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                                                                                                                                Gerardo entre los árboles

                                                                                                                                Rechazó todas las vidas que le ofrecieron: él quería vivir solo la suya. Quisieron convertirlo en abogado: “Terminé la carrera, pero no me gradué, -me dijo-. Abandoné el Derecho por amor a la justicia”. Adolescente, en Bogotá, era vecino de Eduardo Carranza. “El poeta tenía una biblioteca inmensa, y solo yo la leí completa”. Nutrido de esa rica tradición literaria, decidieron que sería un poeta, como sus amigos Juan Gustavo Cobo y María Mercedes Carranza, pero no quiso formar parte de ningún cenáculo literario. Sin dejar de amar a sus amigos tomó otro camino. Antes que escribir, quería vivir, vivir con toda la intensidad que fuera posible. Su padre quiso formarlo para ser estadista, y lo matriculó en la Universidad de Lieja, en Bélgica.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La muerte de su padre lo hizo volver a Colombia. Era solo una escala: tenía todavía mucho qué vivir allá, lejos. Su madre, a la que adoraba, le suplicó llorando que no se fuera, pero él siguió el llamado de su juventud, de su deseo de pasión y aventura. Ella murió poco después, y el recuerdo de esa mujer dulce y sencilla, llorando junto a una puerta, fue un dolor con el que después dialogó noches enteras.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los días pasaban en las salas de redacción de las agencias, en las salas de juntas de los empresarios, donde desconcertaba a los ejecutivos con sus epigramas y sus desplantes. Pero las noches eran suyas. Nadie sabía del todo qué pensar de él, salvo que era irresistible, desconcertante. Acaso nadie, ni siquiera Andrés Caicedo, podría resumir tanto su época, en todo lo que tuvo de luminosidad y de peligro, de pasión y de riesgo. Nunca ocultó su sexualidad: al contrario, en una época discriminadora y vergonzante era ostentoso de sus amores y sus aventuras. En un campero recorría las calles al atardecer, bajo los cielos rojos de los grandes veranos.

                                                                                                                                Pero su rechazo por las formalidades no borraba jamás lo refinado de su conversación, la diablura de sus anécdotas, su fino sentido de observación, ese talento del novelista que nunca escribiría una novela, ese lenguaje exuberante y agudo que nunca olvidarán quienes lo conocieron.

                                                                                                                                Bernardo Salcedo, uno de los grandes artistas de Colombia, y de los conversadores más brillantes, era su amigo entrañable: juntos, parecían capaces de acabar con el mundo y volverlo a inventar. Cuando Bernardo viajó como diplomático a Hungría le pidió que lo acompañara, porque no era lo mismo ese viaje solo que conversando con Gerardo Rivera. Era 1978. Recuerdo que Gerardo me pidió que lo reemplazara en su trabajo mientras él estaba en el viaje, y muchas cartas recibimos entonces desde Budapest, desde Atenas. En esos tiempos Gerardo ganaba fortunas y las derrochaba con desesperación. Vivía la locura sin freno del final de los años 70, pero el amor sabía destrozarle la vida.

                                                                                                                                Un día recordó quién era. Aunque parecía tenerlo todo, alguien muy oculto en él necesitaba salir a la luz. No era huyendo de la poesía que se había lanzado a vivir de esa manera extrema, sino acaso buscando sacudirse de su lenguaje irresponsable y desmesurado, que lo obligaba a atarse a la feria de vanidades del mundo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Una vez más rechazó la vida que le ofrecían, y con la misma pasión con que había abrazado al mundo decidió privarse de él: ser pobre, ser tal vez nadie, solo un ser humano lleno de emoción y memoria. Olguita Córdoba le ofreció entonces, para él y para sus gatos, una cabaña en los bosques de Chicoral, y de pronto los que estábamos acostumbrados a verlo en su esplendor material y en su soledad inaccesible, vimos surgir al poeta lleno de amor por la vida y de honradez con el lenguaje que ya solo quería, como Hölderlin, hablar con las arboledas y con la luna.

                                                                                                                                Así aprendió a vivir en la naturaleza, y así nació el poeta de los bosques, al que acabamos de despedir en Cali en una reunión alegre, agradecida y conmovida, donde nadie olvidó su humor fantástico y su inagotable imaginación. Allí estábamos algunos de sus antiguos amigos, y sé que estaban también los ausentes, tantos que a esta hora siguen deplorando su muerte.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Ya Filibón sembró un árbol en su memoria. Después de una edad arbitraria y espléndida, que gozó plenamente de su libertad, pasó en la austeridad y en la poesía los últimos 25 años de su vida, y nos ha dejado una obra luminosa, copiosa, esencial, que es su diálogo de años consigo mismo y con la abigarrada memoria del mundo. En pocas obras poéticas de nuestra tierra se sentirá en cada palabra esa resonancia profunda de cántaro, esa luminosidad temblorosa de estrella.

                                                                                                                                Rechazó todas las vidas que le ofrecieron: él quería vivir solo la suya. Quisieron convertirlo en abogado: “Terminé la carrera, pero no me gradué, -me dijo-. Abandoné el Derecho por amor a la justicia”. Adolescente, en Bogotá, era vecino de Eduardo Carranza. “El poeta tenía una biblioteca inmensa, y solo yo la leí completa”. Nutrido de esa rica tradición literaria, decidieron que sería un poeta, como sus amigos Juan Gustavo Cobo y María Mercedes Carranza, pero no quiso formar parte de ningún cenáculo literario. Sin dejar de amar a sus amigos tomó otro camino. Antes que escribir, quería vivir, vivir con toda la intensidad que fuera posible. Su padre quiso formarlo para ser estadista, y lo matriculó en la Universidad de Lieja, en Bélgica.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La muerte de su padre lo hizo volver a Colombia. Era solo una escala: tenía todavía mucho qué vivir allá, lejos. Su madre, a la que adoraba, le suplicó llorando que no se fuera, pero él siguió el llamado de su juventud, de su deseo de pasión y aventura. Ella murió poco después, y el recuerdo de esa mujer dulce y sencilla, llorando junto a una puerta, fue un dolor con el que después dialogó noches enteras.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los días pasaban en las salas de redacción de las agencias, en las salas de juntas de los empresarios, donde desconcertaba a los ejecutivos con sus epigramas y sus desplantes. Pero las noches eran suyas. Nadie sabía del todo qué pensar de él, salvo que era irresistible, desconcertante. Acaso nadie, ni siquiera Andrés Caicedo, podría resumir tanto su época, en todo lo que tuvo de luminosidad y de peligro, de pasión y de riesgo. Nunca ocultó su sexualidad: al contrario, en una época discriminadora y vergonzante era ostentoso de sus amores y sus aventuras. En un campero recorría las calles al atardecer, bajo los cielos rojos de los grandes veranos.

                                                                                                                                Pero su rechazo por las formalidades no borraba jamás lo refinado de su conversación, la diablura de sus anécdotas, su fino sentido de observación, ese talento del novelista que nunca escribiría una novela, ese lenguaje exuberante y agudo que nunca olvidarán quienes lo conocieron.

                                                                                                                                Bernardo Salcedo, uno de los grandes artistas de Colombia, y de los conversadores más brillantes, era su amigo entrañable: juntos, parecían capaces de acabar con el mundo y volverlo a inventar. Cuando Bernardo viajó como diplomático a Hungría le pidió que lo acompañara, porque no era lo mismo ese viaje solo que conversando con Gerardo Rivera. Era 1978. Recuerdo que Gerardo me pidió que lo reemplazara en su trabajo mientras él estaba en el viaje, y muchas cartas recibimos entonces desde Budapest, desde Atenas. En esos tiempos Gerardo ganaba fortunas y las derrochaba con desesperación. Vivía la locura sin freno del final de los años 70, pero el amor sabía destrozarle la vida.

                                                                                                                                Un día recordó quién era. Aunque parecía tenerlo todo, alguien muy oculto en él necesitaba salir a la luz. No era huyendo de la poesía que se había lanzado a vivir de esa manera extrema, sino acaso buscando sacudirse de su lenguaje irresponsable y desmesurado, que lo obligaba a atarse a la feria de vanidades del mundo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Una vez más rechazó la vida que le ofrecían, y con la misma pasión con que había abrazado al mundo decidió privarse de él: ser pobre, ser tal vez nadie, solo un ser humano lleno de emoción y memoria. Olguita Córdoba le ofreció entonces, para él y para sus gatos, una cabaña en los bosques de Chicoral, y de pronto los que estábamos acostumbrados a verlo en su esplendor material y en su soledad inaccesible, vimos surgir al poeta lleno de amor por la vida y de honradez con el lenguaje que ya solo quería, como Hölderlin, hablar con las arboledas y con la luna.

                                                                                                                                Así aprendió a vivir en la naturaleza, y así nació el poeta de los bosques, al que acabamos de despedir en Cali en una reunión alegre, agradecida y conmovida, donde nadie olvidó su humor fantástico y su inagotable imaginación. Allí estábamos algunos de sus antiguos amigos, y sé que estaban también los ausentes, tantos que a esta hora siguen deplorando su muerte.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Ya Filibón sembró un árbol en su memoria. Después de una edad arbitraria y espléndida, que gozó plenamente de su libertad, pasó en la austeridad y en la poesía los últimos 25 años de su vida, y nos ha dejado una obra luminosa, copiosa, esencial, que es su diálogo de años consigo mismo y con la abigarrada memoria del mundo. En pocas obras poéticas de nuestra tierra se sentirá en cada palabra esa resonancia profunda de cántaro, esa luminosidad temblorosa de estrella.

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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