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La avalancha llevaba muchos meses represándose y solo hizo falta la propuesta estúpida y cínica de la reforma tributaria para que se desbordara.
Colombia necesitaba unirse, y nada une tanto como una desgracia común. La desgracia ha consistido en varias plagas simultáneas: un viejo sistema injusto y corrupto hasta los tuétanos, una pandemia pésimamente manejada y un Gobierno central inepto pero capaz de iniciativas torpes y malignas.
El resultado: un estallido social que se veía venir desde hace muchos meses, desde antes de la pandemia, y que ha tenido erupciones precedentes y crecientes. Desde el famoso paro agrario que según el Gobierno de entonces no existía, pasando por los paros estudiantiles, las parálisis del transporte, las movilizaciones de la minga indígena y las marchas trágicas de noviembre del año 2019, brutalmente reprimidas por la policía con un saldo de crímenes de Estado que aún no se aclaran.
Duque pudo haberle ahorrado al país la actual racha de muertos y los desastres económicos del paro, retirando a tiempo, como se lo propusieron hasta sus aliados, una reforma tributaria inconveniente, inoportuna, insensata, insensible y por ello mismo criminal.
Pero los ineptos suelen sucumbir al embrujo de los vanidosos, y el ministro Carrasquilla convenció al presidente de que los gastos de la crisis los debía pagar la misma clase media que aquí tiene que pagar todo: desde los laberintos de la burocracia, los naufragios del empleo y las venas rotas de la corrupción hasta la perfidia de los chafarotes que se devoran el presupuesto y en vez de darle protección al país un día le dan palo y otro día le dan bala.
Todos los países han recurrido a la banca central para paliar la crisis y han apretado temporalmente la presión fiscal sobre las grandes fortunas; aquí los burócratas perfumados han convertido en un dogma inamovible lo que llaman el servicio de la deuda, aun por encima de la supervivencia del pueblo, y viven de venderle a la banca internacional la imagen de un país que aun en la mayor miseria paga su deuda muy cumplidamente.
Son muchos los países que han pasado por la necesidad de demorarse en el pago o de renegociar la deuda, como ocurre todos los días también en los negocios privados. Nuestros gobiernos y nuestros economistas primero comprometen la deuda y manejan los recursos a su antojo, pero después no la pagan con los frutos de su previsión sino con la plata que arrancan y vuelven a arrancar del bolsillo de los que trabajan y pagan impuestos.
No invierten en productividad, no rediseñan la economía, no amplían la capacidad de tributación, gastan a su capricho la deuda y pagan con la sangre del pobre, eso sí, con toda puntualidad. Dicen que lo hacen para salvar la calificación del país y mantener el honor de la patria, pero hay otro motivo más rastrero: mantener sus intachables hojas de vida como funcionarios siempre ávidos de escalar posiciones en la burocracia internacional. Todos esos señores trabajan más a favor de la banca mundial que de su propio país.
Ningún país pierde el honor por renegociar una deuda; hasta los calificadores del riesgo saben que son los gajes del oficio, mucho más en una catástrofe mundial como la actual pandemia. Es más, Colombia muy pronto, cuando haya logrado cerrar las esclusas estructurales de la corrupción, tendrá que negociar una moratoria siquiera de tres años en el pago de la deuda, para financiar con grandes recursos la recuperación agraria, la modernización de la infraestructura, la renta básica que le permita a la comunidad alzar cabeza y dinamizar la economía, emprender a gran escala la producción de alimentos orgánicos, invertir en industria ecológica y en la transición a energías limpias que nos ponga de verdad en el siglo XXI. Lo haremos honrando la deuda, pero pagándola con rentas renovadas y no exprimiendo los bolsillos de una ciudadanía extenuada y sin esperanzas.
El paro ha decidido continuar hasta detener la también abusiva reforma del sistema de salud, que proyecta dejarlo del todo en manos de los que mercadean con la vida. Y yo diría que lo que más necesitamos ahora es una renta básica que no sea cargada al bolsillo de la clase media, y un ingreso social urgente para millones de jóvenes desamparados en los vórtices del peligro: los jóvenes que deberían estar sembrando los bosques del futuro.
El triunfo que Colombia acaba de obtener tan arduamente no es solo el retiro de la vergonzosa reforma tributaria y el retiro del todavía más vergonzoso ministro Carrasquilla, sino haberlo logrado por la acción solidaria de millones de ciudadanos, empezando por los jóvenes, mujeres y hombres, que luchan por su futuro, el disciplinado movimiento sindical, los transportadores que aprovisionan a las ciudades, los indígenas y la población afro, cada vez más protagonistas de nuestra historia, y una ciudadanía alegre, valiente, que jamás se rinde.
En estos días Colombia ha existido como nunca, desde las grandes ciudades hasta los últimos pueblos, valerosa, danzante, beligerante, musical, creativa, y debe celebrar ese triunfo que es la promesa de muchos otros.
Claro que hay fuerzas a las que les conviene el caos, y los manifestantes pacíficos tienen que aislarlas y neutralizarlas, pero, como ya he dicho antes, lo que hay aquí es menos vandalismo que desesperación. En toda conmoción social arden llantas y vuelan vidrios, pero es criminal que las Fuerzas Armadas salgan a darle bala al pueblo que les paga el sueldo. En esto hay que ser severos, porque es necesario que al pueblo, ya que no le muestran cariño, le muestren respeto. Y no digo miedo, aunque los pueblos, y eso no está mal, también son temibles.
Un solo muerto del pueblo es demasiado y no bastaría el bronce de todas las estatuas para rendir homenaje al valor de estos jóvenes sacrificados. El Gobierno ha cometido el peor error: ha traicionado con su reforma a la clase media que lo eligió. Y esa clase media así traicionada no puede ignorar que en estas jornadas el pueblo pobre luchó por ella.
Ahora el Gobierno corre el riesgo suicida de seguir oyendo a sus malos consejeros: por ejemplo a los que creen que un estallido social que muchos hemos advertido desde hace años, y que se veía venir cada vez más claramente, es una conspiración maligna que se corrige con represión y con asesinatos. El intento de acallar el clamor popular con la arbitrariedad militar ya se ha intentado en el continente y el fruto final fue el desprestigio total de los militares.
Así será en Colombia si lo intentan. Y más vale que el Gobierno y sus malos consejeros, en el poco tiempo que les queda, no olviden que hace tres meses en los Estados Unidos está gobernando una conciencia nueva de cuáles son los vientos de la historia.