“Qué extraña es nuestra manera de castigar” -decía Nietzsche- “no redime al criminal, al contrario, envilece más que el crimen mismo”. De todas las preguntas que nos plantea la condición humana, tal vez ninguna debería desvelarnos tanto como los caminos de la justicia.
Somos la única especie que se interesa por la justicia, porque somos la única que a medias se ha emancipado de la naturaleza. Nadie considera malvado a un tigre por caer sobre una gacela, ni a un águila por atrapar a una liebre, pero vemos con horror la violencia que unos seres humanos ejercen sobre otros, y así como Carlyle sostuvo que la reflexión sobre los trajes y la indumentaria es fundamental, porque el humano es el único animal que se viste, la pregunta por la justicia y por la ley es esencial para entendernos, porque el ser humano es el único que peca y que delinque.
Nadie ha olvidado la vieja sentencia de Publio Terencio Africano, “humano soy, y nada que sea humano me es ajeno”. Este filósofo advirtió temprano, como Cristo, que todos somos susceptibles de error, que con un poco de humanidad podemos corregir nuestras acciones dañinas y que solo el que esté libre de las debilidades de la voluntad puede arrojar la piedra de la condenación sobre otros. A veces solo cumplimos la ley porque la vida nos enseñó a hacerlo.
No solo las especies se comportan de modo diferente, también las culturas. Existió en la cultura griega la leyenda de Edipo, que mató a su padre, se casó con su madre, y fue padre de sus hermanos y hermano de sus hijos. Pero nadie habló entonces del crimen de Edipo sino de la tragedia de Edipo: la leyenda advirtió que no podía ser culpable de lo que hizo alguien que lo hizo a ciegas, que mató en un combate anónimo a un hombre arrogante sin saber que era su padre, que cuando se casó con aquella mujer no podía saber que era su madre, y cuando procreó a sus hijos estaba siguiendo el más natural de los instintos. Menos puede ser culpable alguien de quien ya se había anunciado a su nacimiento que haría todas esas cosas. ¿Cómo atribuirle a su voluntad lo que los dioses habían dictado desde su cuna?
Pero nuestra cultura ya no cree en los dioses que dictan el destino desde la cuna, nuestra cultura cree a veces en un solo Dios que lo sabe todo pero que nos ha dado un margen de libertad para que todo lo que hagamos pueda ser atribuible a nuestra voluntad y por lo tanto juzgado como una culpa. Y es verdad que existe nuestra libertad, aunque por supuesto se exageran sus alcances.
No todo el mundo es igualmente libre para esquivar las tentaciones de la violencia, de la pasión, de la marginalidad, del resentimiento. No todo el mundo tiene la oportunidad de ser un lector de Séneca o de Marco Aurelio. No todos han recibido los mismos ejemplos de honradez, de respeto, de solidaridad. No todo el mundo ha sido tratado desde niño con humanidad, con justicia, con generosidad; no todo ser humano ha sido alimentado con lo que Shakespeare llamaba “la leche de la ternura humana”.
Y no siempre puede convertirse sin sombras en una persona virtuosa y cumplidora de la ley alguien que ha visto expulsar o asesinar a sus padres, que ha visto cómo le arrebatan la tierra a su familia, alguien que crece en la precariedad y en la exclusión, o que ha sido irrespetado en sus derechos, o considerado ciudadano de tercera por los que nacieron un poco más arriba en la escala social.
Siempre he pensado que no basta con la formulación abstracta de la ley. Creo que a los seres humanos no solo deberían dictárseles leyes sino brindarles las condiciones para que puedan cumplirlas, y siempre he sentido que no se trata solo de que el ciudadano respete la ley sino de que la ley respete al ciudadano.
Basta mirar en el mundo las estadísticas de la población carcelaria para advertir que donde son mejores las condiciones de educación, de trabajo, de respeto por el ciudadano, de prosperidad y de cultura, es donde hay menos delincuencia y menos población carcelaria, y acabo de ver en un documental que en Holanda han tenido que cerrar 19 cárceles por falta de reclusos.
Nadie debería tener derecho a mirar las estadísticas de delitos y de encarcelamientos sin mirar al mismo tiempo los índices de cohesión social, de educación, de salud, de empleo, de orgullo personal, del sentimiento de pertenecer a una cultura y a una nación. Son los malos gobiernos los que piensan que una cosa es la educación, otra cosa es la economía, otra cosa es la salud y otra cosa es la justicia, y que esos asuntos de la vida en común deben tratarse por aparte, como disciplinas aisladas.
No debería ser necesario explicar que la salud no puede consistir solo en medicina industrial, atención hospitalaria y cirugía, que esas son soluciones extremas: que la salud es en primer lugar agua potable, alimentación sana, educación, higiene, convivencia, ingresos seguros, orden afectivo, confianza en el futuro.
No debería ser necesario explicar que la educación no es solamente brindar información y trasmitir conocimientos, que la educación requiere sobre todo respeto y buen ejemplo, descubrimiento de las vocaciones, estímulo a los talentos, acompañamiento, lectura, una relación cercana entre el sistema escolar y la sociedad.
Y no debería ser necesario explicar que solo se dictan incontables leyes allí donde han dejado de imperar las costumbres, y que cuantas más leyes se dictan menos se cumplen. Porque lo importante no es tanto la letra de la ley sino la intensidad con que resuena en los corazones humanos, la convicción profunda entre los ciudadanos de que esa ley fue hecha para beneficiarlos y no para anularlos.
Cuando existen circunstancias de hambre en una sociedad, Victor Hugo ya nos habló de eso en su conocida novela Los Miserables, se entiende que es más fácil el delito famélico, pues casi nadie roba cosas personales indispensables si no es por física necesidad. Cuando la gente pide y nadie le da, uno no justifica pero entiende que la gente se vea tentada al delito, y hasta Oscar Wilde, a quien le gustaba ser desafiante frente a los egoísmos de la aristocracia, dijo en alguna parte que “es más seguro pedir que robar, pero es más hermoso robar que pedir”. Por supuesto: se estaba refiriendo a los pequeños hurtos de quienes siempre fueron postergados, no a las gigantescas máquinas del mal y de la corrupción, para las que robar no solo no tiene consecuencias, sino que ni siquiera resulta peligroso.
* Este texto fue leído por el autor en el XXIV Encuentro de la Jurisdicción Ordinaria realizado por la Corte Suprema de Justicia el 18 y 19 de noviembre.
“Qué extraña es nuestra manera de castigar” -decía Nietzsche- “no redime al criminal, al contrario, envilece más que el crimen mismo”. De todas las preguntas que nos plantea la condición humana, tal vez ninguna debería desvelarnos tanto como los caminos de la justicia.
Somos la única especie que se interesa por la justicia, porque somos la única que a medias se ha emancipado de la naturaleza. Nadie considera malvado a un tigre por caer sobre una gacela, ni a un águila por atrapar a una liebre, pero vemos con horror la violencia que unos seres humanos ejercen sobre otros, y así como Carlyle sostuvo que la reflexión sobre los trajes y la indumentaria es fundamental, porque el humano es el único animal que se viste, la pregunta por la justicia y por la ley es esencial para entendernos, porque el ser humano es el único que peca y que delinque.
Nadie ha olvidado la vieja sentencia de Publio Terencio Africano, “humano soy, y nada que sea humano me es ajeno”. Este filósofo advirtió temprano, como Cristo, que todos somos susceptibles de error, que con un poco de humanidad podemos corregir nuestras acciones dañinas y que solo el que esté libre de las debilidades de la voluntad puede arrojar la piedra de la condenación sobre otros. A veces solo cumplimos la ley porque la vida nos enseñó a hacerlo.
No solo las especies se comportan de modo diferente, también las culturas. Existió en la cultura griega la leyenda de Edipo, que mató a su padre, se casó con su madre, y fue padre de sus hermanos y hermano de sus hijos. Pero nadie habló entonces del crimen de Edipo sino de la tragedia de Edipo: la leyenda advirtió que no podía ser culpable de lo que hizo alguien que lo hizo a ciegas, que mató en un combate anónimo a un hombre arrogante sin saber que era su padre, que cuando se casó con aquella mujer no podía saber que era su madre, y cuando procreó a sus hijos estaba siguiendo el más natural de los instintos. Menos puede ser culpable alguien de quien ya se había anunciado a su nacimiento que haría todas esas cosas. ¿Cómo atribuirle a su voluntad lo que los dioses habían dictado desde su cuna?
Pero nuestra cultura ya no cree en los dioses que dictan el destino desde la cuna, nuestra cultura cree a veces en un solo Dios que lo sabe todo pero que nos ha dado un margen de libertad para que todo lo que hagamos pueda ser atribuible a nuestra voluntad y por lo tanto juzgado como una culpa. Y es verdad que existe nuestra libertad, aunque por supuesto se exageran sus alcances.
No todo el mundo es igualmente libre para esquivar las tentaciones de la violencia, de la pasión, de la marginalidad, del resentimiento. No todo el mundo tiene la oportunidad de ser un lector de Séneca o de Marco Aurelio. No todos han recibido los mismos ejemplos de honradez, de respeto, de solidaridad. No todo el mundo ha sido tratado desde niño con humanidad, con justicia, con generosidad; no todo ser humano ha sido alimentado con lo que Shakespeare llamaba “la leche de la ternura humana”.
Y no siempre puede convertirse sin sombras en una persona virtuosa y cumplidora de la ley alguien que ha visto expulsar o asesinar a sus padres, que ha visto cómo le arrebatan la tierra a su familia, alguien que crece en la precariedad y en la exclusión, o que ha sido irrespetado en sus derechos, o considerado ciudadano de tercera por los que nacieron un poco más arriba en la escala social.
Siempre he pensado que no basta con la formulación abstracta de la ley. Creo que a los seres humanos no solo deberían dictárseles leyes sino brindarles las condiciones para que puedan cumplirlas, y siempre he sentido que no se trata solo de que el ciudadano respete la ley sino de que la ley respete al ciudadano.
Basta mirar en el mundo las estadísticas de la población carcelaria para advertir que donde son mejores las condiciones de educación, de trabajo, de respeto por el ciudadano, de prosperidad y de cultura, es donde hay menos delincuencia y menos población carcelaria, y acabo de ver en un documental que en Holanda han tenido que cerrar 19 cárceles por falta de reclusos.
Nadie debería tener derecho a mirar las estadísticas de delitos y de encarcelamientos sin mirar al mismo tiempo los índices de cohesión social, de educación, de salud, de empleo, de orgullo personal, del sentimiento de pertenecer a una cultura y a una nación. Son los malos gobiernos los que piensan que una cosa es la educación, otra cosa es la economía, otra cosa es la salud y otra cosa es la justicia, y que esos asuntos de la vida en común deben tratarse por aparte, como disciplinas aisladas.
No debería ser necesario explicar que la salud no puede consistir solo en medicina industrial, atención hospitalaria y cirugía, que esas son soluciones extremas: que la salud es en primer lugar agua potable, alimentación sana, educación, higiene, convivencia, ingresos seguros, orden afectivo, confianza en el futuro.
No debería ser necesario explicar que la educación no es solamente brindar información y trasmitir conocimientos, que la educación requiere sobre todo respeto y buen ejemplo, descubrimiento de las vocaciones, estímulo a los talentos, acompañamiento, lectura, una relación cercana entre el sistema escolar y la sociedad.
Y no debería ser necesario explicar que solo se dictan incontables leyes allí donde han dejado de imperar las costumbres, y que cuantas más leyes se dictan menos se cumplen. Porque lo importante no es tanto la letra de la ley sino la intensidad con que resuena en los corazones humanos, la convicción profunda entre los ciudadanos de que esa ley fue hecha para beneficiarlos y no para anularlos.
Cuando existen circunstancias de hambre en una sociedad, Victor Hugo ya nos habló de eso en su conocida novela Los Miserables, se entiende que es más fácil el delito famélico, pues casi nadie roba cosas personales indispensables si no es por física necesidad. Cuando la gente pide y nadie le da, uno no justifica pero entiende que la gente se vea tentada al delito, y hasta Oscar Wilde, a quien le gustaba ser desafiante frente a los egoísmos de la aristocracia, dijo en alguna parte que “es más seguro pedir que robar, pero es más hermoso robar que pedir”. Por supuesto: se estaba refiriendo a los pequeños hurtos de quienes siempre fueron postergados, no a las gigantescas máquinas del mal y de la corrupción, para las que robar no solo no tiene consecuencias, sino que ni siquiera resulta peligroso.
* Este texto fue leído por el autor en el XXIV Encuentro de la Jurisdicción Ordinaria realizado por la Corte Suprema de Justicia el 18 y 19 de noviembre.