EL ESPAÑOL ES LA CUARTA LENGUA más hablada del mundo, después del mandarín, del inglés y del hindi, pero es la segunda lengua más difundida.
Esto quiere decir que la mayor, el mandarín, se habla fundamentalmente en la China, y la tercera, el hindi, sólo en el norte de la India, mientras que el inglés y el español cubren vastas y muy diversas regiones del mundo. Casi quinientos millones de personas hablan hoy español; muchas más de las que alguna vez hablaron latín, la lengua imperial que cubrió a Europa hasta el siglo VIII, y que se habló desde las costas británicas hasta las arenas de África, desde Portugal hasta la Capadocia.
De ese latín regado alrededor del mar Mediterráneo, llevado en las puntas de las lenguas y de las espadas por un imperio de guerreros y de retóricos; de esa alta lengua de civilización que educó y que sedujo, que dominó y embrujó, que convenció y juzgó a la humanidad europea durante quince siglos, surgieron las lenguas romances, una de las cuales es el español.
Todas utilizan el alfabeto latino, desarrollado por los etruscos hace 26 siglos a partir de las letras griegas, que en aquellos tiempos llenaban el mundo conocido. Así que detrás de cada letra y de cada sonido latino hay una sombra griega; detrás de las músicas de muchas lenguas modernas de Occidente están las músicas de Virgilio y de Cicerón, y antes de ellas las músicas de Píndaro y Teócrito, de Homero y Hesíodo.
Pero esas letras griegas nacieron a su vez hace treinta siglos del fenicio, llegaron a Occidente en barcas con velas rayadas de azul y de rojo, traídas por los grandes mercaderes de su tiempo. Habían sido creadas para el comercio y para el regateo, pero la historia las puso en labios de poetas y de filósofos, tejió con ellas los diálogos de Platón y los relatos de la guerra de Troya, y así vivieron la aventura de pasar de los labios inspirados de Zeus y de los labios embriagados de Dionisos a los labios arrebatados de Jesús y de sus amigos.
Esos sonidos, que le dieron su forma a los primeros sueños de Occidente, ¿de dónde venían a su vez? Esos sueños ¿eran originales, o también derivaban de otros? Todas las nociones, los mitos, las leyendas, las supersticiones, los conjuros y las sentencias que ya parecen declinar en nuestros labios, ¿nacieron en aquellas auroras de Galilea y Mitilene, de Tebas y Estagira, de Elea y de Patmos, o venían de más lejos, de aquellas regiones del Indo donde después se detuvo la cabalgata triunfal de Alejandro Magno, de esas orillas del Ganges de donde vino el carro de Baco, no arrastrado por corceles persas o árabes sino por leopardos manchados?
Pero sería un error pensar que este español de los castillos, que ahora hablamos, procede exclusivamente de ese linaje que lleva en línea recta hacia la India. Entre 1037 y 1492 el español creció bajo el rumor de la algarabía, de la lengua de los moros que ocuparon la península ibérica, de modo que, si bien ese pueblo no nos dejó sus arabescos, sí nos llenó la vida con el sonido de las cuatro mil palabras árabes que fueron incorporadas a la lengua por los castellanos. Y como las palabras son mucho más que signos, con nosotros quedaron el ajedrez y los jinetes, los tambores y el azúcar, la berenjena y el omnipresente azul de mares y cielos. Hay quien dice que hasta la respetuosa palabra “usted” viene del árabe ustadh, que significa amo. El árabe a su vez es una lengua semítica, emparentada con el púnico que se hablaba en Cartago en tiempos de las discordias con Roma, y también con el hebreo, y seguramente con el asirio y con el persa.
Más de mil años tiene el castellano, casi la misma edad del inglés, que no sólo procede del sajón y el frisón, sino que creció alimentándose de palabras latinas gracias a sus intensos y conflictivos contactos con el francés de los invasores normandos. Pero si se siguen los rastros hasta los confines de Oriente, encontramos el sánscrito, una lengua que a pesar de su antigüedad, de haber concebido hace milenios epopeyas como el Mahabharata y el Ramayana, no sólo se resiste a morir sino que resuena todavía en los rituales del Ganges con toda la fuerza de una lengua sagrada.
Y otros cauces habría que remontar para abarcar el espectro de lo que hoy es esta lengua que hablamos en América. A partir del siglo XVI también la habitan el náhuatl y el maya, la lengua chibcha y la quechua, el guaraní y el aimara, el navajo y el Dakota, el wayúu y el embera, el wichí lhamtés y el guahibo, el romá que trajeron los gitanos y el yoruba que trajeron los esclavos desde las costas doradas de Ghana y de Togo.
No habrá lengua, por grande o pequeña que sea, por vigente o menguante, que no tenga un pasado sublime y milenario. En sus sílabas no viajan solamente sonidos y sentidos sino sentimientos, visiones y dioses. Por eso en nuestros sueños respiran tantos seres, y se agitan vegetaciones misteriosas, y cruzan a veces músicas de otras vidas. El camino ha sido muy largo, y apenas comienza.
EL ESPAÑOL ES LA CUARTA LENGUA más hablada del mundo, después del mandarín, del inglés y del hindi, pero es la segunda lengua más difundida.
Esto quiere decir que la mayor, el mandarín, se habla fundamentalmente en la China, y la tercera, el hindi, sólo en el norte de la India, mientras que el inglés y el español cubren vastas y muy diversas regiones del mundo. Casi quinientos millones de personas hablan hoy español; muchas más de las que alguna vez hablaron latín, la lengua imperial que cubrió a Europa hasta el siglo VIII, y que se habló desde las costas británicas hasta las arenas de África, desde Portugal hasta la Capadocia.
De ese latín regado alrededor del mar Mediterráneo, llevado en las puntas de las lenguas y de las espadas por un imperio de guerreros y de retóricos; de esa alta lengua de civilización que educó y que sedujo, que dominó y embrujó, que convenció y juzgó a la humanidad europea durante quince siglos, surgieron las lenguas romances, una de las cuales es el español.
Todas utilizan el alfabeto latino, desarrollado por los etruscos hace 26 siglos a partir de las letras griegas, que en aquellos tiempos llenaban el mundo conocido. Así que detrás de cada letra y de cada sonido latino hay una sombra griega; detrás de las músicas de muchas lenguas modernas de Occidente están las músicas de Virgilio y de Cicerón, y antes de ellas las músicas de Píndaro y Teócrito, de Homero y Hesíodo.
Pero esas letras griegas nacieron a su vez hace treinta siglos del fenicio, llegaron a Occidente en barcas con velas rayadas de azul y de rojo, traídas por los grandes mercaderes de su tiempo. Habían sido creadas para el comercio y para el regateo, pero la historia las puso en labios de poetas y de filósofos, tejió con ellas los diálogos de Platón y los relatos de la guerra de Troya, y así vivieron la aventura de pasar de los labios inspirados de Zeus y de los labios embriagados de Dionisos a los labios arrebatados de Jesús y de sus amigos.
Esos sonidos, que le dieron su forma a los primeros sueños de Occidente, ¿de dónde venían a su vez? Esos sueños ¿eran originales, o también derivaban de otros? Todas las nociones, los mitos, las leyendas, las supersticiones, los conjuros y las sentencias que ya parecen declinar en nuestros labios, ¿nacieron en aquellas auroras de Galilea y Mitilene, de Tebas y Estagira, de Elea y de Patmos, o venían de más lejos, de aquellas regiones del Indo donde después se detuvo la cabalgata triunfal de Alejandro Magno, de esas orillas del Ganges de donde vino el carro de Baco, no arrastrado por corceles persas o árabes sino por leopardos manchados?
Pero sería un error pensar que este español de los castillos, que ahora hablamos, procede exclusivamente de ese linaje que lleva en línea recta hacia la India. Entre 1037 y 1492 el español creció bajo el rumor de la algarabía, de la lengua de los moros que ocuparon la península ibérica, de modo que, si bien ese pueblo no nos dejó sus arabescos, sí nos llenó la vida con el sonido de las cuatro mil palabras árabes que fueron incorporadas a la lengua por los castellanos. Y como las palabras son mucho más que signos, con nosotros quedaron el ajedrez y los jinetes, los tambores y el azúcar, la berenjena y el omnipresente azul de mares y cielos. Hay quien dice que hasta la respetuosa palabra “usted” viene del árabe ustadh, que significa amo. El árabe a su vez es una lengua semítica, emparentada con el púnico que se hablaba en Cartago en tiempos de las discordias con Roma, y también con el hebreo, y seguramente con el asirio y con el persa.
Más de mil años tiene el castellano, casi la misma edad del inglés, que no sólo procede del sajón y el frisón, sino que creció alimentándose de palabras latinas gracias a sus intensos y conflictivos contactos con el francés de los invasores normandos. Pero si se siguen los rastros hasta los confines de Oriente, encontramos el sánscrito, una lengua que a pesar de su antigüedad, de haber concebido hace milenios epopeyas como el Mahabharata y el Ramayana, no sólo se resiste a morir sino que resuena todavía en los rituales del Ganges con toda la fuerza de una lengua sagrada.
Y otros cauces habría que remontar para abarcar el espectro de lo que hoy es esta lengua que hablamos en América. A partir del siglo XVI también la habitan el náhuatl y el maya, la lengua chibcha y la quechua, el guaraní y el aimara, el navajo y el Dakota, el wayúu y el embera, el wichí lhamtés y el guahibo, el romá que trajeron los gitanos y el yoruba que trajeron los esclavos desde las costas doradas de Ghana y de Togo.
No habrá lengua, por grande o pequeña que sea, por vigente o menguante, que no tenga un pasado sublime y milenario. En sus sílabas no viajan solamente sonidos y sentidos sino sentimientos, visiones y dioses. Por eso en nuestros sueños respiran tantos seres, y se agitan vegetaciones misteriosas, y cruzan a veces músicas de otras vidas. El camino ha sido muy largo, y apenas comienza.