La ley de la naturaleza, que no puede comprarse, permitirá reinventar la democracia
A comienzos del siglo XIX Humboldt dijo que la Colonia había dejado entre nosotros tantas estratificaciones y tantas exclusiones que sería difícil que aprendiéramos a vernos alguna vez como conciudadanos. Primero venían las conquistas y después los descubrimientos. Por eso llevamos siglos tratando de descubrir América. No vemos las pirámides, las cabezas olmecas, los dioses del maíz; los milenios están enterrados; kilómetros de petroglifos pueden ser invisibles durante siglos. Tardamos mucho en encontrar Machu Picchu. Lo último que aprendemos es lo más cercano.
Palabras venidas de muy lejos se esforzaban por nombrarnos, pero entre la realidad y el lenguaje había un vacío y en él se instalaban los fantasmas. Porque todo colonialismo es un manual de instrucciones para vivir en otro mundo. Al comienzo la escritura estaba hecha para desalojarnos, para despojarnos. El más violento chiste americano fue por siglos: “Los indios nos quieren robar la tierra”, y aquí todavía se escucha. La firma vale más que el rostro y en esa trinchera se agazapan las burocracias, que nos exigen cada día demostrar que nosotros somos nosotros.
No quieren que veamos la realidad como nuestra morada sino como nuestro pecado original: así miramos el peyote, el yagé, la chicha, la hoja de coca. La ceguera era aprendida y a menudo necesitábamos ojos ajenos para vernos. Necesitábamos a Mutis, a Humboldt, a Reichel-Dolmatoff. Estábamos seducidos por la civilización europea pero nos sentíamos extraterrestres, culpables de no ver en el espejo a Friné y al Apolo de Belvedere. Más tarde descubrimos que el problema es que el guante era más pequeño que la mano. Que Europa no tenía respuestas para nuestros desafíos, porque no sabía de selvas, ni de salares inmensos, ni de la flora equinoccial, ni de climas diversos y simultáneos, ni de las cuatro estaciones el mismo día.
Pensando en la democracia, no hay que renunciar al ideal pero sí es necesario renunciar a la culpa. La democracia venía alterada desde el origen. En la democracia griega no cabían los esclavos; en la de los Estados Unidos tampoco; en la de la Revolución francesa no cabían los haitianos. Nos la trajeron como algo acabado, nos ha tocado ir ampliándola y corrigiéndola, y todavía muchas cosas siguen quedando por fuera.
En la democracia que nos legaron los padres y las madres de la Independencia no cabían los indios ni los hijos de África. En la que nos escamotearon los terratenientes y el clero no cabían las mujeres ni los pobres ni las ideas ni los libros. En la que nos fraguaron los liberales no cabían los mitos ni los milenios ni las lenguas nativas ni el mestizaje. Y en la que nos vendieron los neoliberales no caben ni la naturaleza ni el territorio ni la memoria ni el futuro. Ahora el planeta nos está pasando la cuenta y en todo el mundo el modelo se revela insuficiente. Triunfó la globalización de las cosas y de la basura, esa extraña globalización cada vez más cerrada para los inmigrantes, para lo humano: los mismos poderes que obligan a los pobres a huir son los que cierran las puertas y alzan los muros.
Ahora nos toca repensarlo todo, porque si la aldea no cabe en el universo, el universo no cabe en la aldea. Ahora resulta que las multinacionales no quieren la selva amazónica porque lo que necesitan es un sembrado de soya, las mineras no respetan los páramos porque lo que necesitan es el oro, las petroleras destruyen el agua porque lo que necesitan es petróleo y los políticos no miran a los seres humanos porque necesitan solo los votos. Del mismo modo, ya hay farmacéuticas que no quieren la salud porque necesitan a sus enfermos, y medios que no quieren la verdad porque lo que se vende es la adrenalina.
En nuestro continente mucho tiempo vivimos en el desajuste de los relojes; íbamos en vagón de tercera hacia el desarrollo, hasta que el desarrollo se convirtió en esto: petróleo recalentando la atmósfera, sierras eléctricas talando las selvas, glaciares derritiéndose, ciudades asfixiándose, mares creciendo, plásticos inundando la tierra y el mar y hasta el torrente circulatorio. Habría sido útil cobrar conciencia a tiempo de que nuestro mundo no cabía en esas cartillas ni casaba en esos guantes. Algunos pueblos nativos comprendieron primero que la idea de que Dios tiene forma humana despoja al cielo de jaguares y condena a muerte a las iguanas y a los pájaros. Hay que saber que un jaguar no es apenas un animal sino la salud de un ecosistema; que el ser humano, para sobrevivir, tiene que representar la salud del mundo, y saber esas cosas es la democracia. Qué lejano y decadente se ve ya Ernest Hemingway con su sombrerito y su traje caqui demoliendo elefantes. Ahora los jóvenes necesitan todo su amor por el vértigo y por el peligro para convertirse en los salvadores de los jaguares y los tiburones, del mar y del musgo.
Un orden tan precario no justifica gastos militares tan exorbitantes que además abusan de sus armas. Creo que no sobreviviremos sin una apasionada reinvención de la democracia. Lograr una política en la que quepan el agua y el oxígeno, las selvas y los territorios, los ríos y los alimentos, la austeridad y la responsabilidad, una democracia donde quepan la belleza y la imaginación. En Colombia se ha dicho mucho que es imperativo sacar a las armas de la política. Tan urgente como eso es algo mucho más difícil: sacar al dinero de la política y meter en ella a la gente. Ese es tal vez el principal cambio que necesita la democracia, para que quepan en ella los manantiales y la salud, la educación y la naturaleza, la familia y la protección de la vejez, el trabajo y el territorio.
Como un deber moral pero sobre todo como un ejercicio de supervivencia, hay que sacar el dinero de la política: poner freno a la plutocracia, al negocio de las curules, al lobby de las corporaciones, al poder antidemocrático del dinero, a la política como negocio. Una política como iniciativa ciudadana y comunidades reales. Elecciones sin costo alguno, sin más publicidad que la imaginación y el entusiasmo popular, administraciones austeras, gobernantes sin privilegios, la política como un servicio público, no este bazar de la envidia, del odio y de la ambición.
Dirán que es imposible, pero lo que hay que decir es que es necesario. La época ofrece posibilidades ilimitadas para la pedagogía y la creatividad, pero por el sumidero de la plutocracia todo va desembocando en la renuncia a cualquier legalidad. Crecientemente los mayores negocios del mundo se hacen a espaldas de la gente. El que ya estemos en poder de las mafias en buena parte del mundo no es un accidente, es el cumplimiento de un sistema que todo lo compra y lo vende.
Por eso necesitamos aliarnos con una ley que no se pueda comprar. Esa ley solo está en la naturaleza, y va a hablarnos cada vez más duramente. Esta pandemia nos lo está demostrando, pero tal vez es solo el comienzo.
A comienzos del siglo XIX Humboldt dijo que la Colonia había dejado entre nosotros tantas estratificaciones y tantas exclusiones que sería difícil que aprendiéramos a vernos alguna vez como conciudadanos. Primero venían las conquistas y después los descubrimientos. Por eso llevamos siglos tratando de descubrir América. No vemos las pirámides, las cabezas olmecas, los dioses del maíz; los milenios están enterrados; kilómetros de petroglifos pueden ser invisibles durante siglos. Tardamos mucho en encontrar Machu Picchu. Lo último que aprendemos es lo más cercano.
Palabras venidas de muy lejos se esforzaban por nombrarnos, pero entre la realidad y el lenguaje había un vacío y en él se instalaban los fantasmas. Porque todo colonialismo es un manual de instrucciones para vivir en otro mundo. Al comienzo la escritura estaba hecha para desalojarnos, para despojarnos. El más violento chiste americano fue por siglos: “Los indios nos quieren robar la tierra”, y aquí todavía se escucha. La firma vale más que el rostro y en esa trinchera se agazapan las burocracias, que nos exigen cada día demostrar que nosotros somos nosotros.
No quieren que veamos la realidad como nuestra morada sino como nuestro pecado original: así miramos el peyote, el yagé, la chicha, la hoja de coca. La ceguera era aprendida y a menudo necesitábamos ojos ajenos para vernos. Necesitábamos a Mutis, a Humboldt, a Reichel-Dolmatoff. Estábamos seducidos por la civilización europea pero nos sentíamos extraterrestres, culpables de no ver en el espejo a Friné y al Apolo de Belvedere. Más tarde descubrimos que el problema es que el guante era más pequeño que la mano. Que Europa no tenía respuestas para nuestros desafíos, porque no sabía de selvas, ni de salares inmensos, ni de la flora equinoccial, ni de climas diversos y simultáneos, ni de las cuatro estaciones el mismo día.
Pensando en la democracia, no hay que renunciar al ideal pero sí es necesario renunciar a la culpa. La democracia venía alterada desde el origen. En la democracia griega no cabían los esclavos; en la de los Estados Unidos tampoco; en la de la Revolución francesa no cabían los haitianos. Nos la trajeron como algo acabado, nos ha tocado ir ampliándola y corrigiéndola, y todavía muchas cosas siguen quedando por fuera.
En la democracia que nos legaron los padres y las madres de la Independencia no cabían los indios ni los hijos de África. En la que nos escamotearon los terratenientes y el clero no cabían las mujeres ni los pobres ni las ideas ni los libros. En la que nos fraguaron los liberales no cabían los mitos ni los milenios ni las lenguas nativas ni el mestizaje. Y en la que nos vendieron los neoliberales no caben ni la naturaleza ni el territorio ni la memoria ni el futuro. Ahora el planeta nos está pasando la cuenta y en todo el mundo el modelo se revela insuficiente. Triunfó la globalización de las cosas y de la basura, esa extraña globalización cada vez más cerrada para los inmigrantes, para lo humano: los mismos poderes que obligan a los pobres a huir son los que cierran las puertas y alzan los muros.
Ahora nos toca repensarlo todo, porque si la aldea no cabe en el universo, el universo no cabe en la aldea. Ahora resulta que las multinacionales no quieren la selva amazónica porque lo que necesitan es un sembrado de soya, las mineras no respetan los páramos porque lo que necesitan es el oro, las petroleras destruyen el agua porque lo que necesitan es petróleo y los políticos no miran a los seres humanos porque necesitan solo los votos. Del mismo modo, ya hay farmacéuticas que no quieren la salud porque necesitan a sus enfermos, y medios que no quieren la verdad porque lo que se vende es la adrenalina.
En nuestro continente mucho tiempo vivimos en el desajuste de los relojes; íbamos en vagón de tercera hacia el desarrollo, hasta que el desarrollo se convirtió en esto: petróleo recalentando la atmósfera, sierras eléctricas talando las selvas, glaciares derritiéndose, ciudades asfixiándose, mares creciendo, plásticos inundando la tierra y el mar y hasta el torrente circulatorio. Habría sido útil cobrar conciencia a tiempo de que nuestro mundo no cabía en esas cartillas ni casaba en esos guantes. Algunos pueblos nativos comprendieron primero que la idea de que Dios tiene forma humana despoja al cielo de jaguares y condena a muerte a las iguanas y a los pájaros. Hay que saber que un jaguar no es apenas un animal sino la salud de un ecosistema; que el ser humano, para sobrevivir, tiene que representar la salud del mundo, y saber esas cosas es la democracia. Qué lejano y decadente se ve ya Ernest Hemingway con su sombrerito y su traje caqui demoliendo elefantes. Ahora los jóvenes necesitan todo su amor por el vértigo y por el peligro para convertirse en los salvadores de los jaguares y los tiburones, del mar y del musgo.
Un orden tan precario no justifica gastos militares tan exorbitantes que además abusan de sus armas. Creo que no sobreviviremos sin una apasionada reinvención de la democracia. Lograr una política en la que quepan el agua y el oxígeno, las selvas y los territorios, los ríos y los alimentos, la austeridad y la responsabilidad, una democracia donde quepan la belleza y la imaginación. En Colombia se ha dicho mucho que es imperativo sacar a las armas de la política. Tan urgente como eso es algo mucho más difícil: sacar al dinero de la política y meter en ella a la gente. Ese es tal vez el principal cambio que necesita la democracia, para que quepan en ella los manantiales y la salud, la educación y la naturaleza, la familia y la protección de la vejez, el trabajo y el territorio.
Como un deber moral pero sobre todo como un ejercicio de supervivencia, hay que sacar el dinero de la política: poner freno a la plutocracia, al negocio de las curules, al lobby de las corporaciones, al poder antidemocrático del dinero, a la política como negocio. Una política como iniciativa ciudadana y comunidades reales. Elecciones sin costo alguno, sin más publicidad que la imaginación y el entusiasmo popular, administraciones austeras, gobernantes sin privilegios, la política como un servicio público, no este bazar de la envidia, del odio y de la ambición.
Dirán que es imposible, pero lo que hay que decir es que es necesario. La época ofrece posibilidades ilimitadas para la pedagogía y la creatividad, pero por el sumidero de la plutocracia todo va desembocando en la renuncia a cualquier legalidad. Crecientemente los mayores negocios del mundo se hacen a espaldas de la gente. El que ya estemos en poder de las mafias en buena parte del mundo no es un accidente, es el cumplimiento de un sistema que todo lo compra y lo vende.
Por eso necesitamos aliarnos con una ley que no se pueda comprar. Esa ley solo está en la naturaleza, y va a hablarnos cada vez más duramente. Esta pandemia nos lo está demostrando, pero tal vez es solo el comienzo.