Gina

William Ospina
11 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
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Recuerdo que la esperé muchos días con orgullo para darle la noticia de que ya había cumplido cinco años.

Tenía que ser alguien muy importante en mi vida para que yo de niño tuviera esa ansiedad. También recuerdo que en alguna Navidad de mi infancia me interesó menos cuál sería mi regalo que la pregunta de si Gina iba a tener el suyo. En esos tiempos el Dios recién nacido se acordaba siempre de los niños pero no parecía saber que había que dar regalos a los adultos. Y yo le habría dado mi regalo con gusto.

Ahora ha muerto a los 98 años, y a esa edad las personas mueren inocentes como si fueran niños, dejando un dolor transparente como una lágrima. Su vida no fue fácil, era la mayor de una familia numerosa, de la que mi madre era la menor de las hermanas, ya era adulta cuando éramos niños, y a medida que los mayores morían ella iba quedando como el testimonio de que hubo otro mundo, un mundo de los campos, lento, dulce, abnegado, capaz de un amor casi sin límites.

Cuentan en mi familia que de niña, cuando veía crecer los nubarrones sobre el cañón del Guarinó, entraba a la cocina, llenaba de ceniza un platón grande, y salía al patio de su casa de la cordillera a trazar cruces de ceniza en el suelo, para desviar las tempestades. Tenían que ser muy poderosas y amenazantes las tempestades de esos tiempos, y mucho el desamparo de las casitas en el flanco de abismos de la montaña, para que una niña de diez años improvisara aquel ritual, mientras las mujeres corrían por los cuartos cubriendo con telas los espejos para que no atrajeran a los rayos.

Parece imposible que alguien que no tuvo nunca hijos de su carne haya criado tantos niños, y haya muerto rodeada de tantos nietos. En esta época que deja de lado a los ancianos y los abandona, consiguió con su amor envejecer rodeada de gratitud y de cuidados. Ella, que no tuvo nunca de joven fiestas de cumpleaños, tuvo al final de su vida más fiestas y serenatas que muchos otros. Recordaba, cerca ya de cumplir un siglo, las lecciones de geografía que había recibido en su infancia, los versos patrióticos que enseñaban en las escuelas de los años 20, las canciones que habían arrullado su mocedad.

Mi tía Clemencia, que tiene 97, y que es la bondad misma, me dijo esta semana hablándome de su hermana mayor que Dios sin duda iba a acordarse de ella. Es la antigua manera de decir que después de una buena vida es justa y necesaria la buena muerte, y que bien al final Dios da el morir como alivio y como premio. Haber llegado casi a los 100 años en un país tan peligroso es como una señal misteriosa que no acabamos de interpretar. Verla sonreír y oírla cantar, como oír cantar a mi padre cumplidos los 90 cuando sabíamos que había cantado desde los diez, que dios le había concedido 80 años de guitarra y canciones, sólo puede ser motivo de una sonriente gratitud. Borges escribió: “Qué importa nuestra desdicha si hubo en la tierra alguien que se dijo feliz”. Casi podríamos añadir: qué importan la maldad, la crueldad, la violencia, la infamia, si alguien probó alguna vez una vida de amor, si alguien fue capaz de demostrar, ante la tierra y el cielo, que es posible vivir sin malignidad, afrontando lo adverso con entereza y con sencillez. Un solo ejemplo basta para demostrar que es posible.

Así: ¿cómo entristecerse por un hecho que prueba que el mundo puede ser un lugar generoso y cordial? “Con la primera gota de lluvia murió el verano”, escribió Odysseas Elytis. Un solo justo puede salvar a la ciudad más malvada. Y hay doctrinas que afirman que unos cuantos seres silenciosos y anónimos son los que sostienen el mundo. Que es falsa toda nuestra idea de la celebridad, del poder, de la importancia: que lo único que de verdad justifica al mundo y lo salva son los seres sin historia, porque son los que permiten explicarnos la historia.

Gina pertenecía de tal manera a otro tiempo, que los muertos la visitaban, y enviaban mensajes con ella. Leía los sueños como parte eficiente de la realidad, poblada de seres que se comunican misteriosamente con nosotros. Uno de sus nietos fue desaparecido en las duras encrucijadas de nuestra violencia. Ella lo amaba y se negó por años a aceptar que hubiera muerto. Un día me dijo con serenidad que la noche anterior él había venido y le había dicho que era verdad, que estaba muerto, y sólo a partir de ese momento lo creyó y lo aceptó. También cuando murió uno de mis tíos abuelos, que tenía su edad, lo vio aparecer varias veces en distintos sitios hasta que tuvo que decirle: “Si yo hice algo indebido, perdóneme, y si usted me debe algo a mí, yo se lo perdono. Ya puede descansar”.

Sólo después recordó que muchos años antes, ese tío le había regalado una novilla enferma, a la que ella había curado con paciencia, y que después, cuando la vio sana, el tío la vendió sin darle ninguna explicación. Esa era la causa de las apariciones, y bastó que ella pronunciara esa fórmula para que él no apareciera más, para que pudiera descansar. Recuerdo estas cosas porque hay una sabiduría en ese modo de ajustar con visiones y sueños las deudas del recuerdo, de despejar el alma de reproches y ofensas.

Allá, muchos se alegrarán con su llegada. Aquí, verla descansar será suficiente consuelo para quienes tanto la amaron, para Esperanza, para Marina y Óscar, para Matilde, Sandra y Diana, para sus hermanos Clemencia y Liborio, para sus sobrinos, sus nietos y sus biznietos.

Ayer la vi por última vez, y sentí que desde el fondo de su sueño me escuchaba y me saludaba. Me habría gustado cantarle una canción, pero pedí que le pusieran música, porque ese era el alimento que necesitaba. Ella supo, como nadie, ser la madre de los que la perdieron temprano, y aunque parecía no tener nada, daba riqueza a manos llenas. No se quejó jamás de la vida, y a todos nos ayudó a vivir. Fue la gran tejedora, la que cosía de nuevo lo que la vida iba rompiendo. Era un ser mágico, y la longevidad sin amargura fue su recompensa.

Otra cosa me dicen: que era cierto. Que las nubes se desviaban, que la niña sabía de verdad hacer que se apartaran las tempestades.

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