Es posible que antes de diez años la marihuana y la cocaína se hayan convertido en drogas legales.
Con la marihuana ya está ocurriendo. Después de las valientes legalizaciones de Uruguay y de Holanda, Canadá se dispone a ser el país de la legalización y el primero de la gran industrialización de cannabis, desarrollando sus posibilidades médicas y sus distintas presentaciones como flores secas, aceites y cápsulas de gel, su distribución por medio de internet, clubes, dispensarios y farmacias, y regulando su uso recreativo. Su distribución será algo tan sofisticado como las del té o el café, con sus delicadas variedades rigurosamente registradas, sus refinamientos de la producción y sus denominaciones de origen. Es un negocio que a nivel mundial calculan en más de 50.000 millones de dólares, donde ya están pensando en invertir desde Coca Cola hasta Philip Morris.
Inevitablemente la hoja de coca pasará también por esa gradual transformación de planta maldita en lo que verdaderamente es: un poderoso recurso natural lleno de aplicaciones en la medicina y la industria. Ya a comienzos del siglo XX, antes de la prohibición, abundaban en Europa los licores de coca, y la cocaína se consumía como estimulante. Lo que viene ahora será su transformación en industria gigantesca, con la ventaja de la desaparición de las mafias, y el fin del baño de sangre que durante 40 años hemos padecido.
Ojalá tanto los empresarios como los campesinos colombianos tengan alguna participación en ese negocio legal, y que no sean como siempre las grandes multinacionales las que se beneficien de algo que hasta ahora nos trajo muerte y desgracia, y unos pocos vientos de modernidad. Porque hay que decirlo: la poca modernidad que tiene hoy Colombia nos la trajeron más las mafias que el Estado.
Hubo aquí una primera modernidad, en las décadas iniciales del siglo XX, cuando se estableció la navegación por el Magdalena, se trazaron los cables aéreos para la cosecha cafetera, se tendió la red de ferrocarriles, se fundó la segunda aerolínea comercial del mundo, y se alzaron esos barrios legendarios de nuestras ciudades como Teusaquillo en Bogotá, Manga en Cartagena, el Prado en Medellín, Juanambú y Granada en Cali. Esa modernidad se detuvo con el fracaso de la llamada Revolución en Marcha entre 1938 y 1942. Después vinieron la violencia política despojadora de tierras y el Frente Nacional; finalmente hasta los ferrocarriles fueron desmontados, y hubo que esperar hasta los años 80 para que Colombia emprendiera una segunda modernización. Pero esa no la hicieron los gobernantes, que nos mantenían en un atraso escandaloso, sino los capitales mafiosos.
Esa es la diferencia: que la primera modernización la hizo el trabajo y la segunda la hizo la violencia. O, para ser exactos, que la primera la hicieron la agricultura y la industria, y la segunda la hicieron la marihuana y la coca.
A partir de 1974, cuando se deforestó la Sierra Nevada de Santa Marta para sembrar marihuana, y a partir de 1978, cuando los traficantes introdujeron en Estados Unidos la coca de las selvas de Bolivia y del Perú, y a partir de 1990, cuando la apertura económica llenó también de cultivos de coca los campos de Colombia, durante cuatro décadas nuevas ciudades crecieron en las viejas, el parque automotor se renovó completamente, llegaron los restaurantes internacionales, las catas de vinos, las marcas y los precios del gran mercado, y se renovaron la arquitectura y la decoración.
Esas cosas no las trajeron ni los viejos dueños de la tierra, ni los viejos políticos: nuestra política es tan mezquina que todavía hoy no hay una carretera completa de doble calzada entre las dos principales ciudades del país, y a duras penas están intentando superar un atraso vial de largas décadas.
Así que la primera modernización la pagamos con trabajo y sudor, y la segunda la pagamos con sangre y con lágrimas. Esas son las desgracias de la pobreza, cuando va unida al poder infame de unas castas que solo siembran ignorancia, odio entre hermanos y falta de orgullo, y cuando va unida a la dependencia, que siembra además servilismo y falta de carácter. Una generación fue sacrificada en los años 40 y 50 en el altar de los partidos, y otra fue sacrificada en los años 80 y 90 en el altar de la prohibición de las drogas. Por satisfacer los mandatos de los gobiernos de Estados Unidos, el Estado permitió que sectores emprendedores que no hallaban opciones bajo la legalidad imperante se convirtieran en mafias y nos condenaran a un infame baño de sangre.
Primero una idea del progreso que le daba la espalda a la agricultura despobló nuestros campos e hizo crecer ciudades llenas de marginados. Después una teoría del desarrollo que nos negaba la industrialización y nos especializaba en la extracción de materias primas nos privó de fuentes de empleo e hizo crecer la informalidad y la miseria. Finalmente, la prohibición de la droga convirtió en un crimen venderles lo único que estaban dispuestos a comprarnos. Y es así como unos poderes inapelables primero nos impiden toda legalidad y después nos satanizan como transgresores.
Es grave que un negocio de proporciones astronómicas se deje en manos de traficantes que no pueden acudir a los tribunales para resolver sus litigios y se ven despeñados en la justicia privada. Cuando el Estado regula las drogas puede sacar a los traficantes del asunto y hasta puede controlar y disuadir a los consumidores, como pasa con el alcohol y con el tabaco.
Muy pronto, cuando esas drogas estén legalizadas, comprenderemos por fin qué inútil locura fue este baño de sangre al que nos sometieron en décadas de indignidad y de estupidez. No pudimos persistir en nuestra vocación agraria, ni desarrollar un modelo industrial, ni tener un comercio incluyente y formalizado; con millones de brazos para trabajar y de cerebros para pensar, tuvimos que especializarnos en vender el suelo desnudo, convirtiendo los países en tierra devastada, y nuestros campesinos tuvieron que reducirse a proveedores de traficantes.
Así como la legalización del alcohol no volvió a la humanidad alcohólica, legalizar va a reducir el problema de la droga a sus verdaderas proporciones, sacando del juego a las mafias, que son su mayor peligro, y ya no tendremos que pagar con sangre, con prisiones horrendas y con destinos destrozados, esos vientos de modernidad que nunca nos trajeron los gobiernos abyectos y los políticos corruptos.
Es posible que antes de diez años la marihuana y la cocaína se hayan convertido en drogas legales.
Con la marihuana ya está ocurriendo. Después de las valientes legalizaciones de Uruguay y de Holanda, Canadá se dispone a ser el país de la legalización y el primero de la gran industrialización de cannabis, desarrollando sus posibilidades médicas y sus distintas presentaciones como flores secas, aceites y cápsulas de gel, su distribución por medio de internet, clubes, dispensarios y farmacias, y regulando su uso recreativo. Su distribución será algo tan sofisticado como las del té o el café, con sus delicadas variedades rigurosamente registradas, sus refinamientos de la producción y sus denominaciones de origen. Es un negocio que a nivel mundial calculan en más de 50.000 millones de dólares, donde ya están pensando en invertir desde Coca Cola hasta Philip Morris.
Inevitablemente la hoja de coca pasará también por esa gradual transformación de planta maldita en lo que verdaderamente es: un poderoso recurso natural lleno de aplicaciones en la medicina y la industria. Ya a comienzos del siglo XX, antes de la prohibición, abundaban en Europa los licores de coca, y la cocaína se consumía como estimulante. Lo que viene ahora será su transformación en industria gigantesca, con la ventaja de la desaparición de las mafias, y el fin del baño de sangre que durante 40 años hemos padecido.
Ojalá tanto los empresarios como los campesinos colombianos tengan alguna participación en ese negocio legal, y que no sean como siempre las grandes multinacionales las que se beneficien de algo que hasta ahora nos trajo muerte y desgracia, y unos pocos vientos de modernidad. Porque hay que decirlo: la poca modernidad que tiene hoy Colombia nos la trajeron más las mafias que el Estado.
Hubo aquí una primera modernidad, en las décadas iniciales del siglo XX, cuando se estableció la navegación por el Magdalena, se trazaron los cables aéreos para la cosecha cafetera, se tendió la red de ferrocarriles, se fundó la segunda aerolínea comercial del mundo, y se alzaron esos barrios legendarios de nuestras ciudades como Teusaquillo en Bogotá, Manga en Cartagena, el Prado en Medellín, Juanambú y Granada en Cali. Esa modernidad se detuvo con el fracaso de la llamada Revolución en Marcha entre 1938 y 1942. Después vinieron la violencia política despojadora de tierras y el Frente Nacional; finalmente hasta los ferrocarriles fueron desmontados, y hubo que esperar hasta los años 80 para que Colombia emprendiera una segunda modernización. Pero esa no la hicieron los gobernantes, que nos mantenían en un atraso escandaloso, sino los capitales mafiosos.
Esa es la diferencia: que la primera modernización la hizo el trabajo y la segunda la hizo la violencia. O, para ser exactos, que la primera la hicieron la agricultura y la industria, y la segunda la hicieron la marihuana y la coca.
A partir de 1974, cuando se deforestó la Sierra Nevada de Santa Marta para sembrar marihuana, y a partir de 1978, cuando los traficantes introdujeron en Estados Unidos la coca de las selvas de Bolivia y del Perú, y a partir de 1990, cuando la apertura económica llenó también de cultivos de coca los campos de Colombia, durante cuatro décadas nuevas ciudades crecieron en las viejas, el parque automotor se renovó completamente, llegaron los restaurantes internacionales, las catas de vinos, las marcas y los precios del gran mercado, y se renovaron la arquitectura y la decoración.
Esas cosas no las trajeron ni los viejos dueños de la tierra, ni los viejos políticos: nuestra política es tan mezquina que todavía hoy no hay una carretera completa de doble calzada entre las dos principales ciudades del país, y a duras penas están intentando superar un atraso vial de largas décadas.
Así que la primera modernización la pagamos con trabajo y sudor, y la segunda la pagamos con sangre y con lágrimas. Esas son las desgracias de la pobreza, cuando va unida al poder infame de unas castas que solo siembran ignorancia, odio entre hermanos y falta de orgullo, y cuando va unida a la dependencia, que siembra además servilismo y falta de carácter. Una generación fue sacrificada en los años 40 y 50 en el altar de los partidos, y otra fue sacrificada en los años 80 y 90 en el altar de la prohibición de las drogas. Por satisfacer los mandatos de los gobiernos de Estados Unidos, el Estado permitió que sectores emprendedores que no hallaban opciones bajo la legalidad imperante se convirtieran en mafias y nos condenaran a un infame baño de sangre.
Primero una idea del progreso que le daba la espalda a la agricultura despobló nuestros campos e hizo crecer ciudades llenas de marginados. Después una teoría del desarrollo que nos negaba la industrialización y nos especializaba en la extracción de materias primas nos privó de fuentes de empleo e hizo crecer la informalidad y la miseria. Finalmente, la prohibición de la droga convirtió en un crimen venderles lo único que estaban dispuestos a comprarnos. Y es así como unos poderes inapelables primero nos impiden toda legalidad y después nos satanizan como transgresores.
Es grave que un negocio de proporciones astronómicas se deje en manos de traficantes que no pueden acudir a los tribunales para resolver sus litigios y se ven despeñados en la justicia privada. Cuando el Estado regula las drogas puede sacar a los traficantes del asunto y hasta puede controlar y disuadir a los consumidores, como pasa con el alcohol y con el tabaco.
Muy pronto, cuando esas drogas estén legalizadas, comprenderemos por fin qué inútil locura fue este baño de sangre al que nos sometieron en décadas de indignidad y de estupidez. No pudimos persistir en nuestra vocación agraria, ni desarrollar un modelo industrial, ni tener un comercio incluyente y formalizado; con millones de brazos para trabajar y de cerebros para pensar, tuvimos que especializarnos en vender el suelo desnudo, convirtiendo los países en tierra devastada, y nuestros campesinos tuvieron que reducirse a proveedores de traficantes.
Así como la legalización del alcohol no volvió a la humanidad alcohólica, legalizar va a reducir el problema de la droga a sus verdaderas proporciones, sacando del juego a las mafias, que son su mayor peligro, y ya no tendremos que pagar con sangre, con prisiones horrendas y con destinos destrozados, esos vientos de modernidad que nunca nos trajeron los gobiernos abyectos y los políticos corruptos.