Publicidad

La corrupción desde el comienzo (I)

William Ospina
18 de septiembre de 2022 - 05:30 a. m.

El modo como los europeos violentos se quedaron con las tierras de los indios era ya corrupción en los orígenes de nuestra historia, y constituye el pecado original de esta cultura. Aquí la arbitrariedad y la injusticia fueron consagradas por la ley misma, y es tal vez por eso que la ley resuena de un modo tan débil en nuestros corazones.

Además, el rey estaba lejos y los tribunales también, de modo que el esfuerzo por hacer brillar cierta luz de generosidad y de justicia se iba debilitando por los mares, se detenía en los puertos y se corrompía sin remedio en las fronteras, en los improvisados tribunales, en las zonas de embarque, en las encomiendas, en las minas.

Todo era robo, saqueo, desfalco, tajada; echar una mirada sobre las cuentas de la Colonia, sobre los quintos reales, sobre los puertos donde se hacía la repartija, sobre las rutas del contrabando, es comprobar que las cosas no han cambiado mucho aquí de año en año ni de siglo en siglo.

Se diría que en el mundo siempre hubo corrupción, pero también esfuerzos por hacer reinar no solo la justicia sino el equilibrio y la lógica. El arte de la administración exige que la humanidad aprenda a manejar sus recursos en términos de equilibrio, de convivencia, de prosperidad general, y no de asalto, rapiña, saqueo, ventaja de unos y miseria de otros. No es apenas una cuestión de equidad abstracta sino de prudencia colectiva.

Lo que descubren los que investigan es que aquí, desde el comienzo, los abusos, la rapacidad y el caos fueron desesperantes, y las víctimas, que antes eran dueñas legítimas de todo, ni siquiera podían quejarse, no sabían de leyes, estaban inermes entre la punta de la espada y la pluma de la notaría, no sabían leer y sobre todo no sabían de escrituras.

Pero yo no llamaría corrupción a lo que ocurrió antes de la Independencia, porque obedecía a un orden mental atroz y a leyes infernales, es decir, leyes que fingían ser buenas pero toleraban las atrocidades de la esclavitud y de la servidumbre, el desprecio por los criollos y la crueldad generalizada.

Yo prefiero llamar corrupción solo a lo que ocurrió después de 1824, cuando los supuestos déspotas se habían ido y nuestras naciones pretendieron fundarse en el espíritu liberal, en la igualdad, en los derechos humanos, en la libertad y en el orden. Nos llamamos repúblicas, renunciamos a las aristocracias, optamos por la democracia, y ahí sí tenían que ser ya delitos la esclavitud, el racismo, el robo de tierras, el saqueo de los bienes públicos.

Pero a pesar de las buenas intenciones de algunos próceres, qué ordalía de abusos, de arbitrariedades, de robos, de perfidias fue desde el comienzo nuestra vida republicana. Se fundaba en la igualdad, pero nadie se sentía igual a nadie; los criollos no eran mestizos, los mestizos no eran indios, los indios no eran negros, los libres no eran esclavos, los costeños no eran cachacos, los del llano no eran montañeros, los de la ciudad no eran rústicos, los llaneros no eran selváticos, los animales no eran cristianos.

Habría sido un deber repartir las tierras entonces entre la comunidad, maltratada por siglos de dominación ajena, pero lo que hicieron nuestros próceres fue repartirlas entre los generales de la independencia, dejando en la misma postración y la misma inermidad a los indios, los negros, los mestizos, los mulatos y los zambos que eran los que habían librado a pie limpio las batallas de la Independencia.

Unos por acción, otros por complicidad, todos esos patricios fueron más bien canallas que tardaron todavía treinta años en decretar la libertad de los esclavos, y no lo hicieron porque fueran muy humanos, sino porque la esclavitud había dejado de ser un buen negocio. Y nunca hicieron un esfuerzo por incluir a esos libertos en un proyecto generoso de civilización, y mantuvieron a los pueblos indígenas en la marginalidad, cuando no sometidos a una abierta guerra de despojo que desde entonces no ha cesado.

Por eso no podemos decir que la corrupción comenzó ayer, aunque el hecho de que el mal sea antiguo no lo hace más tolerable. Al contrario, hace que cada vez sea más urgente ponerle fin. Pero el problema es cómo.

Porque una cosa es repartir las tierras cuando acaba de terminar una guerra justa, y otra es dejar pasar los años y las décadas, peor aún, dejar pasar las generaciones, para al final venir a decir que esas tierras de las que los señores han sido dueños por siglos son tierras usurpadas. Nadie aceptará que la misma ley que amparó por siglos esas propiedades ahora venga a impugnarlas.

Pero todo se hace más confuso cuando el mismo Estado que ha permitido sucesivas guerras de despojo e incluso ha sido cómplice de esas barbaries, pretende de pronto ser el que las castigue. Corregir las aberraciones en la propiedad de la tierra a través de un Estado que ha sido su garante y su cómplice resulta a la larga imposible. Con la ley en una mano y el dinero en la otra, los viejos y los nuevos dueños de la tierra las defienden armados hasta los dientes, o armando hasta los dientes a los mismos pobres a los que despojaron, para que protejan la majestad de la ley.

Pero falta añadir que desde el siglo XIX los políticos aprovecharon todas las ideologías para emprender guerras, guerras para las que reclutaban a los pobres, jóvenes e ignorantes, y al final invariablemente repartían de nuevo las tierras entre los generales y entre los financiadores. ¿Que por qué la gente no cree aquí en la ley? Porque, como dijo siempre la sabiduría popular, la ley es para los de ruana.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar