Aunque todos sabemos que ha sido un recurso valioso para frenar la velocidad del contagio, mientras les damos tiempo a los gobiernos para adecuar los sistemas de salud, tan descuidados, a las exigencias de la hora, también sabemos desde el comienzo que la cuarentena no puede ser para siempre.
Tres o cuatro meses son su extensión límite, y si no vamos creando otras alternativas, como el distanciamiento social riguroso y voluntario, y formas nuevas de producción y de intercambio, aunque los gobiernos no lo suspendieran, el confinamiento se reventaría por su propia tensión interna. Ni los gobiernos están en condiciones de mantener la indispensable renta básica sin una dinámica productiva, ni la existencia de la comunidad termina siendo posible sin permitir a los ciudadanos iniciativa y libertad.
Tal vez el error más grave es pensar que cada alternativa es incompatible con otras. No es lo mismo la cuarentena en las ciudades, que nos protege de la aglomeración, de la terrible congestión del transporte público, de la saturación del sistema sanitario, y otra cosa es inmovilizar a los pueblos y las ciudades pequeñas, donde es más fácil contener el contagio por otras vías, o inmovilizar a la quinta parte del país que vive en los campos, donde se producen buena parte de los alimentos y donde es posible estar a solas con el mundo entero.
¿Por qué los ciudadanos no encuentran la manera de ser parte activa de la solución y tienen que asumir el encierro y la pasividad como su único aporte? ¿Qué es el Estado? ¿Por qué su esfuerzo, sin duda sincero, por salvar la vida de las gentes, termina asumiendo siempre la forma de un castigo?
A quienes menos les conviene la quietud y la vida sedentaria es a las personas mayores: ¿cómo entender que para protegerlas de la muerte se atente contra su salud? Y los agentes del orden que imponen las multas y realizan un arduo trabajo, ¿no corren tanto peligro como los demás en términos de propagación de la pandemia? Mi hermano Juan Carlos me ha dicho con toda razón que convendría que empezaran a ir por los barrios gestores de distanciamiento social instruyendo a las gentes en una nueva dinámica ciudadana, y ahí habría una fuente de ingresos para los jóvenes de esos mismos barrios.
¿Cómo nos libramos de tantas paradojas? ¿Cómo aceptar la invitación a adorar a la ciencia como nuestra salvadora, mientras arrecian las sospechas de que el virus pudo haberse escapado de uno de sus asépticos y herméticos laboratorios? Ya en este mundo nada está libre de sospechas, ni siquiera los poderes que pretenden ampararnos de todo peligro haciéndonos vivir en el régimen de la salud obligatoria y de la muerte a plazos. Un sistema generoso de salud universal no descargaría la responsabilidad de la salud sobre los hombros de cada ciudadano, no convertiría la vida en algo tan peligroso para unos y en un negocio tan rentable para otros.
Esta situación planetaria está generando cada vez más preguntas, y a veces tenemos la impresión de que del iceberg del coronavirus buena parte de la verdad está oculta. No acabamos de entender cómo consiguió China proteger del virus a la mayor población del planeta, y salir del peligro con menos de 5.000 muertos. No sabemos por qué la India, con una población igual, tiene tan pocos contagios y fallecimientos. Y mucho tenemos que aprender de Vietnam, que con 91 millones de habitantes y una frontera con China de 1.281 kilómetros, no ha tenido hasta ahora un solo muerto. ¿Y por qué los índices de mortalidad varían tanto de país en país, aunque la población mayor abunde en todos, y aunque no hayan colapsado los sistemas de atención médica?
Tienen razón los que dicen que los 250 mil muertos que lleva esta pandemia nos hacen olvidar o ignorar los 500 mil muertos anuales del VIH, los 200 mil de la gripe estacional, las 278 mil muertes ligadas a problemas de agua, los 450 mil muertos por accidentes de tránsito en lo que va del año. Que hay algo de morbo mediático en esta atención a la pandemia, que no equivale a una sensibilidad real con tantos dolores humanos corregibles, como los 20 mil muertos diarios por hambre que hay en el mundo.
Lo cierto es que los misterios de la pandemia y las crisis sanitarias que engendra son menos sorprendentes que los fenómenos sociales que está desencadenando. Lo que acabará con las cuarentenas, aunque el peligro de contagio sea grande, en nuestro caso será más bien la pobreza. En estos países el rebusque no es un capricho de las personas sino el único camino que la política y la sociedad les han dejado, y no tiene otro remedio inmediato que el ingreso social.
Es indudable que lo que ha hecho la pandemia es desnudar el fondo de injusticia, locura y paradojas de nuestra realidad cotidiana. Colombia, por ejemplo, deriva buena parte de sus recursos de tres tragedias: el petróleo y la minería, la droga, y las remesas de los ciudadanos que tuvieron que irse. ¿No nos exige eso diseñar por fin una economía fundada en el trabajo, una alianza poderosa de la agricultura con la industria nacional, y volver al país una verdadera patria para sus hijos?
¿Por qué ante los que sueñan que estas crisis puedan engendrar cambios históricos se alza el coro de los que denuncian esos sueños románticos llamando a un realismo conformista, sentenciando que nada cambiará, y olvidando que la única manera de no obtener nada es pedir poco?
Es una lástima que hayamos tenido que encerrarnos justo cuando la gente empezaba a movilizarse en el planeta entero, cuando los jóvenes del nuevo milenio que luchan contra el cambio climático se disponían a tomarse las calles del mundo. ¿Por qué las enfermedades parecen aliadas de los poderes? ¿Por qué lo más invisible de la sociedad termina siendo la ciudadanía? ¿Y por qué el Estado sólo recupera su iniciativa para administrar la alarma general y encerrar a las gentes, pero no para salvar el clima, ni para detener la depredación de la naturaleza, ni para controlar las industrias contaminantes, ni para moderar el consumo?
Finalmente, ¿será que la demasiada comunicación está sirviendo sobre todo para hacernos sentir que sin ella no existimos? ¿Ha terminado el ideal del confort convertido en una estrategia para debilitar a la humanidad, para dominarla por el miedo?
Con todas las lecciones aprendidas, quizás pronto nos tocará escoger entre la seguridad y la libertad.
Aunque todos sabemos que ha sido un recurso valioso para frenar la velocidad del contagio, mientras les damos tiempo a los gobiernos para adecuar los sistemas de salud, tan descuidados, a las exigencias de la hora, también sabemos desde el comienzo que la cuarentena no puede ser para siempre.
Tres o cuatro meses son su extensión límite, y si no vamos creando otras alternativas, como el distanciamiento social riguroso y voluntario, y formas nuevas de producción y de intercambio, aunque los gobiernos no lo suspendieran, el confinamiento se reventaría por su propia tensión interna. Ni los gobiernos están en condiciones de mantener la indispensable renta básica sin una dinámica productiva, ni la existencia de la comunidad termina siendo posible sin permitir a los ciudadanos iniciativa y libertad.
Tal vez el error más grave es pensar que cada alternativa es incompatible con otras. No es lo mismo la cuarentena en las ciudades, que nos protege de la aglomeración, de la terrible congestión del transporte público, de la saturación del sistema sanitario, y otra cosa es inmovilizar a los pueblos y las ciudades pequeñas, donde es más fácil contener el contagio por otras vías, o inmovilizar a la quinta parte del país que vive en los campos, donde se producen buena parte de los alimentos y donde es posible estar a solas con el mundo entero.
¿Por qué los ciudadanos no encuentran la manera de ser parte activa de la solución y tienen que asumir el encierro y la pasividad como su único aporte? ¿Qué es el Estado? ¿Por qué su esfuerzo, sin duda sincero, por salvar la vida de las gentes, termina asumiendo siempre la forma de un castigo?
A quienes menos les conviene la quietud y la vida sedentaria es a las personas mayores: ¿cómo entender que para protegerlas de la muerte se atente contra su salud? Y los agentes del orden que imponen las multas y realizan un arduo trabajo, ¿no corren tanto peligro como los demás en términos de propagación de la pandemia? Mi hermano Juan Carlos me ha dicho con toda razón que convendría que empezaran a ir por los barrios gestores de distanciamiento social instruyendo a las gentes en una nueva dinámica ciudadana, y ahí habría una fuente de ingresos para los jóvenes de esos mismos barrios.
¿Cómo nos libramos de tantas paradojas? ¿Cómo aceptar la invitación a adorar a la ciencia como nuestra salvadora, mientras arrecian las sospechas de que el virus pudo haberse escapado de uno de sus asépticos y herméticos laboratorios? Ya en este mundo nada está libre de sospechas, ni siquiera los poderes que pretenden ampararnos de todo peligro haciéndonos vivir en el régimen de la salud obligatoria y de la muerte a plazos. Un sistema generoso de salud universal no descargaría la responsabilidad de la salud sobre los hombros de cada ciudadano, no convertiría la vida en algo tan peligroso para unos y en un negocio tan rentable para otros.
Esta situación planetaria está generando cada vez más preguntas, y a veces tenemos la impresión de que del iceberg del coronavirus buena parte de la verdad está oculta. No acabamos de entender cómo consiguió China proteger del virus a la mayor población del planeta, y salir del peligro con menos de 5.000 muertos. No sabemos por qué la India, con una población igual, tiene tan pocos contagios y fallecimientos. Y mucho tenemos que aprender de Vietnam, que con 91 millones de habitantes y una frontera con China de 1.281 kilómetros, no ha tenido hasta ahora un solo muerto. ¿Y por qué los índices de mortalidad varían tanto de país en país, aunque la población mayor abunde en todos, y aunque no hayan colapsado los sistemas de atención médica?
Tienen razón los que dicen que los 250 mil muertos que lleva esta pandemia nos hacen olvidar o ignorar los 500 mil muertos anuales del VIH, los 200 mil de la gripe estacional, las 278 mil muertes ligadas a problemas de agua, los 450 mil muertos por accidentes de tránsito en lo que va del año. Que hay algo de morbo mediático en esta atención a la pandemia, que no equivale a una sensibilidad real con tantos dolores humanos corregibles, como los 20 mil muertos diarios por hambre que hay en el mundo.
Lo cierto es que los misterios de la pandemia y las crisis sanitarias que engendra son menos sorprendentes que los fenómenos sociales que está desencadenando. Lo que acabará con las cuarentenas, aunque el peligro de contagio sea grande, en nuestro caso será más bien la pobreza. En estos países el rebusque no es un capricho de las personas sino el único camino que la política y la sociedad les han dejado, y no tiene otro remedio inmediato que el ingreso social.
Es indudable que lo que ha hecho la pandemia es desnudar el fondo de injusticia, locura y paradojas de nuestra realidad cotidiana. Colombia, por ejemplo, deriva buena parte de sus recursos de tres tragedias: el petróleo y la minería, la droga, y las remesas de los ciudadanos que tuvieron que irse. ¿No nos exige eso diseñar por fin una economía fundada en el trabajo, una alianza poderosa de la agricultura con la industria nacional, y volver al país una verdadera patria para sus hijos?
¿Por qué ante los que sueñan que estas crisis puedan engendrar cambios históricos se alza el coro de los que denuncian esos sueños románticos llamando a un realismo conformista, sentenciando que nada cambiará, y olvidando que la única manera de no obtener nada es pedir poco?
Es una lástima que hayamos tenido que encerrarnos justo cuando la gente empezaba a movilizarse en el planeta entero, cuando los jóvenes del nuevo milenio que luchan contra el cambio climático se disponían a tomarse las calles del mundo. ¿Por qué las enfermedades parecen aliadas de los poderes? ¿Por qué lo más invisible de la sociedad termina siendo la ciudadanía? ¿Y por qué el Estado sólo recupera su iniciativa para administrar la alarma general y encerrar a las gentes, pero no para salvar el clima, ni para detener la depredación de la naturaleza, ni para controlar las industrias contaminantes, ni para moderar el consumo?
Finalmente, ¿será que la demasiada comunicación está sirviendo sobre todo para hacernos sentir que sin ella no existimos? ¿Ha terminado el ideal del confort convertido en una estrategia para debilitar a la humanidad, para dominarla por el miedo?
Con todas las lecciones aprendidas, quizás pronto nos tocará escoger entre la seguridad y la libertad.