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‘El don de la vida’, de Fernando Vallejo

William Ospina
21 de marzo de 2010 - 04:00 a. m.
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HACE MÁS DE CUATRO AÑOS, EN UNA cena en la calle Amsterdam de Ciudad de México, Fernando Vallejo nos contó que tenía una libreta donde estaba anotando los nombres de sus muertos.

Sus muertos eran todos aquellos que cumplieran con el requisito de haber sido vistos por él siquiera una vez en la vida. No recuerdo cuántos llevaba ya anotados, pero esa noche, sin proponérnoslo, le ayudamos a encontrar dos: dos muertos grandes y opulentos para su lista. Nada menos que dos papas: Paulo VI y Juan Pablo II.

Anotó los nombres con emoción y con deleite, como un ornitólogo que registra unas aves del paraíso, o como un coleccionista de mariposas que clava en su tablero unas alas espléndidas. Si yo tuviera una lista de deudas, habría anotado también: “Fernando Vallejo me debe dos papas, dos pontífices embalsamados de la iglesia de Roma”. Eso, en tiempos de su obra magna contra la iglesia católica, La puta de Babilonia, era toda una deuda.

Aquella noche no sabía qué iba a hacer con su lista, pero ni él ni yo ignorábamos que la libreta se convertiría en un libro. Fernando acababa de hacerse mexicano, y ahora, de repente, comprendo que esta nueva obra de Vallejo, El don de la vida, tiene algo de libro mexicano: un dilatado y disparatado y cadencioso y delirante día de difuntos. Pero si existen el Libro tibetano de los muertos, el de Hermes Trismegisto, y los descensos al Hades de Ulises y de Dante y de Juan Preciado, ¿cómo íbamos a quedarnos sin el Libro de los Muertos de Fernando Vallejo, quien lleva 40 años hablando de muertos, y 30 hablando con muertos, y como 20 declarándose muerto él mismo?

Ya El mensajero, de 1983, era un libro de muertos. A medida que uno se acerca al final de sus páginas, vive la angustia del que busca un hombre muerto a través de las huellas que éste ha dejado en otros que están muriendo también y se están llevando en sus recuerdos los últimos destellos de esa vida perdida. Vallejo llegaba a casas donde los testigos de Barba Jacob estaban agonizando o acababan de morir.

 Si a este libro lo ha llamado “El don de la vida”, es por ponerle una sonrisa irónica al título escondido: “El don de la muerte”. Y este alegato sobre las desintegraciones y las corrupciones y las putrefacciones y las delicuescencias de nuestro destino, sobre la labor del gusano, que es el protagonista de toda la literatura española, este libro sobre el triunfo de la muerte tenía que comenzar con una impúdica y desafiante descripción de la vida: un adolescente desnudo con el sexo descomunal arrojando un chorro de semen hacia el cielo. Porque no es sólo un libro de muertos, una vez más es un libro del Yo. Vallejo dice y repite: “Yo soy mis muertos”, esos muertos que fueron momentos de su vida, a veces años, a veces segundos.

Fernando Vallejo ha renovado en nuestra lengua tres géneros literarios: la biografía, el ensayo y la novela. Nacido en un país donde el interés por los demás se agota en la murmuración, el servilismo y la calumnia, dedicó años a la labor casi religiosa de reconstruir la vida de dos poetas. Gracias al destino errante y camaleónico del primero, Porfirio Barba Jacob, al rehacer el rompecabezas de su vida Vallejo ha rearmado el mapa intelectual de una época en el continente. Gracias al curioso destino local y comercial del segundo, José Asunción Silva, Vallejo logró reconstruir el plano material y mental de la Bogotá de finales del siglo XIX, y mostrar el cuadro patético del único hombre de aquella época que en Colombia intentó ser moderno, y que comprobó con sangre que para ser un dandy a la manera de Baudelaire o de Oscar Wilde, aquí sólo podía serlo al fiado. La miseria final en un hospital de México y un balazo en el corazón en una casa bogotana, fueron el precio que aquellos hombres pagaron por unas gotas de poesía sublime. Pero dado que ese es uno de los licores más escasos del mundo, el precio casi parece aceptable. Vivir es ir muriendo. Mientras nos llega el turno morimos en los otros. Cada día estamos más cerca de la puerta. Y es nuestra filosofía la que decide si esa puerta es de humo o de hierro, de polvo o de infinito.

Los ensayos de Vallejo le dan al género una voz personal que aquí nunca había tenido: no son documentos de divulgación sino de argumentación. Vallejo no habla de Darwin: discute con Darwin, piensa, polemiza, argumenta, discrepa. Es director de cine, pianista, gramático, biólogo, físico, biógrafo, ensayista, novelista. Sí, pero ¿quién es Fernando Vallejo? Después de la catarata de verdades que nos prodiga en su imponente libro La puta de Babilonia (y nunca tanto mal se ha descrito tan bien), yo le dije a una amiga católica que Vallejo es un enviado de Dios. Dios lo envió, le dije, para poner a prueba la tolerancia de los católicos, para ejercitarlos en el arte de poner la otra mejilla y en la disciplina angélica de amar a los enemigos.

Él pertenece a la secta de las brujas de Macbeth; él habría sido quemado por hereje o al menos por sacrílego; él es el grito en el desierto que desafía la sorda enormidad de Dios; él es el mundo al revés que lanza rayos contra el cielo; él es la criatura terrible que lo primero que hace al emerger es maldecir a su creador; él es el átomo que siente con fascinación que acaso ha comprendido el universo, y barre sombras, y vuelca mitos, y zarandea muchedumbres, y casi grita como las tres brujas del páramo que “lo bello es asqueroso y lo asqueroso es bello”.

Cuando un país para insultar no tiene más que una palabra, más vale que alguien le enseñe a insultar con todo el diccionario. La obra de Vallejo es la más espléndida lección del arte de injuriar que haya conocido este país de reacciones primarias, que por falta de lenguaje tuvo que utilizar siempre el machete. Que para insultar también se necesita inspiración y elocuencia, eso es algo que nadie nos había contado en este país de escandalosa indigencia verbal, donde mucha gente ve el lenguaje exuberante como un pecado contra el estilo, y se resigna siempre, como dijo alguien, a descubrir la misma profesión en las madres de todos.

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