Se diría que cuando se proclamó la Declaración Universal de los derechos humanos se olvidaron el derecho a la belleza y el derecho a la felicidad.
Ambos parecían estar demasiado alejados de las necesidades básicas de la humanidad y pertenecer al orden de lo superfluo. La vida, la propiedad, la libertad, la opinión, el techo, el alimento, el trabajo, eran cosas más urgentes.
Además ni la belleza ni la felicidad son bienes fácilmente definibles, parecen depender de las inclinaciones individuales, del gusto e incluso del capricho de los seres humanos.
Después de una larga conversación sobre la belleza, Sócrates sólo concluye, en el diálogo platónico, que “lo bello es difícil”. De la felicidad tal vez lo más sensato que se ha dicho es aquella exclamación de una dama francesa: “Yo no soy feliz, yo estoy contenta”.
Sin embargo, a medida que la sociedad moderna se sumerge en los pozos de la fealdad, del caos urbano, de la polución, de la basura, la pregunta por la belleza vuelve, siquiera como un esfuerzo por no olvidar las más altas promesas de la civilización. Y en cuanto a la felicidad, basta citar aquellos versos de Borges: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer, no he sido / feliz”.
A comienzos del siglo XIX Schopenhauer propuso que no viéramos la felicidad como un estado permanente, como un punto de llegada en el que ya todo fuera plenitud y satisfacción, sino como una continua posibilidad que depende de nuestra capacidad de aprovecharla. Tal vez por eso afirmó: “La felicidad es la salud”.
Yo creo que es verdad, que la salud del cuerpo, la salud de la mente, la salud de la sociedad y la salud de la naturaleza son las mejores condiciones para que la felicidad sea posible. Pero andamos tan extraviados que en nuestro tiempo los sistemas de salud tienden a pensarse ante todo como asuntos de atención médica, de farmacia y de cirugía. La salud preventiva, la más importante de todas, tiende a olvidarse.
Si los gobiernos estuvieran verdaderamente interesados en la salud de la comunidad, tendrían como principal objeto de su trabajo la provisión de agua potable, la higiene, la producción de alimentos sanos y seguros, la educación para la convivencia, la defensa de la naturaleza, el ingreso social, la recreación, la oportunidad laboral, la protección de la familia, la solidaridad, la confianza y la alegría.
Yo estoy seguro de que una porción muy alta de las consultas de urgencias en los hospitales se debe a la angustia, a la incertidumbre económica, a la tensión de las relaciones humanas, a la mala alimentación, al estrés, al desamparo y a la soledad.
Si la sociedad atendiera sus necesidades prioritarias, los niveles de enfermedad descenderían a su verdadera proporción y no estaríamos descargando en los médicos y en los hospitales todo el peso de nuestro desorden social.
Pero también la violencia, que obedece a múltiples causas, encuentra su caldo de cultivo en el desamparo, en la incertidumbre, en la tensión urbana, en la falta de oportunidades, y en una sociedad que no alienta en sus miembros la serenidad y el orgullo de tener una función, un reconocimiento y un destino.
Es muy probable que prevenir la enfermedad sea más fácil que curarla. En nuestro país es evidente que prevenir la violencia sería mucho más efectivo que combatirla mediante una pesadilla creciente de operaciones guerreras y de cárceles infernales. Sólo las sociedades enfermas piensan que la salud consiste en medicinas y cirugías, que la justicia consiste en policías y cárceles.
Creo que hoy la felicidad humana depende sobre todo del arte, del pensamiento y de la política. Y llamo arte a la posibilidad de que cada ser humano persiga su vocación, realice lo más plenamente que le sea posible su aventura creadora, conquiste su destino personal. Llamo pensamiento al trabajo responsable de la ciencia, al esfuerzo reflexivo de la técnica, a la labor incesante de la filosofía revelándonos el sentido de lo que existe, a los avances del diálogo social, del debate, y a la fuerza del sentido común contra las manipulaciones del poder, contra las confusiones y los caprichos de la opinión.
Y llamo política sólo a la capacidad de la humanidad de recuperar su rol protagónico en el orden del mundo, y no dejar más la responsabilidad de la historia en manos de los expertos, de los burócratas y de la corrupción.
Nunca estuvimos más lejos del equilibrio, pero también por eso nunca estuvimos tan necesitados de él. Hoy la felicidad no puede estar en el futuro buscado sino en el presente de esa búsqueda. Y es algo que la humanidad va a emprender por su propia fuerza interior.
Porque, aunque los Estados, las academias y las iglesias traten de hacer que lo olvidemos, son los pueblos los que crearon las lenguas, los que pulieron los oficios, los que descubrieron las artes y los que encontraron en su camino a los dioses.
Se diría que cuando se proclamó la Declaración Universal de los derechos humanos se olvidaron el derecho a la belleza y el derecho a la felicidad.
Ambos parecían estar demasiado alejados de las necesidades básicas de la humanidad y pertenecer al orden de lo superfluo. La vida, la propiedad, la libertad, la opinión, el techo, el alimento, el trabajo, eran cosas más urgentes.
Además ni la belleza ni la felicidad son bienes fácilmente definibles, parecen depender de las inclinaciones individuales, del gusto e incluso del capricho de los seres humanos.
Después de una larga conversación sobre la belleza, Sócrates sólo concluye, en el diálogo platónico, que “lo bello es difícil”. De la felicidad tal vez lo más sensato que se ha dicho es aquella exclamación de una dama francesa: “Yo no soy feliz, yo estoy contenta”.
Sin embargo, a medida que la sociedad moderna se sumerge en los pozos de la fealdad, del caos urbano, de la polución, de la basura, la pregunta por la belleza vuelve, siquiera como un esfuerzo por no olvidar las más altas promesas de la civilización. Y en cuanto a la felicidad, basta citar aquellos versos de Borges: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer, no he sido / feliz”.
A comienzos del siglo XIX Schopenhauer propuso que no viéramos la felicidad como un estado permanente, como un punto de llegada en el que ya todo fuera plenitud y satisfacción, sino como una continua posibilidad que depende de nuestra capacidad de aprovecharla. Tal vez por eso afirmó: “La felicidad es la salud”.
Yo creo que es verdad, que la salud del cuerpo, la salud de la mente, la salud de la sociedad y la salud de la naturaleza son las mejores condiciones para que la felicidad sea posible. Pero andamos tan extraviados que en nuestro tiempo los sistemas de salud tienden a pensarse ante todo como asuntos de atención médica, de farmacia y de cirugía. La salud preventiva, la más importante de todas, tiende a olvidarse.
Si los gobiernos estuvieran verdaderamente interesados en la salud de la comunidad, tendrían como principal objeto de su trabajo la provisión de agua potable, la higiene, la producción de alimentos sanos y seguros, la educación para la convivencia, la defensa de la naturaleza, el ingreso social, la recreación, la oportunidad laboral, la protección de la familia, la solidaridad, la confianza y la alegría.
Yo estoy seguro de que una porción muy alta de las consultas de urgencias en los hospitales se debe a la angustia, a la incertidumbre económica, a la tensión de las relaciones humanas, a la mala alimentación, al estrés, al desamparo y a la soledad.
Si la sociedad atendiera sus necesidades prioritarias, los niveles de enfermedad descenderían a su verdadera proporción y no estaríamos descargando en los médicos y en los hospitales todo el peso de nuestro desorden social.
Pero también la violencia, que obedece a múltiples causas, encuentra su caldo de cultivo en el desamparo, en la incertidumbre, en la tensión urbana, en la falta de oportunidades, y en una sociedad que no alienta en sus miembros la serenidad y el orgullo de tener una función, un reconocimiento y un destino.
Es muy probable que prevenir la enfermedad sea más fácil que curarla. En nuestro país es evidente que prevenir la violencia sería mucho más efectivo que combatirla mediante una pesadilla creciente de operaciones guerreras y de cárceles infernales. Sólo las sociedades enfermas piensan que la salud consiste en medicinas y cirugías, que la justicia consiste en policías y cárceles.
Creo que hoy la felicidad humana depende sobre todo del arte, del pensamiento y de la política. Y llamo arte a la posibilidad de que cada ser humano persiga su vocación, realice lo más plenamente que le sea posible su aventura creadora, conquiste su destino personal. Llamo pensamiento al trabajo responsable de la ciencia, al esfuerzo reflexivo de la técnica, a la labor incesante de la filosofía revelándonos el sentido de lo que existe, a los avances del diálogo social, del debate, y a la fuerza del sentido común contra las manipulaciones del poder, contra las confusiones y los caprichos de la opinión.
Y llamo política sólo a la capacidad de la humanidad de recuperar su rol protagónico en el orden del mundo, y no dejar más la responsabilidad de la historia en manos de los expertos, de los burócratas y de la corrupción.
Nunca estuvimos más lejos del equilibrio, pero también por eso nunca estuvimos tan necesitados de él. Hoy la felicidad no puede estar en el futuro buscado sino en el presente de esa búsqueda. Y es algo que la humanidad va a emprender por su propia fuerza interior.
Porque, aunque los Estados, las academias y las iglesias traten de hacer que lo olvidemos, son los pueblos los que crearon las lenguas, los que pulieron los oficios, los que descubrieron las artes y los que encontraron en su camino a los dioses.