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Es muy importante escuchar las propuestas de Claudia Sheinbaum en la CELAC, porque este siglo XXI sólo parece traer noticias malas para los pobres de Asia, de África y de la América Latina. En un mundo donde crece el peligro, las noticias solo parecen hablar de nuestra irrelevancia.
Una potencia económica, China, una potencia militar, Rusia, y una potencia tecnológica, Estados Unidos, se disputan la hegemonía planetaria, y la única región a la que nos parecemos un poco, al menos por afinidades culturales y de sueños, Europa, ha perdido relieve y vocación histórica.
Pero nosotros, los latinoamericanos, no somos Europa, ni siquiera acabamos de saber quiénes somos, y en los repartos globales siempre hemos sido parte del botín. Los economistas dicen que en los banquetes de la política los que no están en la mesa están en el menú, y eso es lo que ha pasado con nuestro continente.
Sin embargo, no hay que olvidar que muchas veces los poderosos terminan siendo conquistados por su conquista: Inglaterra colonizó a Estados Unidos, y terminó subordinada a ellos; Estados Unidos ocupó el territorio mexicano, pero terminó teniendo una inmensa población latina, y con el español convertido en la segunda lengua del país; Europa invadió todas las regiones, pero eso volvió mestizo al mundo y acabó con el predominio de las supuestas razas puras.
Es muy desafiante este momento histórico, ya que la América Latina merece algo más que un proyecto propio: debería ser capaz de encarnar precisamente no el proyecto que necesitan los ejércitos, las empresas o la tecnología, sino el proyecto que necesita la humanidad.
El gran milagro contemporáneo es la China, que se reinventó a sí misma hace 75 años, sacó de la pobreza a 800 millones de personas, y en las últimas cuatro décadas ha mostrado de lo que es capaz una civilización antigua en diálogo atrevido con la modernidad. Pero la China es disciplinada, es colectiva, es despótica, y milagros como el suyo requieren esas tres condiciones.
Rusia es un caso distinto: parece más grande que el mundo, ha sido objeto de todas las codicias, y siempre vivió atrapada en la discordia entre el despotismo y la anarquía. Es conflictiva y atormentada, bárbara y refinada, compasiva y cruel. Solo ella podía engendrar a Iván el terrible y a Dostoievski, a Lenin y a Tolstoi, a Stalin y a Osip Mandelstam.
Estados Unidos fue durante mucho tiempo un ejemplo de fe en la democracia como la definía Walt Whitman: sentido de humanidad, fortaleza institucional e iniciativa privada, pero también laboriosidad, ingenuidad y derroche. Ese derroche lo ha llevado a ser a la vez el país más opulento y el más endeudado de todos, y eso termina siendo catastrófico.
Es sorprendente que la época moderna, que propuso al mundo los grandes ideales de la revolución francesa, al cabo de dos siglos y medio nos enfrente a la hegemonía de estos tres modelos: la China, que no sabe nada de libertad, Estados Unidos, que no sabe nada de igualdad, y Rusia, que solo nos enseñó a dudar de la fraternidad.
Cuando Europa intentó encarnar esos principios, el correlato de su libertad interna fue la agresión hacia afuera, su modelo de igualdad trató como inferior al resto de la humanidad, y su sueño de fraternidad naufragó en la sangre de interminables guerras, nación contra nación, raza contra raza y secta contra secta. La historia de Europa parece decirnos que la igualdad es enemiga de la libertad y que la libertad es enemiga de la fraternidad.
Mientras el continente europeo, que engendró la filosofía de los derechos humanos y el humanismo cristiano, les contagiaba a los otros su cristianismo, su liberalismo, su marxismo y su ansia de confort y de supremacía, al mismo tiempo se agotaba en el esfuerzo de mantenerse unido, de controlar sus rivalidades internas.
China, Rusia y los Estados Unidos solo le apuestan a su propia supremacía económica, militar o tecnológica. Pero cada día vemos más claro que la industria transformadora, el armamentismo insaciable, y la tecnología casi sobrehumana solo pueden llevarnos al colapso.
El mundo necesita algo más, algo que hoy no puede darnos ni la industria, ni el poderío militar, ni el delirio tecnológico: un sentido del equilibrio más que de la supremacía, un sentido de la convivencia más que de la dominación, y un sentido de la conformidad con el milagro de lo real, más que de ambición peligrosa y desmedida.
El ideal de la opulencia, de la prepotencia armada y del control tecnológico han engendrado una gran burbuja de irrealidad que puede estallar en cualquier momento. Los imperios que se pintan invencibles pueden ser conmovedoramente frágiles: Roma habrá durado siglos, pero la Unión Soviética ya duró solo décadas, y Napoleón y el Tercer Reich, apenas unos años. Y el forcejeo actual entre los titanes planetarios sería capaz en instantes de convertirlo todo en cenizas.
Quién sabe si será cierto que “los mansos heredarán la tierra”, pero ya es más difícil que la hereden los violentos. Y si hay algún futuro, quizás está en manos de los que no tienen nada que perder, de los que no empuñan armas, de aquellos a los que el odio no les está devorando las entrañas. Porque los generosos solo piden dar, los compasivos tienen mucho más que ofrecer que cualquier magnate, y los que son capaces de gratitud son dueños de un tesoro del que Dios privó a los codiciosos, de un don que lo convierte todo en milagro.
Desde esa perspectiva, la grandeza de Europa se lee mejor en la doctrina de Cristo, la grandeza de China y de la India en Lao Tsé y en Buda, la de Rusia en Dostoievski y en Tolstoi, la de Estados Unidos en Walt Whitman y en Emily Dickinson: es una riqueza que está al alcance de cualquier mendigo.
Y definitivamente no será la prédica de la opulencia sino el esfuerzo responsable de millones de brazos lo que le dará otra vez dignidad a la vida; no serán ejércitos mecanizados e infinitos ni cárceles gigantescas los que nos darán seguridad, sino un esfuerzo profundo de educación y de convivencia (es significativo que este continente latinoamericano casi no haya tenido guerras entre naciones, y no aspire a supremacía alguna); y no será un poderío tecnológico alucinante e inhumano, capaz de avasallarlo todo, lo que nos dará un lugar en la historia, sino la capacidad de honrar el tesoro natural que todavía poseemos, la sabiduría de aprovecharlo y protegerlo, y una actitud más respetuosa hacia la tierra elemental.
Es bueno, en un planeta enfermo de ambiciones, leer “El misionero” de Almafuerte, leer el poema “Felices los normales” de Roberto Fernández Retamar, leer “La suave patria” de López Velarde, o “Morada al sur” de Aurelio Arturo, porque nos ayuda a saber dónde está nuestra gracia. Si otros necesitan en su indigencia que alguien venga a arrodillarse ante ellos, Barba Jacob dijo con más grandeza: “Apoya tu fatiga en mi fatiga, que yo mi pena apoyaré en tu pena”. Si otros, llenos de codicia, anuncian que no pueden vivir sin apoderarse de tales países o de tales planetas, Diógenes, desde el fondo de los siglos, nos vuelve a repetir las palabras de su maestro Antístenes: “En este mundo solo valen las cosas que en un naufragio salgan nadando con su dueño”.
Siempre es bueno escuchar una voz respetuosa, lúcida y serena, justo cuando los poderes ciegos quieren llevarnos a toda máquina rumbo al naufragio.
