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Siempre dije durante la campaña electoral que el de Gustavo Petro es un proyecto que hoy encarna la esperanza sincera de millones de personas. También dije, con admiración que no cesa, que Francia Márquez representa la dignidad de un mundo.
Yo formo parte, lo digo con orgullo y con sinceridad, de otro triunfo: el de un proyecto que obtuvo casi la misma votación, o sea la voluntad de medio país, expresada de manera libre y ejemplar en las urnas.
Digo ejemplar porque, a pesar de las malintencionadas y tortuosas distorsiones que se echaron a andar al final de la campaña, la propuesta del ingeniero Rodolfo Hernández y de una parte de la franja amarilla marcó las pautas de una manera de hacer política que ojalá temprano o tarde se abra camino, porque representa una saludable apuesta democrática.
Nada necesita tanto la democracia como rebajar el poder del dinero en las campañas políticas: no es posible que elegir a un presidente le cueste a la nación 30.000 millones de pesos, o más. También es necesario apelar de nuevo a los ciudadanos, abandonar la práctica corrupta de traficar con los votos de la gente, en alianzas públicas o secretas que son en el fondo componendas a cambio de puestos y de áreas de influencia.
Yo he sido testigo de la honestidad y la austeridad de esta campaña. Un día alguien desconocido me llamó desde Fresno, Tolima, el pueblo donde hice mi bachillerato. Me dijo que estaban organizando una caravana “rodolfista”, que había mucho entusiasmo, pero que no tenían contacto con nadie en la campaña. Habían oído decir que yo conocía al candidato y querían pedirme que hablara con él para que les enviara un mensaje que transmitirían durante la caravana.
El hecho me conmovió porque no ignoro que los actos públicos de las campañas suelen ser eventos organizados desde arriba, financiados por grandes presupuestos, donde, como dice Rodolfo, pagan por todo: la tarima, los micrófonos, la propaganda, las gorras, las camisetas, el que grita “¡viva!” y hasta el que asiste. Yo no tenía en ese momento contacto con nadie: me costó trabajo comunicarme con el candidato, que estaba en su domingo de descanso, para que nos grabara un saludo dirigido a la gente de Fresno.
Fui testigo de lo artesanal de esta campaña, del entusiasmo espontáneo de la gente, del modo como el colombiano de a pie, en extensos territorios, se identifica con alguien como Rodolfo por su simpatía natural, por su desenfado, por su falta de hipocresía en un país donde lo que más se le exige a un político es que pose de saberlo todo, que no sea espontáneo, que finja ser el ángel de la guarda, y que no pronuncie malas palabras.
En estos tiempos nihilistas pero hipócritas hay un catecismo de verdades obligatorias y un sistema de alarmas ideológicas que se cuidan mucho más de lo que se dice que de lo que se hace: puedes endeudar sin límites a tu país sin que nadie te vigile, pero no puedes decir que Jesús vivía en el mismo barrio de María Magdalena. Un día Rodolfo dijo que los políticos de su tierra se ofrecían más que las prostitutas. Hubo tanto escándalo que yo le sugerí que les pidiera disculpas a ellas por haberlas comparado con políticos.
Al final de la campaña se hicieron públicas interminables grabaciones clandestinas de las tretas de campaña de los estrategas de Petro. Estos con razón alegaron que lo verdaderamente pérfido era grabar ilegalmente conversaciones privadas y publicarlas con fines políticos. Pero procuraron olvidar que toda la guerra sucia contra Rodolfo se basó en dos o tres grabaciones ilegales de sus conversaciones privadas donde premeditadamente “le sacaron la piedra”, como decimos en Colombia, y un video donde un concejal invadió su casa cámara en mano y puso a prueba su paciencia hasta que consiguió una bofetada. Después la viralidad de la época convierte ese sopapo en un millón, y en un país que perdona masacres, una bofetada y una amenaza se convierten en los crímenes más imperdonables.
Rodolfo ha salido varias veces a pedir disculpas por haber señalado de corrupción a personas que no han sido vencidas en juicio, pero hasta un respetado escritor, que nos ha dicho con franqueza por qué no quiere a Petro, ha llamado sin vacilar “empresario corrupto” a un hombre que no ha sido condenado por la ley, y acepta como evidencia para descalificarlo un viejo lapsus en el que Rodolfo le atribuyó a Hitler la frase de Einstein “no se pueden esperar resultados distintos si se hace siempre lo mismo”. Parece que en esta época ya no se necesita invadir diez países y matar a ocho millones de personas para ser Adolfo Hitler: basta que a alguien por torpeza se le trabe la lengua.
Sé que es la peor costumbre colombiana, pero se equivoca mucho el que piense que los electorados tienen dueño. A los seis millones de votos que el entusiasmo espontáneo de los colombianos le confió a Rodolfo, se añadieron en la segunda vuelta los votos de muchos que no quieren a Petro. Petro, hay que admitirlo, es el odio favorito de una parte de los colombianos; Álvaro Uribe, el odio favorito de otra. Y curiosamente los enemigos de Uribe lo odian tanto, que hoy, en plena decadencia y con el sol a la espalda, sin darse cuenta del homenaje injusto que le hacen, son capaces de atribuirle los 10 millones y medio de votos de Rodolfo Hernández, una votación que Uribe nunca soñó, ni siquiera en sus tiempos de esplendor. A Uribe solo lo mantiene vigente el odio idolátrico de sus enemigos.
“Tristes armas, si no son las palabras”, dijo el poeta Miguel Hernández. De todos modos, en medio de la malignidad de las calumnias, pienso que esta ha sido una campaña ejemplar. No hubo violencia física en ella, solo labios sucios y lenguas venenosas; pero eso es un avance en un país donde una vez en una campaña fueron asesinados cuatro candidatos.
Algunos petristas, invoquemos a Dios, no parecían dispuestos la víspera a entregar el poder que todavía no habían ganado: sería bueno que estén dispuestos a entregarlo cuando lo pierdan. Y basta ver cómo tratan algunos al que se atreve a pensar distinto para entender que el autoritarismo puede esconderse hasta en las cabezas más respetables.
Mi opinión es que Rodolfo, en medio de sus desplantes, con una libertad verbal digna de Fernando Vallejo, con su valiente falta de hipocresía, nos ha hecho una propuesta ética que termina siendo novedosa: no robar, no mentir, no traicionar. Y con sus modales campechanos, su simpatía personal y su indignación bíblica ante los corruptos, ha conquistado sin trampas a la mitad del electorado.
Nadie ha sido capaz de negar el milagro que hizo en Bucaramanga: ahora tenemos que hacerlo en medio país.