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                                                                                                                                ‘El don de la vida’, de Fernando Vallejo

                                                                                                                                HACE MÁS DE CUATRO AÑOS, EN UNA cena en la calle Amsterdam de Ciudad de México, Fernando Vallejo nos contó que tenía una libreta donde estaba anotando los nombres de sus muertos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Anotó los nombres con emoción y con deleite, como un ornitólogo que registra unas aves del paraíso, o como un coleccionista de mariposas que clava en su tablero unas alas espléndidas. Si yo tuviera una lista de deudas, habría anotado también: “Fernando Vallejo me debe dos papas, dos pontífices embalsamados de la iglesia de Roma”. Eso, en tiempos de su obra magna contra la iglesia católica, La puta de Babilonia, era toda una deuda.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                 Si a este libro lo ha llamado “El don de la vida”, es por ponerle una sonrisa irónica al título escondido: “El don de la muerte”. Y este alegato sobre las desintegraciones y las corrupciones y las putrefacciones y las delicuescencias de nuestro destino, sobre la labor del gusano, que es el protagonista de toda la literatura española, este libro sobre el triunfo de la muerte tenía que comenzar con una impúdica y desafiante descripción de la vida: un adolescente desnudo con el sexo descomunal arrojando un chorro de semen hacia el cielo. Porque no es sólo un libro de muertos, una vez más es un libro del Yo. Vallejo dice y repite: “Yo soy mis muertos”, esos muertos que fueron momentos de su vida, a veces años, a veces segundos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Él pertenece a la secta de las brujas de Macbeth; él habría sido quemado por hereje o al menos por sacrílego; él es el grito en el desierto que desafía la sorda enormidad de Dios; él es el mundo al revés que lanza rayos contra el cielo; él es la criatura terrible que lo primero que hace al emerger es maldecir a su creador; él es el átomo que siente con fascinación que acaso ha comprendido el universo, y barre sombras, y vuelca mitos, y zarandea muchedumbres, y casi grita como las tres brujas del páramo que “lo bello es asqueroso y lo asqueroso es bello”.

                                                                                                                                Cuando un país para insultar no tiene más que una palabra, más vale que alguien le enseñe a insultar con todo el diccionario. La obra de Vallejo es la más espléndida lección del arte de injuriar que haya conocido este país de reacciones primarias, que por falta de lenguaje tuvo que utilizar siempre el machete. Que para insultar también se necesita inspiración y elocuencia, eso es algo que nadie nos había contado en este país de escandalosa indigencia verbal, donde mucha gente ve el lenguaje exuberante como un pecado contra el estilo, y se resigna siempre, como dijo alguien, a descubrir la misma profesión en las madres de todos.

                                                                                                                                HACE MÁS DE CUATRO AÑOS, EN UNA cena en la calle Amsterdam de Ciudad de México, Fernando Vallejo nos contó que tenía una libreta donde estaba anotando los nombres de sus muertos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Anotó los nombres con emoción y con deleite, como un ornitólogo que registra unas aves del paraíso, o como un coleccionista de mariposas que clava en su tablero unas alas espléndidas. Si yo tuviera una lista de deudas, habría anotado también: “Fernando Vallejo me debe dos papas, dos pontífices embalsamados de la iglesia de Roma”. Eso, en tiempos de su obra magna contra la iglesia católica, La puta de Babilonia, era toda una deuda.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                 Si a este libro lo ha llamado “El don de la vida”, es por ponerle una sonrisa irónica al título escondido: “El don de la muerte”. Y este alegato sobre las desintegraciones y las corrupciones y las putrefacciones y las delicuescencias de nuestro destino, sobre la labor del gusano, que es el protagonista de toda la literatura española, este libro sobre el triunfo de la muerte tenía que comenzar con una impúdica y desafiante descripción de la vida: un adolescente desnudo con el sexo descomunal arrojando un chorro de semen hacia el cielo. Porque no es sólo un libro de muertos, una vez más es un libro del Yo. Vallejo dice y repite: “Yo soy mis muertos”, esos muertos que fueron momentos de su vida, a veces años, a veces segundos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Él pertenece a la secta de las brujas de Macbeth; él habría sido quemado por hereje o al menos por sacrílego; él es el grito en el desierto que desafía la sorda enormidad de Dios; él es el mundo al revés que lanza rayos contra el cielo; él es la criatura terrible que lo primero que hace al emerger es maldecir a su creador; él es el átomo que siente con fascinación que acaso ha comprendido el universo, y barre sombras, y vuelca mitos, y zarandea muchedumbres, y casi grita como las tres brujas del páramo que “lo bello es asqueroso y lo asqueroso es bello”.

                                                                                                                                Cuando un país para insultar no tiene más que una palabra, más vale que alguien le enseñe a insultar con todo el diccionario. La obra de Vallejo es la más espléndida lección del arte de injuriar que haya conocido este país de reacciones primarias, que por falta de lenguaje tuvo que utilizar siempre el machete. Que para insultar también se necesita inspiración y elocuencia, eso es algo que nadie nos había contado en este país de escandalosa indigencia verbal, donde mucha gente ve el lenguaje exuberante como un pecado contra el estilo, y se resigna siempre, como dijo alguien, a descubrir la misma profesión en las madres de todos.

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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