En los tiempos que corren y en un país como Colombia, no basta querer cambiar, hay que saber cómo hacerlo, y hay que saber también cuáles son las fórmulas que ya están gastadas, cuáles las soluciones que nunca lo fueron.
Toda nuestra historia republicana, siempre atrapada en las formalidades, partió del principio de que los cambios los hace el parlamento, y así se fortaleció una casta política que sabe cómo reelegirse sin fin, no convenciendo al pueblo sino gastando fortunas, que finge representar la voluntad popular, y que usa su poder, a menudo apenas de astucia y chantaje, solo para ponerle precio a sus servicios.
A menudo la ley y las instituciones no estuvieron aquí para garantizar la justicia, sino para enmascarar la injusticia. Cada cierto tiempo, no han sido las leyes las que aseguran la propiedad, sino las armas, y, como en los tiempos de la Conquista, detrás de una avanzada de guerreros pasan notarios legitimando el despojo. En la tercera década del siglo XXI un solo gremio tiene 39 millones de hectáreas, mientras 39 millones de colombianos no tienen, como decía la vieja fórmula, “en qué caerse muertos”.
Por eso una cosa es el respeto por la ley y otra la retórica y manzanillesca manipulación de la ley que aquí suele llamarse “el orden institucional”. Entre nosotros es viejo el conflicto entre la justicia y la legalidad. ¿Es justo que unos pocos tengan 39 millones de hectáreas y millones no tengan nada? No es justo, pero todo parece indicar que no es ilegal. ¿Es justo que el Estado nos ahorque con impuestos, con multas, con ivas, y no nos dé a cambio ni vías, ni seguridad, ni esperanza? No es justo, pero no hay modo de decir que no es legal.
Con todo, el secreto de los grandes países no está en la propiedad sino en la productividad. No sería grave el modelo si los dueños de las tierras las tuvieran dedicadas a la producción, generando la dinámica agroindustrial que Colombia requiere, volviendo realidad la gran despensa de alimentos orgánicos que el mundo necesita, creando los millones de empleos que tanto nos faltan.
Pero la triste y vergonzosa realidad es que mientras yo he visto un cultivo de albahaca de tres hectáreas que genera 50 empleos, o sea que alimenta a 50 familias, los 39 millones de hectáreas de los propietarios colombianos no alcanzan a producir un millón de empleos. Eso podría explicar en parte nuestra pobreza, nuestras migraciones, nuestro atraso, nuestras violencias.
Y sin embargo la culpa –si nos resignamos a usar esa oscura palabra– no la tienen solo esos dueños de la tierra con tan baja vocación empresarial, sino una larga historia de pobreza mental, de dirigencia irresponsable, de educación negligente, de política facciosa y de ideas mediocres que no nos han permitido tomar conciencia de la grandeza del país y de los deberes que tiene con su gente.
Nos enseñaron que la historia estaba en otra parte, que la inteligencia estaba en otra parte, que la belleza estaba en otra parte. Que nuestro destino era ser un país pobre, atrasado, mediocre y marginal. Pero la pobreza, el atraso, la mediocridad y la marginalidad estaban más bien en la dirigencia política y en ese Estado que fueron tejiendo, lleno de trabas y desconfianzas, de trámites y requisitos, donde solo se vigila a los débiles y a los pobres, y donde el que sabe robar con los papeles en regla roba siempre y roba en grande.
Por eso se equivoca todo el que vuelve aquí con la vieja monserga de que las reformas las hace el Congreso; de que cambiar es hacer leyes; de que desarrollar el campo es comprarles bien cara la tierra a los terratenientes y ya no tener con qué ponerla a producir de verdad. Los que siguen predicando que la paz se hace sobre todo negociando con los violentos y no dándole su lugar de iniciativa y de dignidad a las mayorías pacíficas; de que la paz de las calles depende del pie de fuerza y no de brindarle por fin un destino de trabajo, de creación y de esperanza a millones de seres ninguneados desde la cuna.
No se le puede encender a un país la esperanza de un cambio en grande, y salirle con que las reformas dependen del Congreso, con que la transformación del campo depende de los terratenientes, con que la paz depende de los insurgentes y de las bandas criminales, y con que la paz de las calles depende del pie de fuerza policial. No pueden ofrecerle a uno un banquete nunca visto, y venir a servirle un plato que ya estaba agrio hace cincuenta años.
Lo que paraliza a Colombia es el Estado, lo que la extenúa es la corrupción, lo que la confunde es la politiquería, lo que la arroja a la violencia es la falta de una economía legal e incluyente, lo que la frustra es la falta de oportunidades, lo que la anula es el desprecio, lo que la mantiene con las manos atadas es la ignorancia, lo que la borra es que los únicos que tienen protagonismo son los políticos y los violentos; lo que la pierde sin descanso es no tener rumbo, ni confianza en su gente, ni memoria, ni conciencia de sus posibilidades.
Aquí nada es tan urgente como cambiar las costumbres y renovar la cultura. Pero a menudo los profesionales del cambio no solo son incapaces de corregir en sí mismos las viejas costumbres, sino que se dan el lujo de dejar pasar una cuarta parte de su gobierno sin darle ninguna oportunidad a unos procesos culturales sin los cuales ningún cambio es posible.
Es malo que se nos predique como un cambio histórico más de lo mismo, que cambien los rostros, pero no las políticas, que cambie el discurso, pero nunca el estilo de las componendas, la negligencia, la prédica de la discordia y el hábito de la confrontación. Atrincherados en verdades rencorosas, en odios que no admiten reflexión, volvemos a ser el país gastado de los liberales y los conservadores, donde los líderes vuelven siempre a su juego de la importancia, al ritual de la ventaja, la calumnia y la zancadilla, y educan al pueblo en un odio que al final solo deja viudas y huérfanos. Repetidos rituales donde nunca mueren los predicadores, sino solo los pobres creyentes, siempre esperando del cielo el maná que les prometieron.
Por eso, para saber si de verdad ocurre un cambio, lo único que cada ciudadano tiene que preguntarse es si por fin algo está en sus manos, no una limosna sino una oportunidad, si su voz ha sido escuchada, si su talento ha sido estimulado, si su labor ha sido reconocida, si su iniciativa tiene por fin un lugar en el orden del mundo, o si los salvadores han vuelto a dejar en los mismos cauces las viejas tareas, si vuelven a proponer con otras letanías la misma procesión, pintando de nuevo un grandioso futuro para que todos tengamos que tragarnos una y otra vez el mismo presente.
En los tiempos que corren y en un país como Colombia, no basta querer cambiar, hay que saber cómo hacerlo, y hay que saber también cuáles son las fórmulas que ya están gastadas, cuáles las soluciones que nunca lo fueron.
Toda nuestra historia republicana, siempre atrapada en las formalidades, partió del principio de que los cambios los hace el parlamento, y así se fortaleció una casta política que sabe cómo reelegirse sin fin, no convenciendo al pueblo sino gastando fortunas, que finge representar la voluntad popular, y que usa su poder, a menudo apenas de astucia y chantaje, solo para ponerle precio a sus servicios.
A menudo la ley y las instituciones no estuvieron aquí para garantizar la justicia, sino para enmascarar la injusticia. Cada cierto tiempo, no han sido las leyes las que aseguran la propiedad, sino las armas, y, como en los tiempos de la Conquista, detrás de una avanzada de guerreros pasan notarios legitimando el despojo. En la tercera década del siglo XXI un solo gremio tiene 39 millones de hectáreas, mientras 39 millones de colombianos no tienen, como decía la vieja fórmula, “en qué caerse muertos”.
Por eso una cosa es el respeto por la ley y otra la retórica y manzanillesca manipulación de la ley que aquí suele llamarse “el orden institucional”. Entre nosotros es viejo el conflicto entre la justicia y la legalidad. ¿Es justo que unos pocos tengan 39 millones de hectáreas y millones no tengan nada? No es justo, pero todo parece indicar que no es ilegal. ¿Es justo que el Estado nos ahorque con impuestos, con multas, con ivas, y no nos dé a cambio ni vías, ni seguridad, ni esperanza? No es justo, pero no hay modo de decir que no es legal.
Con todo, el secreto de los grandes países no está en la propiedad sino en la productividad. No sería grave el modelo si los dueños de las tierras las tuvieran dedicadas a la producción, generando la dinámica agroindustrial que Colombia requiere, volviendo realidad la gran despensa de alimentos orgánicos que el mundo necesita, creando los millones de empleos que tanto nos faltan.
Pero la triste y vergonzosa realidad es que mientras yo he visto un cultivo de albahaca de tres hectáreas que genera 50 empleos, o sea que alimenta a 50 familias, los 39 millones de hectáreas de los propietarios colombianos no alcanzan a producir un millón de empleos. Eso podría explicar en parte nuestra pobreza, nuestras migraciones, nuestro atraso, nuestras violencias.
Y sin embargo la culpa –si nos resignamos a usar esa oscura palabra– no la tienen solo esos dueños de la tierra con tan baja vocación empresarial, sino una larga historia de pobreza mental, de dirigencia irresponsable, de educación negligente, de política facciosa y de ideas mediocres que no nos han permitido tomar conciencia de la grandeza del país y de los deberes que tiene con su gente.
Nos enseñaron que la historia estaba en otra parte, que la inteligencia estaba en otra parte, que la belleza estaba en otra parte. Que nuestro destino era ser un país pobre, atrasado, mediocre y marginal. Pero la pobreza, el atraso, la mediocridad y la marginalidad estaban más bien en la dirigencia política y en ese Estado que fueron tejiendo, lleno de trabas y desconfianzas, de trámites y requisitos, donde solo se vigila a los débiles y a los pobres, y donde el que sabe robar con los papeles en regla roba siempre y roba en grande.
Por eso se equivoca todo el que vuelve aquí con la vieja monserga de que las reformas las hace el Congreso; de que cambiar es hacer leyes; de que desarrollar el campo es comprarles bien cara la tierra a los terratenientes y ya no tener con qué ponerla a producir de verdad. Los que siguen predicando que la paz se hace sobre todo negociando con los violentos y no dándole su lugar de iniciativa y de dignidad a las mayorías pacíficas; de que la paz de las calles depende del pie de fuerza y no de brindarle por fin un destino de trabajo, de creación y de esperanza a millones de seres ninguneados desde la cuna.
No se le puede encender a un país la esperanza de un cambio en grande, y salirle con que las reformas dependen del Congreso, con que la transformación del campo depende de los terratenientes, con que la paz depende de los insurgentes y de las bandas criminales, y con que la paz de las calles depende del pie de fuerza policial. No pueden ofrecerle a uno un banquete nunca visto, y venir a servirle un plato que ya estaba agrio hace cincuenta años.
Lo que paraliza a Colombia es el Estado, lo que la extenúa es la corrupción, lo que la confunde es la politiquería, lo que la arroja a la violencia es la falta de una economía legal e incluyente, lo que la frustra es la falta de oportunidades, lo que la anula es el desprecio, lo que la mantiene con las manos atadas es la ignorancia, lo que la borra es que los únicos que tienen protagonismo son los políticos y los violentos; lo que la pierde sin descanso es no tener rumbo, ni confianza en su gente, ni memoria, ni conciencia de sus posibilidades.
Aquí nada es tan urgente como cambiar las costumbres y renovar la cultura. Pero a menudo los profesionales del cambio no solo son incapaces de corregir en sí mismos las viejas costumbres, sino que se dan el lujo de dejar pasar una cuarta parte de su gobierno sin darle ninguna oportunidad a unos procesos culturales sin los cuales ningún cambio es posible.
Es malo que se nos predique como un cambio histórico más de lo mismo, que cambien los rostros, pero no las políticas, que cambie el discurso, pero nunca el estilo de las componendas, la negligencia, la prédica de la discordia y el hábito de la confrontación. Atrincherados en verdades rencorosas, en odios que no admiten reflexión, volvemos a ser el país gastado de los liberales y los conservadores, donde los líderes vuelven siempre a su juego de la importancia, al ritual de la ventaja, la calumnia y la zancadilla, y educan al pueblo en un odio que al final solo deja viudas y huérfanos. Repetidos rituales donde nunca mueren los predicadores, sino solo los pobres creyentes, siempre esperando del cielo el maná que les prometieron.
Por eso, para saber si de verdad ocurre un cambio, lo único que cada ciudadano tiene que preguntarse es si por fin algo está en sus manos, no una limosna sino una oportunidad, si su voz ha sido escuchada, si su talento ha sido estimulado, si su labor ha sido reconocida, si su iniciativa tiene por fin un lugar en el orden del mundo, o si los salvadores han vuelto a dejar en los mismos cauces las viejas tareas, si vuelven a proponer con otras letanías la misma procesión, pintando de nuevo un grandioso futuro para que todos tengamos que tragarnos una y otra vez el mismo presente.