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Los diluvios catastróficos de Paquistán nos recuerdan que el riesgo de una alteración irreparable de las condiciones de vida en el planeta es cada vez más real y más alarmante, pero las soluciones que se han intentado hasta ahora no darán resultado, porque lo que está matando al mundo no son las cosas sino los seres, no son los inventos sino las costumbres.
Podemos echarle toda la culpa al metano de las vacas, a los plásticos, o al CO2 de los combustibles fósiles, pero la verdadera responsabilidad está en la dieta humana, en la costumbre de usar plásticos, en el consumo desaforado de energía, en la prisa y el confort de nuestros desplazamientos. Claro que la industria es responsable, pero somos nosotros los que la sostenemos.
“Perecerás por tus virtudes”, dijo el filósofo. Hemos mejorado nuestra higiene y el control farmacéutico de los riesgos vitales, por ello hemos crecido como especie. Pronto seremos diez mil millones de personas. Miles de millones de personas que comen carne, que consumen plásticos, que tienen o aspiran a tener vehículos personales o familiares. Como Goethe a la hora de morir, queremos “luz, más luz”, y eso cuesta.
Nuestro afán de desplazamiento podría ser muy saludable si camináramos. Pero hemos logrado el prodigio de desplazarnos cada vez más rápido y cada vez más lejos sin necesidad de movernos, gracias al ingenio de los automóviles, los trenes y los aviones. El turismo nos lleva por el mundo, pero no siempre a conocer sino a tomar fotografías, y como cosa rara, precisamente esas fotografías que ya conocíamos.
Ya todo lo envolvemos en plástico innecesariamente, sin gracia y sin estética, y no nos damos cuenta de que lo que estamos envolviendo en un sudario sintético es el planeta entero. El plástico, uno de nuestros prodigiosos inventos, una de nuestras grandes virtudes, es ya uno de los jinetes del apocalipsis.
La verdadera revolución que requiere la época es una revolución de las costumbres. Y no la harán los Estados ni los partidos sino los individuos. A lo mejor por conciencia, a lo mejor por obligación, a lo mejor porque no nos quedará más remedio. Si no nos gusta el capitalismo, reduzcamos el consumo; si pensamos que el comercio y el consumo también son grandes conquistas de la civilización, comerciemos solo con cosas útiles y bellas, no con basura; consumamos cosas dignas y útiles, no cosas dañinas y absurdas.
Si nos preocupa el cambio climático, caminemos más, simplifiquemos nuestra vida, rindámosle honores a la bicicleta, ese invento mágico que no reemplaza el esfuerzo, sino que lo magnifica, que nos permite avanzar, respirar, ser fuertes y ser libres.
Si odiamos la transformación de la salud en una industria, tenemos que creer en la salud que dan el agua pura, el aire limpio, la sana alimentación, la higiene, la información, el ejercicio físico, la camaradería con la naturaleza, el afecto, la sexualidad, la amistad, la conversación, las artes, la frecuentación de la belleza.
No podemos persistir en la lucha entre la ciudad y el campo: hay que reconciliar a la ciudad con la naturaleza. Y también el ejercicio físico con el placer, la política con la ética, el pensamiento con la imaginación, y la memoria con la esperanza.
Por eso la tarea de salvar la vida en el mundo no es apenas una tarea estatal sino social, no es un asunto de burócratas y de expertos sino de seres humanos y de comunidades. Tal vez ya lo único que puede salvarnos es la cultura: pero es necesario advertir la paradoja de que también es la cultura lo que nos mata.
Porque la dieta es cultura, los plásticos son cultura, y hasta las armas lo son, ya que son fruto del ingenio, de la ciencia, de la previsión, de la industria. Y por eso es en el seno de la cultura donde se debe dar la gran lucha entre indolencia y laboriosidad, entre la avidez y la moderación, entre la austeridad y la ostentación.
Absurdamente le hemos dado el nombre de civilización al alejamiento de la naturaleza, a la prisa, al humo, a la producción de basuras letales, al estruendo, a la soledad, a la industria. Es hora de redefinir la civilización, y de incluir en ella la naturalidad, el silencio, el sentido de comunidad, la austeridad, la búsqueda de la belleza y del equilibrio. Es hora de volver a pensar la vida como un arte, no como un oficio.
He llegado a pensar que el único arte que perdura es el que es necesario. El que nace de la necesidad profunda de los individuos y de los pueblos, una necesidad de memoria, de equilibrio, de expresión, de belleza y de embriaguez de los sentidos. Hoy hay una gigantesca conspiración contra ese oscuro y profundo manantial de las artes que es la emoción humana, que son los rituales de las comunidades.
Ahora diseñan canciones en estudios comerciales, inventan modas en oficinas de mercadeo, someten las historias y las leyendas a la tiranía del rating, quieren hacernos creer que el arte superior es el que se vende más caro, que lo mejor es lo que más se consume. El arte está profundamente amenazado por las trampas del mercado, y el más deleznable de los dioses se ha apoderado del mundo: la mercancía.
Por eso salvar al mundo será salvar lo gratuito, lo arbitrario, lo más libre y lo más necesario. Chesterton decía: “Ni siquiera podemos saber qué tan ricos o pobres somos, porque todo es regalo”. La vida es un regalo, y no debemos permitir que le pongan precio. El aire, las nubes, la luna, el mar, la hospitalidad, el amor, la amistad, la generosidad, la luz, los colores, el cuerpo, los sueños, son regalos: no permitamos que les pongan código de barras. Cada día podemos vivir un pequeño milagro de rebeldía y de libertad.
Deberíamos hacer las cosas solo por antojo, fiestas solo por el deseo de estar juntos, arte solo porque necesitamos hacerlo, sin el dudoso deber de la perfección, y podemos rezar solo por el asombro de estar solos con ese millón de dioses que son el universo.
Ese podría ser el método gratuito para salvar la vida en el mundo: que no sean los Estados los que nos digan cómo vivir. Que escojamos libremente lo bello, lo gratuito, lo natural, lo simple, lo saludable, lo necesario. Es más fácil que eso salve al mundo; no los Estados, no las burocracias.