Alguna vez un amigo músico me dijo que si un día la peste se cernía sobre el mundo, tal vez sobrevivirían mejor los niños que juegan en los barrios miserables de Namibia o de Calcuta, que los magnates en sus mansiones antisépticas. Todavía no sabemos si esta pandemia se prepara para castigar a las muchedumbres pobres del mundo, o si se va a ensañar apenas con algunos países.
¿Será que solo la India y los niños tienen el secreto de la inmunidad? La India, con 1.400 millones de habitantes, tiene menos contagios y muertos que el Canadá, y muchos lo explican diciendo que en la India la gente convive con los animales pero no los devora, y se expone al sol más que en otras partes. Las estadísticas finales del coronavirus pueden cambiar muchas de las percepciones que tenemos de lo que está pasando.
Recuerdo aquella frase de un cuento de Oscar Wilde: “Lord Canterville, los fantasmas no existen, y no creo que la naturaleza haga excepciones en favor de la aristocracia británica”. La aparente incongruencia de las cifras de un país a otro podría no deberse a los caprichos de la naturaleza sino a los de la historia: la longevidad que les ha sido concedida a unos y la morbilidad que les fue sentenciada a otros. Es posible que a muchos de los que se habría de llevar el coronavirus se los haya llevado antes la enfermedad en África, la pobreza en la India, la guerra en Vietnam, la violencia en Colombia. Hoy en los Estados Unidos muchas de las víctimas parecen ser esos inmigrantes que por años se extenuaron trabajando sin tener acceso a la costosa atención sanitaria, los que fueron acumulando males en su organismo.
No es imposible que el virus se haya escapado de los laboratorios de Wuhan y de los guantes de sus abnegados manipuladores. Los Estados Unidos exigen que sus investigadores inspeccionen esos laboratorios, pero la China va a rechazar esa pretensión, porque todos los países que manipulan virus y hacen experimentos peligrosos con la materia viviente se asoman a los mismos riesgos.
Y Trump no está buscando que le abran las puertas de Wuhan, sino que su electorado lo vea como el defensor de la maltratada América: que no le vaya a cobrar la frivolidad con que manejó la amenaza. Salta a la vista que cuando afirmó que su país corría el riesgo de tener dos millones de víctimas, una semana después de decir que no había pandemia alguna, lo hizo para poder declarar, cuando los muertos fueran 100.000, que él había salvado a millones.
Tal vez necesitará revivir la guerra comercial y hasta amenazar con la guerra total, para mover las fibras de un electorado indeciso, y es una lástima que Bernie Sanders no esté ya en esas elecciones, porque ahora la única fortaleza de Donald Trump parece ser Joe Biden.
Mientras tanto, proseguirá el debate entre los que decimos que algo va a cambiar, porque queremos que algo cambie, y los que declaran que aquí no ha pasado nada, porque les gusta lo que hay. Pero parece que la desprevenida normalidad de hace cuatro meses ha quedado atrás, y que nos espera más bien un ciclo de confinamientos y desconfinamientos, cortejando la normalidad y escondiéndonos de ella cada vez que nos asusten las estadísticas y se eleven las curvas.
Aún no sabemos cuántas costumbres, cuántas fortalezas y cuántas certezas han quedado heridas de muerte, no tanto por el virus cuanto por esta estela de rumores, temores fundados y miedos arbitrarios. Parecía que nada nos iba a recordar en serio nuestra fragilidad, en un mundo que se iba precipitando al abismo. Pero en el mundo que habitamos, y en la época que nos ha tocado, nada era más previsible que una pandemia: con este clima enloquecido, este aire degradado, este deterioro de las virtudes de la alimentación, este abuso de los antibióticos, esta guerra con la naturaleza y esta hostilidad de la cultura humana hacia los animales y los dioses.
Dos vendavales planetarios están cumpliendo 35 años: el neoliberalismo y la red de internet. Al comienzo parecían lo mismo, se confundían en la palabra globalización. Pero una cosa es el mundo en manos del mercado, y otra cosa es la comunicación en manos de toda la humanidad.
Fenómenos como esta pandemia se han movido entre esas dos oleadas distintas, la de un modelo económico y político que sigue fingiendo un supuesto orden, y la red mundial de comunicaciones que informa, divulga, alarma y desconcierta, pero no nos afina el criterio para escoger entre ese mar de verdades, rumores, engaños y puntos de vista. El problema verdadero ya socavaba el mundo bajo nuestros pies antes del coronavirus, y seguirá siendo el gran peligro cuando por fin volvamos a las calles.
Hegel quiso instalarnos en la idea de que la naturaleza es algo que hemos dejado atrás, que todo lo importante lo hace el espíritu humano, e irónicamente murió en una epidemia de cólera. Por esos mismos tiempos Novalis escribía que el aire es “nuestro sistema circulatorio exterior”. Y es evidente que todos los vivientes somos criaturas permanentemente conectadas a un inmenso tanque de oxígeno.
No recuerdo otro momento en que la naturaleza nos haya mostrado de un modo tan abrumador su importancia, frente a las vanidades y las arrogancias de la sociedad industrial. Está claro que la naturaleza, cuando decide hablar, no lo hace con advertencias tímidas sino con hechos contundentes.
Se oye a menudo la voz de unos seres extraños, aparentemente humanos, que repiten que hay que librar a la humanidad del esfuerzo, de la incomodidad, del dolor, de la imperfección y de la muerte, y que será la inteligencia artificial la que nos va a redimir de todo eso. Lo que vuelve en esos sermones es la vieja religión del confort, ahora enriquecida de titanio y robótica. No nos propone apenas que seamos solo cerebro y renunciemos a la grosería de los músculos, sino que ese cerebro será mejor cuanto menos orgánico sea, cuanto más eficiente y electrónico.
Quién sabe si no les va a tocar a las nuevas generaciones reivindicar y defender el esfuerzo, que es lo único que enseña; la incomodidad, que es lo único que despierta; el dolor, que es lo único que aviva la conciencia y advierte el peligro; la imperfección, que es la gran pregunta del arte; y la muerte, que es lo único que le da sentido a todo esto.
Quién sabe si allí donde creíamos llegar al desenlace no estará por fin el comienzo.
Alguna vez un amigo músico me dijo que si un día la peste se cernía sobre el mundo, tal vez sobrevivirían mejor los niños que juegan en los barrios miserables de Namibia o de Calcuta, que los magnates en sus mansiones antisépticas. Todavía no sabemos si esta pandemia se prepara para castigar a las muchedumbres pobres del mundo, o si se va a ensañar apenas con algunos países.
¿Será que solo la India y los niños tienen el secreto de la inmunidad? La India, con 1.400 millones de habitantes, tiene menos contagios y muertos que el Canadá, y muchos lo explican diciendo que en la India la gente convive con los animales pero no los devora, y se expone al sol más que en otras partes. Las estadísticas finales del coronavirus pueden cambiar muchas de las percepciones que tenemos de lo que está pasando.
Recuerdo aquella frase de un cuento de Oscar Wilde: “Lord Canterville, los fantasmas no existen, y no creo que la naturaleza haga excepciones en favor de la aristocracia británica”. La aparente incongruencia de las cifras de un país a otro podría no deberse a los caprichos de la naturaleza sino a los de la historia: la longevidad que les ha sido concedida a unos y la morbilidad que les fue sentenciada a otros. Es posible que a muchos de los que se habría de llevar el coronavirus se los haya llevado antes la enfermedad en África, la pobreza en la India, la guerra en Vietnam, la violencia en Colombia. Hoy en los Estados Unidos muchas de las víctimas parecen ser esos inmigrantes que por años se extenuaron trabajando sin tener acceso a la costosa atención sanitaria, los que fueron acumulando males en su organismo.
No es imposible que el virus se haya escapado de los laboratorios de Wuhan y de los guantes de sus abnegados manipuladores. Los Estados Unidos exigen que sus investigadores inspeccionen esos laboratorios, pero la China va a rechazar esa pretensión, porque todos los países que manipulan virus y hacen experimentos peligrosos con la materia viviente se asoman a los mismos riesgos.
Y Trump no está buscando que le abran las puertas de Wuhan, sino que su electorado lo vea como el defensor de la maltratada América: que no le vaya a cobrar la frivolidad con que manejó la amenaza. Salta a la vista que cuando afirmó que su país corría el riesgo de tener dos millones de víctimas, una semana después de decir que no había pandemia alguna, lo hizo para poder declarar, cuando los muertos fueran 100.000, que él había salvado a millones.
Tal vez necesitará revivir la guerra comercial y hasta amenazar con la guerra total, para mover las fibras de un electorado indeciso, y es una lástima que Bernie Sanders no esté ya en esas elecciones, porque ahora la única fortaleza de Donald Trump parece ser Joe Biden.
Mientras tanto, proseguirá el debate entre los que decimos que algo va a cambiar, porque queremos que algo cambie, y los que declaran que aquí no ha pasado nada, porque les gusta lo que hay. Pero parece que la desprevenida normalidad de hace cuatro meses ha quedado atrás, y que nos espera más bien un ciclo de confinamientos y desconfinamientos, cortejando la normalidad y escondiéndonos de ella cada vez que nos asusten las estadísticas y se eleven las curvas.
Aún no sabemos cuántas costumbres, cuántas fortalezas y cuántas certezas han quedado heridas de muerte, no tanto por el virus cuanto por esta estela de rumores, temores fundados y miedos arbitrarios. Parecía que nada nos iba a recordar en serio nuestra fragilidad, en un mundo que se iba precipitando al abismo. Pero en el mundo que habitamos, y en la época que nos ha tocado, nada era más previsible que una pandemia: con este clima enloquecido, este aire degradado, este deterioro de las virtudes de la alimentación, este abuso de los antibióticos, esta guerra con la naturaleza y esta hostilidad de la cultura humana hacia los animales y los dioses.
Dos vendavales planetarios están cumpliendo 35 años: el neoliberalismo y la red de internet. Al comienzo parecían lo mismo, se confundían en la palabra globalización. Pero una cosa es el mundo en manos del mercado, y otra cosa es la comunicación en manos de toda la humanidad.
Fenómenos como esta pandemia se han movido entre esas dos oleadas distintas, la de un modelo económico y político que sigue fingiendo un supuesto orden, y la red mundial de comunicaciones que informa, divulga, alarma y desconcierta, pero no nos afina el criterio para escoger entre ese mar de verdades, rumores, engaños y puntos de vista. El problema verdadero ya socavaba el mundo bajo nuestros pies antes del coronavirus, y seguirá siendo el gran peligro cuando por fin volvamos a las calles.
Hegel quiso instalarnos en la idea de que la naturaleza es algo que hemos dejado atrás, que todo lo importante lo hace el espíritu humano, e irónicamente murió en una epidemia de cólera. Por esos mismos tiempos Novalis escribía que el aire es “nuestro sistema circulatorio exterior”. Y es evidente que todos los vivientes somos criaturas permanentemente conectadas a un inmenso tanque de oxígeno.
No recuerdo otro momento en que la naturaleza nos haya mostrado de un modo tan abrumador su importancia, frente a las vanidades y las arrogancias de la sociedad industrial. Está claro que la naturaleza, cuando decide hablar, no lo hace con advertencias tímidas sino con hechos contundentes.
Se oye a menudo la voz de unos seres extraños, aparentemente humanos, que repiten que hay que librar a la humanidad del esfuerzo, de la incomodidad, del dolor, de la imperfección y de la muerte, y que será la inteligencia artificial la que nos va a redimir de todo eso. Lo que vuelve en esos sermones es la vieja religión del confort, ahora enriquecida de titanio y robótica. No nos propone apenas que seamos solo cerebro y renunciemos a la grosería de los músculos, sino que ese cerebro será mejor cuanto menos orgánico sea, cuanto más eficiente y electrónico.
Quién sabe si no les va a tocar a las nuevas generaciones reivindicar y defender el esfuerzo, que es lo único que enseña; la incomodidad, que es lo único que despierta; el dolor, que es lo único que aviva la conciencia y advierte el peligro; la imperfección, que es la gran pregunta del arte; y la muerte, que es lo único que le da sentido a todo esto.
Quién sabe si allí donde creíamos llegar al desenlace no estará por fin el comienzo.