Rechazó todas las vidas que le ofrecieron: él quería vivir solo la suya. Quisieron convertirlo en abogado: “Terminé la carrera, pero no me gradué, -me dijo-. Abandoné el Derecho por amor a la justicia”. Adolescente, en Bogotá, era vecino de Eduardo Carranza. “El poeta tenía una biblioteca inmensa, y solo yo la leí completa”. Nutrido de esa rica tradición literaria, decidieron que sería un poeta, como sus amigos Juan Gustavo Cobo y María Mercedes Carranza, pero no quiso formar parte de ningún cenáculo literario. Sin dejar de amar a sus amigos tomó otro camino. Antes que escribir, quería vivir, vivir con toda la intensidad que fuera posible. Su padre quiso formarlo para ser estadista, y lo matriculó en la Universidad de Lieja, en Bélgica.
Esto es lo que le contó a Manuel Tiberio Bermúdez en una entrevista: “Empecé a ir todas las mañanas a clases, pero eran unas clases tan aburridas, los profesores eran unos señores que tosían en latín. Y afuera estaban los Rolling Stones, los Beatles, Jethro Tull, estaba el pelo largo, la vida, la juventud. Aquello era un hervor maravilloso: los años 60, que cambiaron el mundo, que realmente cambiaron nuestra época. Entonces yo me lancé a la calle, me lancé al autostop, cogí un morral, unos bluyines, una cantimplora y cuatro dólares, y me fui por toda Europa, y no paré durante tres años. Realmente fui muy feliz, porque estaba un poco loco”.
Muchas veces nos contó de sus viajes y de sus aventuras. A pie, como Rimbaud, por los países, vivió esa época inolvidable. Por las ciudades grises de Bélgica, ante la cárcel donde estuvo Verlaine; durmiendo ante las estatuas de piedra de los reyes en Toledo y en Ávila; recorriendo la costa azul francesa; yendo por Italia, por Grecia. Un día, por el Adriático, desembarcó en Venecia: venía envuelto en una manta, desgreñado, tostado por el sol, y al descender del barco se vio en el espejo de mármol negro de un palacio veneciano y le pareció tan extraña y fantástica esa visión de sí mismo, que decidió recordar para siempre esa imagen y no mirarse en el espejo nunca más. Hasta poco antes de su muerte, sintió, como Borges, “el horror de los espejos”.
La muerte de su padre lo hizo volver a Colombia. Era solo una escala: tenía todavía mucho qué vivir allá, lejos. Su madre, a la que adoraba, le suplicó llorando que no se fuera, pero él siguió el llamado de su juventud, de su deseo de pasión y aventura. Ella murió poco después, y el recuerdo de esa mujer dulce y sencilla, llorando junto a una puerta, fue un dolor con el que después dialogó noches enteras.
Se lo llevó la vida otra vez. A comienzos de los 70 volvió a su país. Su ingenio, su originalidad y su ironía lo convirtieron en una leyenda entre los publicistas de aquel tiempo. Era de verdad admirable oírlo hablar, verlo vivir. Hacia 1974 llegó a Cali. Le bastó ver las ceibas, caminar por la avenida sexta, sentir la alegría de la gente, la brisa del atardecer, para comprender que ya no se iría nunca de allí. Ni siquiera en esos años de Europa fue tan feliz. En Cali había sol y palmeras, un cielo como un fruto maduro, una alegría contagiosa, y sobre todo había amor.
Era altanero, desdeñoso, burlón, pero se fue llenando de amigos. La poesía a veces lo perseguía, pero él no se dejaba alcanzar: solo quería derrochar su lenguaje, viviendo como si la vida fuera a acabarse enseguida. Tal vez nadie vivió tan torrencialmente como él en aquellos tiempos. Como había escrito Barba Jacob: “Viaje loco, locuras innúmeras, /y contra la muerte coros de alegría. /Flautista del norte, la orgía pagana, /pavor en la orgía”.
Los días pasaban en las salas de redacción de las agencias, en las salas de juntas de los empresarios, donde desconcertaba a los ejecutivos con sus epigramas y sus desplantes. Pero las noches eran suyas. Nadie sabía del todo qué pensar de él, salvo que era irresistible, desconcertante. Acaso nadie, ni siquiera Andrés Caicedo, podría resumir tanto su época, en todo lo que tuvo de luminosidad y de peligro, de pasión y de riesgo. Nunca ocultó su sexualidad: al contrario, en una época discriminadora y vergonzante era ostentoso de sus amores y sus aventuras. En un campero recorría las calles al atardecer, bajo los cielos rojos de los grandes veranos.
Pero su rechazo por las formalidades no borraba jamás lo refinado de su conversación, la diablura de sus anécdotas, su fino sentido de observación, ese talento del novelista que nunca escribiría una novela, ese lenguaje exuberante y agudo que nunca olvidarán quienes lo conocieron.
Bernardo Salcedo, uno de los grandes artistas de Colombia, y de los conversadores más brillantes, era su amigo entrañable: juntos, parecían capaces de acabar con el mundo y volverlo a inventar. Cuando Bernardo viajó como diplomático a Hungría le pidió que lo acompañara, porque no era lo mismo ese viaje solo que conversando con Gerardo Rivera. Era 1978. Recuerdo que Gerardo me pidió que lo reemplazara en su trabajo mientras él estaba en el viaje, y muchas cartas recibimos entonces desde Budapest, desde Atenas. En esos tiempos Gerardo ganaba fortunas y las derrochaba con desesperación. Vivía la locura sin freno del final de los años 70, pero el amor sabía destrozarle la vida.
Un día recordó quién era. Aunque parecía tenerlo todo, alguien muy oculto en él necesitaba salir a la luz. No era huyendo de la poesía que se había lanzado a vivir de esa manera extrema, sino acaso buscando sacudirse de su lenguaje irresponsable y desmesurado, que lo obligaba a atarse a la feria de vanidades del mundo.
Una vez más rechazó la vida que le ofrecían, y con la misma pasión con que había abrazado al mundo decidió privarse de él: ser pobre, ser tal vez nadie, solo un ser humano lleno de emoción y memoria. Olguita Córdoba le ofreció entonces, para él y para sus gatos, una cabaña en los bosques de Chicoral, y de pronto los que estábamos acostumbrados a verlo en su esplendor material y en su soledad inaccesible, vimos surgir al poeta lleno de amor por la vida y de honradez con el lenguaje que ya solo quería, como Hölderlin, hablar con las arboledas y con la luna.
Así aprendió a vivir en la naturaleza, y así nació el poeta de los bosques, al que acabamos de despedir en Cali en una reunión alegre, agradecida y conmovida, donde nadie olvidó su humor fantástico y su inagotable imaginación. Allí estábamos algunos de sus antiguos amigos, y sé que estaban también los ausentes, tantos que a esta hora siguen deplorando su muerte.
Ya Filibón sembró un árbol en su memoria. Después de una edad arbitraria y espléndida, que gozó plenamente de su libertad, pasó en la austeridad y en la poesía los últimos 25 años de su vida, y nos ha dejado una obra luminosa, copiosa, esencial, que es su diálogo de años consigo mismo y con la abigarrada memoria del mundo. En pocas obras poéticas de nuestra tierra se sentirá en cada palabra esa resonancia profunda de cántaro, esa luminosidad temblorosa de estrella.
Rechazó todas las vidas que le ofrecieron: él quería vivir solo la suya. Quisieron convertirlo en abogado: “Terminé la carrera, pero no me gradué, -me dijo-. Abandoné el Derecho por amor a la justicia”. Adolescente, en Bogotá, era vecino de Eduardo Carranza. “El poeta tenía una biblioteca inmensa, y solo yo la leí completa”. Nutrido de esa rica tradición literaria, decidieron que sería un poeta, como sus amigos Juan Gustavo Cobo y María Mercedes Carranza, pero no quiso formar parte de ningún cenáculo literario. Sin dejar de amar a sus amigos tomó otro camino. Antes que escribir, quería vivir, vivir con toda la intensidad que fuera posible. Su padre quiso formarlo para ser estadista, y lo matriculó en la Universidad de Lieja, en Bélgica.
Esto es lo que le contó a Manuel Tiberio Bermúdez en una entrevista: “Empecé a ir todas las mañanas a clases, pero eran unas clases tan aburridas, los profesores eran unos señores que tosían en latín. Y afuera estaban los Rolling Stones, los Beatles, Jethro Tull, estaba el pelo largo, la vida, la juventud. Aquello era un hervor maravilloso: los años 60, que cambiaron el mundo, que realmente cambiaron nuestra época. Entonces yo me lancé a la calle, me lancé al autostop, cogí un morral, unos bluyines, una cantimplora y cuatro dólares, y me fui por toda Europa, y no paré durante tres años. Realmente fui muy feliz, porque estaba un poco loco”.
Muchas veces nos contó de sus viajes y de sus aventuras. A pie, como Rimbaud, por los países, vivió esa época inolvidable. Por las ciudades grises de Bélgica, ante la cárcel donde estuvo Verlaine; durmiendo ante las estatuas de piedra de los reyes en Toledo y en Ávila; recorriendo la costa azul francesa; yendo por Italia, por Grecia. Un día, por el Adriático, desembarcó en Venecia: venía envuelto en una manta, desgreñado, tostado por el sol, y al descender del barco se vio en el espejo de mármol negro de un palacio veneciano y le pareció tan extraña y fantástica esa visión de sí mismo, que decidió recordar para siempre esa imagen y no mirarse en el espejo nunca más. Hasta poco antes de su muerte, sintió, como Borges, “el horror de los espejos”.
La muerte de su padre lo hizo volver a Colombia. Era solo una escala: tenía todavía mucho qué vivir allá, lejos. Su madre, a la que adoraba, le suplicó llorando que no se fuera, pero él siguió el llamado de su juventud, de su deseo de pasión y aventura. Ella murió poco después, y el recuerdo de esa mujer dulce y sencilla, llorando junto a una puerta, fue un dolor con el que después dialogó noches enteras.
Se lo llevó la vida otra vez. A comienzos de los 70 volvió a su país. Su ingenio, su originalidad y su ironía lo convirtieron en una leyenda entre los publicistas de aquel tiempo. Era de verdad admirable oírlo hablar, verlo vivir. Hacia 1974 llegó a Cali. Le bastó ver las ceibas, caminar por la avenida sexta, sentir la alegría de la gente, la brisa del atardecer, para comprender que ya no se iría nunca de allí. Ni siquiera en esos años de Europa fue tan feliz. En Cali había sol y palmeras, un cielo como un fruto maduro, una alegría contagiosa, y sobre todo había amor.
Era altanero, desdeñoso, burlón, pero se fue llenando de amigos. La poesía a veces lo perseguía, pero él no se dejaba alcanzar: solo quería derrochar su lenguaje, viviendo como si la vida fuera a acabarse enseguida. Tal vez nadie vivió tan torrencialmente como él en aquellos tiempos. Como había escrito Barba Jacob: “Viaje loco, locuras innúmeras, /y contra la muerte coros de alegría. /Flautista del norte, la orgía pagana, /pavor en la orgía”.
Los días pasaban en las salas de redacción de las agencias, en las salas de juntas de los empresarios, donde desconcertaba a los ejecutivos con sus epigramas y sus desplantes. Pero las noches eran suyas. Nadie sabía del todo qué pensar de él, salvo que era irresistible, desconcertante. Acaso nadie, ni siquiera Andrés Caicedo, podría resumir tanto su época, en todo lo que tuvo de luminosidad y de peligro, de pasión y de riesgo. Nunca ocultó su sexualidad: al contrario, en una época discriminadora y vergonzante era ostentoso de sus amores y sus aventuras. En un campero recorría las calles al atardecer, bajo los cielos rojos de los grandes veranos.
Pero su rechazo por las formalidades no borraba jamás lo refinado de su conversación, la diablura de sus anécdotas, su fino sentido de observación, ese talento del novelista que nunca escribiría una novela, ese lenguaje exuberante y agudo que nunca olvidarán quienes lo conocieron.
Bernardo Salcedo, uno de los grandes artistas de Colombia, y de los conversadores más brillantes, era su amigo entrañable: juntos, parecían capaces de acabar con el mundo y volverlo a inventar. Cuando Bernardo viajó como diplomático a Hungría le pidió que lo acompañara, porque no era lo mismo ese viaje solo que conversando con Gerardo Rivera. Era 1978. Recuerdo que Gerardo me pidió que lo reemplazara en su trabajo mientras él estaba en el viaje, y muchas cartas recibimos entonces desde Budapest, desde Atenas. En esos tiempos Gerardo ganaba fortunas y las derrochaba con desesperación. Vivía la locura sin freno del final de los años 70, pero el amor sabía destrozarle la vida.
Un día recordó quién era. Aunque parecía tenerlo todo, alguien muy oculto en él necesitaba salir a la luz. No era huyendo de la poesía que se había lanzado a vivir de esa manera extrema, sino acaso buscando sacudirse de su lenguaje irresponsable y desmesurado, que lo obligaba a atarse a la feria de vanidades del mundo.
Una vez más rechazó la vida que le ofrecían, y con la misma pasión con que había abrazado al mundo decidió privarse de él: ser pobre, ser tal vez nadie, solo un ser humano lleno de emoción y memoria. Olguita Córdoba le ofreció entonces, para él y para sus gatos, una cabaña en los bosques de Chicoral, y de pronto los que estábamos acostumbrados a verlo en su esplendor material y en su soledad inaccesible, vimos surgir al poeta lleno de amor por la vida y de honradez con el lenguaje que ya solo quería, como Hölderlin, hablar con las arboledas y con la luna.
Así aprendió a vivir en la naturaleza, y así nació el poeta de los bosques, al que acabamos de despedir en Cali en una reunión alegre, agradecida y conmovida, donde nadie olvidó su humor fantástico y su inagotable imaginación. Allí estábamos algunos de sus antiguos amigos, y sé que estaban también los ausentes, tantos que a esta hora siguen deplorando su muerte.
Ya Filibón sembró un árbol en su memoria. Después de una edad arbitraria y espléndida, que gozó plenamente de su libertad, pasó en la austeridad y en la poesía los últimos 25 años de su vida, y nos ha dejado una obra luminosa, copiosa, esencial, que es su diálogo de años consigo mismo y con la abigarrada memoria del mundo. En pocas obras poéticas de nuestra tierra se sentirá en cada palabra esa resonancia profunda de cántaro, esa luminosidad temblorosa de estrella.