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Siempre he sentido que Colombia es un país necesitado de primeros auxilios. Ya lo era antes de la pandemia, y ahora sí que no podrá salir de su tragedia si no se reinventa de una manera audaz y creadora. Las crisis son para aprovecharlas, y se necesita mucha imaginación y mucho amor por esta tierra para superar los males nuevos de la única manera posible: enfrentando con decisión los males viejos.
Aún no se habrán hecho las mediciones, pero estoy seguro de que la renta básica, improvisada para paliar la crisis de los más vulnerables, habrá logrado cosas inesperadas, como reducir la criminalidad callejera. Dirán que la redujo la cuarentena y no la renta, pero la gente necesita ingresos, los jóvenes necesitan desesperadamente ingresos, y si a la sociedad no le preocupa su formación, sus necesidades, su empleo, el delito termina siendo la única opción.
Aquí la ilegalidad es para muchos la única fuente de ingresos. Ahora puede entenderse que es posible una renta social a cambio de compromisos y acciones que conviertan a sus beneficiarios en parte de un proyecto de humanidad. Esos jóvenes llenos de energía tendrán que ser los sembradores de las selvas futuras, de la memoria que perdimos, de los valores que tanta falta nos hacen.
También dirán las estadísticas que la disminución del transporte habrá reducido considerablemente la mortalidad vial. Habernos confinado por semanas nos enseñará que en estas ciudades inmensas hay desplazamientos que devoran buena parte de nuestro tiempo, que crispan los nervios, anulan la creatividad y destruyen la paciencia.
Muchos habrán comprendido que la vida merece opciones más serenas, nuevos espacios para la familia, para la amistad, para los paseos saludables, para el aprendizaje y el disfrute de la cultura universal. Un poco de tiempo para vivir es también productivo en términos sociales. Se siente hoy en la naturaleza un descanso, una salud del aire, una tregua de silencio, cierta depuración del mundo: también en nosotros nuevas fuentes de vida se estarán animando.
Tal vez hayamos entendido cómo frenar la congestión hospitalaria, cuántas cosas innecesarias consumimos, cuántos hábitos inútiles perpetuamos por pura inercia. Ojalá este súbito baño de igualdad nos ayudara a sacudirnos de la estratificación, que finge ser útil en términos económicos, pero es nefasta en términos sociales y culturales.
Si el distanciamiento ayuda frente al contagio, salir de la parálisis exigirá redes de solidaridad: debería ser un propósito que todo el que pueda tenga alguien de quien cuidar, una persona o un grupo, por fuera de su orden familiar. Mantenernos aislados ha sido una manera de ayudarnos; en adelante nada ayudará tanto como estar juntos. Somos seres sociales, la extrema soledad es peligrosa, la única riqueza, a la hora de la necesidad, es no estar solos.
Y más que reconstruir, habrá que inventar. Ya es evidente que todo país necesita una economía que le garantice su independencia y su seguridad. Así como hemos comprobado las ventajas de la globalidad, en la comunicación, en la información, en la coordinación, también hemos apreciado las ventajas de tener un país, las ventajas comparativas de cada cultura. De aquí muchos ciudadanos han tenido que irse a buscar economías que recompensen mejor su trabajo, regiones que reconozcan y estimulen su talento. Y esos talentos que huyen no son solo saberes profesionales, sino lo que más se valora: gentes que en todos los oficios saben ser responsables, hacer las cosas bien.
El mundo está comprendiendo que cada país necesita su agricultura básica y su industria esencial. Los alimentos son mejores cuanto más cerca se los produzca, nada los hace más confiables y saludables que conocer su procedencia, y una tierra como la nuestra los prodiga con asombrosa variedad. Colombia es óptima para ese tipo de producción, como lo ha demostrado por décadas el sector cafetero y su beneficio. En los campos esenciales los países sólo deberían traer de afuera lo que no pueden producir, sólo deberían exportar lo que sobra después de satisfacer la demanda interna. Y este sobresalto debe enseñarnos que la economía no se diseña pensando apenas en los precios, que es vital favorecer el trabajo, la productividad, la cohesión social.
En cuanto a la industria, en todo el mundo conviene producir cosas necesarias más que simplemente llamativas, cosas duraderas, bellas y útiles. El nuevo orden mundial tendrá que construirse sobre una base de cooperación y no de imposición, sobre el principio de respetar a las naciones y no de anularlas. Porque, con todos los intercambios posibles, la existencia de las naciones ha venido a confirmarse como una ventaja, lo mismo que el papel de los Estados como extremo refugio del interés social frente a los egoísmos del mercado y las arrogancias o las manipulaciones de la geopolítica.
Superar la polarización solo será posible a partir de una nueva dinámica social, que vuelva de verdad protagonista a la comunidad, donde sean los anhelos colectivos, y no los intereses de los políticos, lo que oriente la historia. ¿Cómo es posible que en Colombia no haya una vía completa de doble calzada entre las dos principales ciudades del país? ¿Que sea tan difícil ir de Jardín a Sonsón, de Mariquita a Victoria, del Líbano a Villahermosa, de Ataco a Palmira? ¿Cómo es posible que solo los criminales hayan descubierto que tenemos una puerta al Pacífico?
Es el olvido de Tumaco, de Buenaventura y de Bahía Solano lo que tiene a esas regiones asediadas por la ilegalidad y la marginalidad. Necesitamos un gran proyecto que permita normalizar la vida en un litoral prodigioso, crear un concepto nuevo de modernidad, proteger esas áreas tan sensibles y abrir de verdad los caminos al mundo. Así como conviene desembotellar la bota caucana conectando a Santa Rosa de Lima con Mocoa, también es urgente un plan de integración del Catatumbo con el Caribe, que pase por todos los diálogos, para desarmar unas regiones en conflicto permanente. Y es urgente pensar en aldeas verdes de conservación y de conocimiento, que reduzcan la presión demográfica sobre los grandes centros urbanos.
Ahora que están a punto de ceder las compuertas de la deuda externa, cuando se van a flexibilizar los plazos y a moderar los rigores, sería hora no de pedir créditos del viejo formato, sino de proponer un período de gracia de dos o tres años, para hacer posible la reinvención del país emprendiendo la corrección de unas desigualdades intolerables y de unas deficiencias estructurales insostenibles.