Uno de los espejismos del poder es pensar que no hay nadie más, que no puede haber nadie más, que solo lo que pase por nuestra mente puede tener lugar en el mundo. Pero gobernar es dialogar con la realidad o estrellarse aparatosamente contra ella. Y Petro, encaminándose resueltamente hacia la mitad de su mandato, sí que debería pensar en ello.
A Colombia no le conviene un fracaso de Petro: le daría la oportunidad a la cínica dirigencia colombiana tradicional de echarle la culpa de todo lo que pasa, y de ofrecerse, ella, que engendró todo esto, como la tabla de salvación. Ya veo a los Uribe y a los Santos, a los Pastrana y a los Gaviria, saliendo a agitar sus trapos rojos y azules y negros ante el fracaso de lo último que aparentemente le quedaba a Colombia por ensayar: el gobierno de la izquierda, o, más bien, de la guerrilla desmovilizada.
A mí, ni me emocionó la exguerrilla cuando estaba en el monte, ni me emociona ahora, cuando cree estar en el poder, pero me emocionan menos los terratenientes sin voluntad productiva, ese escudo de armas del peor feudalismo, los empresarios sin vocación empresarial, o los políticos de todos los bandos que parasitan del sistema corrupto, y que son la cereza en el pastel de la democracia de fachada que es Colombia desde hace más de 100 años.
Por eso pienso que Petro no debería fracasar: debería abrir por fin el horizonte de una democracia un poco más creíble, pero qué lejos está su retórica de ese sueño. Petro parece ser su principal enemigo. Sus fanáticos venden como grandes cambios históricos hacer colegios, llevar agua a alguna comunidad, no disparar la inflación, no generar desabastecimiento, lo que cualquier gobierno tradicional tendría que esmerarse por hacer para que no lo critiquen.
Pero en cambio pacta con la vieja politiquería a cambio de que le aprueben, y quién sabe si lo harán, unas reformas que no son ni mucho menos los cambios de fondo que el país necesita; en vez de luchar contra el derroche lo tolera sin pudor; no recorta la burocracia sino que la amplía; no acaba con los trámites que paralizan toda iniciativa; negándose a emprender una revolución productiva, acepta no solo vivir del modelo fiscal existente sino seguir exprimiendo a la clase media que tributa; no le da otro protagonismo a los excluidos que convertirse en marejadas callejeras para disuadir a sus contradictores; y toma los previsibles ataques de la oposición como una blasfemia, cuando es lo que hacen desde que el mundo es mundo todos los opositores. Un capitán de barco tiene el deber de maniobrar en la tempestad: nadie le hará una estatua por gritar todo el tiempo que los vientos están en contra.
Hay en el gobierno muchos que adoran los puestos públicos, que no desconfían de la burocracia, que entran en éxtasis con los carros blindados, que saben para qué sirve la mermelada y qué poder engendra el asistencialismo; muchos que hacen degustación continua de las mieles del poder, y que matonean a todo el que no esté de acuerdo con ellos, aunque los critique con lealtad, por ganas de que les vaya bien.
Pero el deber de todo gobierno es respetar a la oposición y protegerla: nada es más antidemocrático que el matoneo hacia los que no comparten su cartilla. Yo nunca oculté mi simpatía por Chávez, pero los chavistas saben que siempre critiqué su costumbre de descalificar a los adversarios e incluso de insultarlos. La fanfarrona palabra “escuálidos” me pareció siempre el paso fatal por el que se precipitarían al abismo.
Porque las bodegas de áulicos oficiales suelen ser infames: no refutan lo que se dice, su oficio es descalificar al que habla, ejercer eso que la jerga de este tiempo llama “la cultura de la cancelación” pero que es viejo como la inquisición y como el maniqueísmo: “el que no está conmigo está contra mí, y el que no está completamente conmigo es un tibio al que hay que lapidar, porque esta es la iglesia fuera de la cual no hay salvación”.
Creo ser alguien que respeta y argumenta; puedo equivocarme, pero procuro no ofender: sé que respetar al adversario engrandece el debate. Ellos recuerdan que alguna vez dijimos algo con lo que no están de acuerdo, y eso invalida para siempre nuestra opinión. Prosiguen su carnaval sin advertir que se va convirtiendo en procesión, y que podría también convertirse en la caravana de despedida de los sueños de una época.
Lula acaba de anunciar un proyecto de 60.000 millones de dólares para reindustrializar al Brasil. Eso aquí son 240 billones de pesos, pero ya que somos una cuarta parte del Brasil, serían como 60 billones. Tal vez algo así costaría volver de verdad productivo el campo colombiano, con la participación decisiva del sector cooperativo. El gobierno más bien piensa en darles 60 billones a los terratenientes a cambio de 3 millones de hectáreas, y ya no tener ni el tiempo para distribuirlas ni los recursos para hacerlas productivas.
Y eso sí: seguir la ruta de Uribe y su prosperidad social, de repartir recursos a cambio de nada. Yo creo que es importante poner recursos en manos de la gente, pero hay una diferencia entre la beneficencia, que crea seres pasivos y dependientes, y el ingreso social, que engendra compromiso y ética del trabajo.
No será persistiendo en el estilo burocrático, clientelista, manzanillesco y lleno de trámites del Frente Nacional; no será manteniendo en su trono la politiquería, como se cambie el rumbo de este país y se impida que vuelvan los viejos artífices de tanto daño.
Pero a Petro ya no le va quedando tiempo para escoger. Si no se aplica a producir cambios reales, profundos, provechosos, arriesgados, que la gente perciba como realizaciones necesarias en un país tan postrado por las injusticias y las corrupciones, me temo que no le va a quedar más recurso que extremar su oratoria, y rellenar de palabras, apenas emotivas, los vacíos de su acción. Para eso se utilizó siempre el lenguaje en nuestra vida política, no para nombrar las cosas sino para reemplazarlas, no para dialogar con la realidad sino para inventarse una que resulte más tranquilizadora.
Por supuesto que la oposición no quiere a Petro, pero estoy seguro de que no les conviene derribarlo: les interesa más que su gobierno se vaya gastando en errores y escándalos, y beneficiarse de ese desgaste. Petro se trenza en peleas triviales y se queja de lo que todos sabíamos desde el primer momento: que medio país no estaba con él. Pero a buena parte de ese medio país, que también está insatisfecho, podría ganárselo con acciones reales. En cambio, a su propia gente podría perderla si insiste en olvidar que él es el presidente, con un enorme poder de transformación en sus manos, y se sigue comportando como un pobre indefenso al que los otros no dejan gobernar.
Uno de los espejismos del poder es pensar que no hay nadie más, que no puede haber nadie más, que solo lo que pase por nuestra mente puede tener lugar en el mundo. Pero gobernar es dialogar con la realidad o estrellarse aparatosamente contra ella. Y Petro, encaminándose resueltamente hacia la mitad de su mandato, sí que debería pensar en ello.
A Colombia no le conviene un fracaso de Petro: le daría la oportunidad a la cínica dirigencia colombiana tradicional de echarle la culpa de todo lo que pasa, y de ofrecerse, ella, que engendró todo esto, como la tabla de salvación. Ya veo a los Uribe y a los Santos, a los Pastrana y a los Gaviria, saliendo a agitar sus trapos rojos y azules y negros ante el fracaso de lo último que aparentemente le quedaba a Colombia por ensayar: el gobierno de la izquierda, o, más bien, de la guerrilla desmovilizada.
A mí, ni me emocionó la exguerrilla cuando estaba en el monte, ni me emociona ahora, cuando cree estar en el poder, pero me emocionan menos los terratenientes sin voluntad productiva, ese escudo de armas del peor feudalismo, los empresarios sin vocación empresarial, o los políticos de todos los bandos que parasitan del sistema corrupto, y que son la cereza en el pastel de la democracia de fachada que es Colombia desde hace más de 100 años.
Por eso pienso que Petro no debería fracasar: debería abrir por fin el horizonte de una democracia un poco más creíble, pero qué lejos está su retórica de ese sueño. Petro parece ser su principal enemigo. Sus fanáticos venden como grandes cambios históricos hacer colegios, llevar agua a alguna comunidad, no disparar la inflación, no generar desabastecimiento, lo que cualquier gobierno tradicional tendría que esmerarse por hacer para que no lo critiquen.
Pero en cambio pacta con la vieja politiquería a cambio de que le aprueben, y quién sabe si lo harán, unas reformas que no son ni mucho menos los cambios de fondo que el país necesita; en vez de luchar contra el derroche lo tolera sin pudor; no recorta la burocracia sino que la amplía; no acaba con los trámites que paralizan toda iniciativa; negándose a emprender una revolución productiva, acepta no solo vivir del modelo fiscal existente sino seguir exprimiendo a la clase media que tributa; no le da otro protagonismo a los excluidos que convertirse en marejadas callejeras para disuadir a sus contradictores; y toma los previsibles ataques de la oposición como una blasfemia, cuando es lo que hacen desde que el mundo es mundo todos los opositores. Un capitán de barco tiene el deber de maniobrar en la tempestad: nadie le hará una estatua por gritar todo el tiempo que los vientos están en contra.
Hay en el gobierno muchos que adoran los puestos públicos, que no desconfían de la burocracia, que entran en éxtasis con los carros blindados, que saben para qué sirve la mermelada y qué poder engendra el asistencialismo; muchos que hacen degustación continua de las mieles del poder, y que matonean a todo el que no esté de acuerdo con ellos, aunque los critique con lealtad, por ganas de que les vaya bien.
Pero el deber de todo gobierno es respetar a la oposición y protegerla: nada es más antidemocrático que el matoneo hacia los que no comparten su cartilla. Yo nunca oculté mi simpatía por Chávez, pero los chavistas saben que siempre critiqué su costumbre de descalificar a los adversarios e incluso de insultarlos. La fanfarrona palabra “escuálidos” me pareció siempre el paso fatal por el que se precipitarían al abismo.
Porque las bodegas de áulicos oficiales suelen ser infames: no refutan lo que se dice, su oficio es descalificar al que habla, ejercer eso que la jerga de este tiempo llama “la cultura de la cancelación” pero que es viejo como la inquisición y como el maniqueísmo: “el que no está conmigo está contra mí, y el que no está completamente conmigo es un tibio al que hay que lapidar, porque esta es la iglesia fuera de la cual no hay salvación”.
Creo ser alguien que respeta y argumenta; puedo equivocarme, pero procuro no ofender: sé que respetar al adversario engrandece el debate. Ellos recuerdan que alguna vez dijimos algo con lo que no están de acuerdo, y eso invalida para siempre nuestra opinión. Prosiguen su carnaval sin advertir que se va convirtiendo en procesión, y que podría también convertirse en la caravana de despedida de los sueños de una época.
Lula acaba de anunciar un proyecto de 60.000 millones de dólares para reindustrializar al Brasil. Eso aquí son 240 billones de pesos, pero ya que somos una cuarta parte del Brasil, serían como 60 billones. Tal vez algo así costaría volver de verdad productivo el campo colombiano, con la participación decisiva del sector cooperativo. El gobierno más bien piensa en darles 60 billones a los terratenientes a cambio de 3 millones de hectáreas, y ya no tener ni el tiempo para distribuirlas ni los recursos para hacerlas productivas.
Y eso sí: seguir la ruta de Uribe y su prosperidad social, de repartir recursos a cambio de nada. Yo creo que es importante poner recursos en manos de la gente, pero hay una diferencia entre la beneficencia, que crea seres pasivos y dependientes, y el ingreso social, que engendra compromiso y ética del trabajo.
No será persistiendo en el estilo burocrático, clientelista, manzanillesco y lleno de trámites del Frente Nacional; no será manteniendo en su trono la politiquería, como se cambie el rumbo de este país y se impida que vuelvan los viejos artífices de tanto daño.
Pero a Petro ya no le va quedando tiempo para escoger. Si no se aplica a producir cambios reales, profundos, provechosos, arriesgados, que la gente perciba como realizaciones necesarias en un país tan postrado por las injusticias y las corrupciones, me temo que no le va a quedar más recurso que extremar su oratoria, y rellenar de palabras, apenas emotivas, los vacíos de su acción. Para eso se utilizó siempre el lenguaje en nuestra vida política, no para nombrar las cosas sino para reemplazarlas, no para dialogar con la realidad sino para inventarse una que resulte más tranquilizadora.
Por supuesto que la oposición no quiere a Petro, pero estoy seguro de que no les conviene derribarlo: les interesa más que su gobierno se vaya gastando en errores y escándalos, y beneficiarse de ese desgaste. Petro se trenza en peleas triviales y se queja de lo que todos sabíamos desde el primer momento: que medio país no estaba con él. Pero a buena parte de ese medio país, que también está insatisfecho, podría ganárselo con acciones reales. En cambio, a su propia gente podría perderla si insiste en olvidar que él es el presidente, con un enorme poder de transformación en sus manos, y se sigue comportando como un pobre indefenso al que los otros no dejan gobernar.