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No entiendo siquiera la discusión sobre si era lícito o no publicar la novela En agosto nos vemos de García Márquez. En estos tiempos, más que nunca, es absurda la idea de que una obra de arte tiene que estar terminada. Es más, ni siquiera sabemos cuándo una obra de arte lo está. “La obra terminada -dijo alguien- no es más que una metáfora del cansancio”.
Si esperamos a que sea el autor el que decida, podemos encontrarnos con grandes clásicos que nunca consideraron terminada su obra maestra, y al parecer La Eneida, de Virgilio, que muchos consideran insuperable, forma parte de ese catálogo. Virgilio le pidió expresamente a su amigo y lector, el emperador Octavio, que la destruyera, y es a Octavio a quien le debemos el regalo de esa generosa desobediencia.
Este año 2024, tan lleno de zozobra y de horror, este “faro de luces negras”, para usar la hermosa expresión de León de Greiff, ya solo parece iluminado por la lucidez implacable y genial de Franz Kafka, cuyo centenario estamos conmemorando, un curioso autor que no solo repitió 20 siglos después la súplica de Virgilio y le pidió a su amigo Max Brod, otro ilustre desobediente, que quemara sus escritos, sino que dejó casi todas sus obras inacabadas. Así debería llamarse la edición total. Pero no lo pidió porque las considerara incompletas, sino tal vez porque le parecían imperfectas, que es otra cosa, o tal vez insatisfactorias, o tal vez inútiles. Y eso sí puede sentirlo cualquier autor de cualquier obra. (El mejor elogio de lo inconcluso lo hizo Borges cuando dijo: “Un buen poema es el que puede ser mejorado, porque a un poema malo no lo mejora nadie”).
Dicen, y si no es cierto merecería serlo, que Miguel Ángel dejó sin pulir un fragmento en la coronilla del David, para que por ese punto la escultura siguiera unida a la cantera primitiva, a esa cosa sagrada que Hölderlin llamaba “el antiguo desorden del origen”. Pero es que la lista de las obras maestras sin terminar es larga y admirable. Del propio Miguel Ángel se conservan unos esclavos desnudos que están entre lo más notable de su arte.
La verdad es que en el arte, cuando se trata de algo grande, el carácter inconcluso de las obras antes les añade atractivo, porque les agrega intriga y misterio, y hasta estimula el debate sobre sus virtudes. O si no, ¿por qué el encanto especial de la llamada “sinfonía inconclusa” de más de un gran músico? Thomas Mann dedicó un largo y memorable capítulo del Doctor Faustus a las disertaciones de un profesor sobre la razón por la cual la sonata para chelo y piano Opus 111 de Beethoven carece de un tercer movimiento.
Pero el tiempo ha llevado las cosas más lejos. La modernidad convirtió en una virtud la desnudez privada de colores de los mármoles griegos, la blancura de las piezas adorables de Fidias y de Praxiteles, para después aprender que todas esas esculturas originalmente estaban coloreadas y que el tiempo las hizo tan perfectas a nuestros ojos con el color que les quitó. A algunas también les arrebató las cabezas, o los brazos, o los cuerpos, hasta convertir en canon esas formas mutiladas.
Ya nadie echa de menos los brazos de la Venus de Milo, ni la cabeza de la Victoria de Samotracia, ni las piernas de los torsos de Apolo. Ahora consideramos sublimes esos fragmentos, vestigios dolorosos de un gran todo. Casi sentimos, y ese es uno de los sabores de la modernidad, que perdimos para siempre aquella plenitud, pero que ya es una conquista de nuestra sensibilidad la belleza de lo roto, de lo incompleto, de lo fragmentario y hasta de lo definitivamente perdido, como esos cuadros que se quemaron en los incendios de la Segunda Guerra Mundial, de los que nos quedan como fantasmas unas cuantas fotografías.
El arte moderno convirtió lo inconcluso en una de sus facetas. Y si bien es una maravilla tener una obra completa, sentimos que el esplendor verbal o plástico puede carecer de desenlace. Si de algo está lleno el mundo es de obras perfectamente terminadas y que sin embargo resultan mediocres o inútiles. Para que un soneto sea un gran poema no basta que tenga catorce versos y que todos estén bien medidos y bien rimados, esa es apenas la marca del taller, sólo a partir de allí empieza a manifestarse el arte. Y tiene que ser además necesario, lúcido, apasionado, armonioso, revelador. Cosas que no se pueden hacer contando apenas las sílabas o haciendo coincidir el sonido final de las frases, porque requiere el auxilio de algo o de alguien más complejo, sin duda “alado y sagrado”, como quería Platón.
En cambio hay un arte maravilloso de lo fragmentario. Borges sugirió, creo que con razón, que doce versos del soneto de Quevedo al duque de Osuna están allí apenas para servir de soporte y de nicho a esos dos versos inmortales: “Su tumba son de Flandes las campañas / Y su epitafio la sangrienta luna”. Proust escribió una obra casi interminable, pero a nadie le importa demasiado abarcarla completa, porque a menudo una página basta para darles belleza y asombro a nuestros días, así como un solo verso puede iluminar toda una jornada, así como a veces un boceto puede tener más fuerza, más magia y vida que la obra concluida.
Lo mejor de un autor no siempre hay que buscarlo en sus obras completas, a menudo está plenamente en cada frase. Por lo menos esa es la gloria de Homero, de Dante, de Borges, que están íntegramente en cada verso, en cada línea, y en un fragmento pueden hacernos sentir la totalidad. Paul Valéry escribió que en la historia se hicieron templos sublimes para que la belleza perdurara intacta en una columna, en un friso. Botero le hizo un hermoso homenaje, en su estilo, a la mano solitaria de la Victoria de Samotracia.
Bienvenida En agosto nos vemos. Sin duda está completa. Pero, si no, esta es la época grande y trágica que es capaz de captar la belleza de lo inconcluso y de lo fragmentario.