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Es por lo menos llamativo ver a Donald Trump negando el cambio climático con los incendios apocalípticos de California como telón de fondo. Ante los tremendos desafíos que vive la tierra, una parte de la humanidad intentará atrincherarse en la negación, en cerrar los ojos, en tapar el sol con las manos, como la manera más ingenua y aparentemente más cómoda de proteger su tranquilidad o sus privilegios.
Pero Trump no es ingenuo. Ni él ni su equipo carecen de la información ni de la capacidad de entender lo que nos pasa. Basta ver a su equipo para entender que si son los más ricos del mundo, defienden intereses, buscan ganancias, y está claro que para los mercaderes planetarios incluso el fin del mundo podría ser un buen negocio. Con el estrés se venden más leches antiácidas, con la comida industrial crece la industria farmacéutica, seguir envenenando las aguas hace cada vez más necesaria el agua embotellada, así que para algunos el mundo en peligro puede ser un gran banquete.
Aquí vienen los negociantes de la gran tecnología, del todopoder de los algoritmos, de la inteligencia artificial, de la hegemonía de los triunfadores, esos mercaderes del espacio que anunciaron desde 1952 Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, para que no se diga que no estábamos advertidos. La lucha que hace rato se anunció y que aún está en vísperas de empezar va a ser tal vez la más apasionante de la historia.
Pero nos equivocaríamos si pensamos que es Trump el que se está inventando este malestar: él es más bien el síntoma. Es ardiente, es lenguaraz, es soberbio, pero sobre todo es vehemente y claro: no peca de hipocresía. Dice lo que piensa y no permite que nos llamemos a engaños. Y no es que esté haciendo muchas cosas nuevas, sino que reivindica como inventos suyos las cosas que vienen haciendo los gobiernos norteamericanos desde hace tiempos. Deportar a los inmigrantes es una tradición en los Estados Unidos, y no podemos olvidar que Obama deportó con menos ruido a más de tres millones de indocumentados. Lo que pasa es que nadie ha utilizado como Trump la retórica ofensiva de que esos inmigrantes son la causa de todos los males del país. Y olvida que los que intentaron matarlo no eran precisamente inmigrantes latinos.
Pero más vale que el peligro traiga mala cara para que aprendamos a reconocerlo. La historia sabe mandarle al mundo estos heraldos para que cada uno de nosotros se pregunte por fin en qué cree y con cuánta convicción lo asume. Ya deberíamos haber aprendido a desconfiar de los gobiernos que pretenden ser muy consecuentes y muy humanos pero permiten que los problemas crezcan hasta convertirse en tempestades. Quienes le dieron el triunfo a Trump son los que antes votaron por Biden y después se abstuvieron. Catorce millones de personas que habían votado por Biden se negaron a votar por Kamala Harris. A lo mejor no querían que ganara Trump, pero el gobierno demócrata no les despertó ningún entusiasmo.
Lo de Trump, sin duda, es alarmante: viene a abrir las llaves de los combustibles fósiles, viene a alzar hasta el cielo los muros de la ingratitud en un país hecho totalmente por inmigrantes pobres, viene a rugir que el mundo es de los que ya lo tienen todo, y que los otros no tienen derecho ni a aspirar ni a respirar. Y habla de un modo tan ofensivo y desafiante que nos va a obligar a todos no solo a tomar partido sino a tomar parte. Nos va a obligar a preguntarnos en serio en qué creemos, en qué soñamos y en qué mundo queremos vivir.
Hoy tiene más sentido que nunca la frase tremenda de W. B. Yeats: “Los mejores carecen de toda convicción, en tanto que los peores están llenos de apasionada intensidad”. No es solo que los veinte magnates dueños de toda la riqueza se estén apoderando ofensivamente del mundo, es que los que piensan y sienten distinto se lo están permitiendo con toda pasividad. ¿Y por qué los gobiernos que saben cuán peligrosos son los monopolios no actuaron a tiempo para impedir la acumulación de esas fortunas monstruosas y a menudo ilegales? ¿Por qué los que saben que el cambio climático es una amenaza creciente gobiernan como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, y se niegan a entender que esta lucha no es un asunto de burócratas y de presupuestos sino que tiene que convertirse en parte de la agenda cotidiana de millones de ciudadanos?
Estos negacionistas desafiantes y convencidos nos exigen que hablemos con la misma vehemencia, que actuemos con la misma contundencia, pero en defensa de nuestras convicciones. A veces es necesario que llegue la evidencia del peligro para que la humanidad reaccione y actúe. Y tengo la sensación de que la tierra nos está enviando a Trump y a sus magnates no para que desesperemos de lo que son ellos sino para que descubramos quiénes somos nosotros, en qué creemos, qué causa defendemos, por qué valores y por qué sueños estamos dispuestos a vivir y a morir. Hay momentos decisivos en los que es forzoso que cada quien descubra la misión por la que le habría gustado venir a este mundo.
Entonces recuerdo unos versos de Antonio Machado que siempre me inquietaron, desde la infancia. “Que la piqueta arruine y el látigo flagele, la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste, y que el buril burile y que el cincel cincele, la espada punce y hienda, y el gran martillo aplaste”. Parece que dijeran algo evidente, pero son versos valerosos, escritos sin duda ante los hornos de la gran tragedia de su patria, y lo que sugieren es que no puede extrañarnos que el gran martillo aplaste y que el látigo flagele, pero que con la misma contundencia la fragua tiene que ablandar el hierro y el buril debe burilar y el cincel debe cincelar. Que si los peores están llenos de apasionada intensidad, los mejores no pueden carecer de toda convicción. Así sabremos por fin si el mundo solo existe para los codiciosos y para los vengativos, o si todavía alienta aquella fuerza superior que nos trajo desde el desamparo de esas grutas hasta las leyes y los templos, hasta los poemas homéricos y las sinfonías.
No hay que limitarse a advertir los males o a quejarse de ellos, a acusar a los otros de malignidad o locura. Que otros obren equivocadamente no significa que nosotros estemos haciendo lo justo. La civilización verdadera, el progreso real no pueden hacerse solo de convicciones: necesitan millones de cerebros que piensen y millones de brazos que actúen.
Un adversario claro y desafiante, vanidoso, prepotente y lleno de poder, a lo mejor es lo que necesita el mundo en este momento decisivo para aclarar por fin sus convicciones, para moverse al compromiso, tal vez es lo único que puede lograr que se unan las almas y las naciones. ¿No dijo Montaigne que “nada enseña tanto a montar a caballo como un mal jinete”?
