contagiar a las personas mayores, y que se están preguntando si en su caso no convendría más esperar a que se cumplan todos los protocolos que aconseja la prudencia.
El riesgo de una mutación es inquietante, pero las empresas productoras, con estas prácticas sinuosas, no están mostrando toda la transparencia que debieran, en un asunto que reclama los más altos grados de responsabilidad y de generosidad.
Esta pandemia ha arrojado luces nuevas sobre lo que significa no ser criaturas aisladas sino ser parte de una especie.
Si lo que come una persona en un mercado de una ciudad china de provincia puede mantener encerrada por un año a toda la humanidad, lo que haga una generación con su cuerpo puede tener hondos efectos sobre todas las generaciones del futuro.
El mundo dio un mal paso cuando la enfermedad se volvió mejor negocio que la salud y cuando los gobiernos decidieron apostarle más a la curación de las enfermedades que a su prevención. No agua potable, alimentación sana, higiene, educación, relación con la naturaleza, trabajo estable y entorno afectuoso, sino principalmente productos farmacéuticos y cirugías: la salud como una cuestión de hospitales y de salas de urgencias, y sobre todo como un inmenso sistema de seguros obligatorios y costosos, para lo cual conviene mucho que la amenaza de la enfermedad sea continua y omnipresente.
Siempre habrá enfermedades que tienen que ser atendidas y curadas, que requieren medicamentos y quirófanos, pero tendrían que ser la excepción y no la norma; el esfuerzo mayor tendría que estar en la salud pública preventiva, en la inmunidad natural del cuerpo, en su vitalidad, en la capacidad de fortalecer sus defensas en la lucha contra los gérmenes.
Yo sé que una pandemia es un accidente y hasta ahora no creo que nadie tenga la posibilidad ni la temeridad criminal de liberar patógenos mortales que pueden mutar por el camino y destruir de vuelta a quienes los diseñaron. Pero ya Virilio nos dijo que todo invento trae su accidente: que el barco trae la posibilidad del naufragio; el automóvil, la posibilidad del choque; el avión, la posibilidad del siniestro aéreo, y la globalización, el incremento del riesgo del accidente global.
Pero si la enfermedad de alguien corre el riesgo de ser un negocio, el mayor negocio imaginable termina siendo una peste, una enfermedad presente simultáneamente en el mundo entero como realidad y como amenaza. Porque una cosa es un paciente y otra, miles de millones.
La principal defensa que hemos tenido frente a la actual pandemia es la inmunidad natural de los organismos, mayor en unas culturas y en unas comunidades que en otras; y lo más digno de reflexión en esta crisis no es solo que uno de cada mil humanos pueda morir a causa del contagio, sino que 999 sobrevivan a él.
Cuando se declaró oficialmente la pandemia, algunos funcionarios de organizaciones mundiales de salud alzaron la voz para advertir que eso exigía que los medicamentos y las vacunas fueran inmediatamente declarados bienes públicos de la humanidad. Nadie los escuchó, pero es evidente que, ante un peligro tan grande, habría que poner la salud pública por fuera de las leyes del mercado.
Eso no significa que no haya que cubrir los costos de las investigaciones y los procesos de producción de vacunas y medicamentos, pero para salvarnos de la especulación, de las presiones y las maquinaciones que estamos viendo, sería preciso que los recursos que financian esos trabajos no fueran fundamentalmente privados. Es necesario un fondo mundial de prevención y de investigación que proteja a las sociedades de las injusticias del mercado. Ya vemos que el poder de los países y su nivel de influencia están determinando el orden de acceso a las vacunas y a los tratamientos, el ritmo de aplicación y de inmunización. Nunca había sido tan evidente la desigualdad entre los países y el papel del mercado en los asuntos de la salud.
Pero si alguna consecuencia tendrá esta pandemia es que muy pronto las naciones tendrán que hacer un pacto de seguridad universal por una razón sencilla: las vacunas pueden volverse inútiles si no se las diseña con responsabilidad y si no se las aplica con equidad. Los recientes casos de mutaciones del virus en el sur de Inglaterra, que lo hicieron más contagioso, en las selvas de Brasil, que parecen haberlo hecho más letal, y en las granjas de visones de Dinamarca, donde parece haber sido conjurado a tiempo con el sacrificio de millones de animales, son una advertencia de que mientras el mal no esté superado en todas partes no está superado en ninguna.
¿De qué les servirá a los países ricos estar vacunados totalmente si en un país pobre no inmunizado puede aparecer una mutación que ponga en peligro otra vez al mundo entero? Aquí la lógica de los privilegios no funciona, las leyes de la naturaleza no se someten a prioridades ni a ventajas, el fuego quema igual para todos y la sed es la misma en todas las gargantas.
Si la rapidez con que se han aprobado las vacunas fuera una muestra del desvelo de las empresas por inmunizar a la humanidad, no estaríamos viendo este desequilibrio obscenamente mercantil en su distribución. Todo lleva a pensar que es la lógica del mercado y la magnitud del negocio y no la generosidad lo que mueve a abreviar esos plazos. Y casi obliga a preguntarse si una vacuna tratada como asunto de emergencia y aplicada a toda prisa no podría ser un nuevo factor de riesgo para todos.
Es la época, con su pathos de inmediatez y su utilitarismo, la que ya no permite que los procesos maduren, que se atienda a las prioridades y que los riesgos se minimicen. Descubrimos de nuevo que los ángeles del bien tienen inesperados cuernos de oro. Si ni siquiera sabemos qué resultados tendrán estas vacunas en el mediano plazo, menos podemos saber qué efectos pueden tener sobre la vida de las generaciones.
Por eso ya hay personas en edad de reproducirse, jóvenes que no se sienten tan letalmente amenazados por el virus, que se han cuidado sobre todo para no correr el riesgo de contagiar a las personas mayores, y que se están preguntando si en su caso no convendría más esperar a que se cumplan todos los protocolos que aconseja la prudencia.
El riesgo de una mutación es inquietante, pero las empresas productoras, con estas prácticas sinuosas, no están mostrando toda la transparencia que debieran, en un asunto que reclama los más altos grados de responsabilidad y de generosidad.