Como muchos lo han dicho del comunismo, yo diría que el que no estuviera con Chávez hace veinte años no tenía corazón, pero quien esté hoy con Maduro no tiene cerebro.
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Como muchos lo han dicho del comunismo, yo diría que el que no estuviera con Chávez hace veinte años no tenía corazón, pero quien esté hoy con Maduro no tiene cerebro.
Entre 1999 y 2013, Chávez en América Latina construyó una esperanza, y en los últimos diez años Maduro y su gente la han defraudado. Chávez vio, como nadie, la injusticia de que en el país más rico de América Latina la pobreza era tanta que terminó produciendo el “caracazo”. Una élite insensible había convertido en su feudo privado las mayores reservas de petróleo del mundo; los viejos partidos que alguna vez tuvieron dignidad y grandeza habían perdido su camino, y la aparición de Chávez fue sin duda una necesidad de la historia.
Era un hombre del pueblo, ocurrente, travieso, un poco burdo pero también genial. Borró con una indudable vocación democrática su inicial tentativa de usurpación; el pueblo le dio generosamente lo que él primero había intentado tomarse por su cuenta, y su gobierno marcó el primer gran despertar de la América Latina después de la revolución cubana y de la gesta peronista. También le sonrió la economía, porque en sus años de auge el petróleo alcanzó unos precios nunca vistos. De modo que la bolivariana fue tal vez la primera revolución popular que contó con una chequera en petrodólares casi inagotable, chequera que Chávez (aleccionado por la historia de Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954 y de Juan Bosch en República Dominicana en 1963, de Joao Goulart en Brasil en 1964 y de Salvador Allende en Chile en 1973) aprovechó para blindar su proyecto con grandes alianzas continentales y con la estrategia geopolítica de una gran potencia petrolera.
Comprendió que en este continente no bastaba el respaldo popular, que su proyecto necesitaba la fidelidad de las fuerzas armadas, pero fue capaz de conquistar y de mantener esa lealtad a punta de mística y de juglaría, proyectando reflejos de la gesta de Bolívar, recitando coplas llaneras y cantando tonadas populares. No padecía de la abyecta sumisión de nuestras élites ante los poderes del mundo: una vez intentó abrazar cordialmente a la reina Isabel de Inglaterra, y cuando le advirtieron que esos gestos no los permitía el protocolo británico, respondió que en cambio el protocolo venezolano los recomendaba. Otra vez, viendo la costosa y envarada inoperancia de los grandes simposios internacionales, declaró que “los gobiernos van de cumbre en cumbre y los pueblos de abismo en abismo”. Y un día, en una sesión de la asamblea de las Naciones Unidas donde acababa de intervenir el presidente Bush, que poco antes había invadido Irak con la misma prepotencia con que ahora Putin invade Ucrania, Chávez dijo con una sonrisa. “Por aquí estuvo el diablo: huele a azufre”. Por fin alguien desde América Latina les faltaba al respeto traviesamente a los infatuados amos del mundo, y esas cosas les devuelven dignidad a los pueblos.
Chávez no fue un tirano, fue un travieso juglar de honda raíz popular, ese Peralta y ese Florentino que le ganaban a los dados al diablo, y le puso color a una época, pero se lo cobraron. Grandes y concertados poderes del mundo echaron a rodar la leyenda de que era un dictador, cuando, gracias a su talento y a su estilo, en las sucesivas elecciones a las que convocó su gobierno cada vez acudían más electores, en un ejemplo de democracia creciente que nadie puede negar, de modo que donde antes votaba menos de la mitad de la población, llegó a votar hasta el 80 por ciento.
El rechazo de los grandes poderes fue tan feroz, que cuando aún no cumplía tres años de estar gobernando, en 2002, le dieron un golpe de Estado que muchos “demócratas” nuestros aplaudieron, pero antes de un día el pueblo lo había puesto de nuevo en su silla.
Sin embargo, desde 1936 en su texto clásico “Sembrar el petróleo”, el escritor Uslar Pietri había advertido con gran sentido de la historia que, aunque Venezuela era un país riquísimo, con las mayores reservas de petróleo del mundo, dependía de un modo tan exclusivo de ellas y del mercado mundial que, si de pronto se hundieran los precios del petróleo, el país tendría que pedir socorro a la Cruz Roja Internacional. “Aquí vendrían a repartir sopas en las esquinas”, añadió. Fueron palabras proféticas.
Bastó que Chávez muriera para que, por azar o por una maniobra concertada, los precios del petróleo se vinieran al suelo y con ellos buena parte del proyecto chavista. Porque nadie había sembrado el petróleo, y porque el país ya no estaba bajo la orientación de un político lleno de intuición y de compromiso sino de unos funcionarios que solo mostraron talento desde entonces para atornillarse en el poder; no para proteger a su pueblo (que tuvo que huir en oleadas, por millones, en una crisis agravada por las sanciones de los Estados Unidos), sino para utilizar la riqueza nacional como su salvoconducto político, peleando con un imperio pero hipotecándose a otros.
Solo habían llegado al poder gracias a las virtudes de la democracia, y mientras vivió Chávez la honraron y la ampliaron, pero cuando el precio del petróleo se hundió y la campaña internacional de desprestigio arreció, y creció la inflación, empezaron a recurrir a la trampa para sostenerse, persiguieron a la oposición, inhabilitaron a sus candidatos, gobernaron con espíritu de secta, y para salvar un proyecto cada vez menos coherente, no vacilaron en sacrificar a su pueblo.
Comparado con Colombia, Venezuela es uno de los países más pacíficos del continente. Aún en medio de la mayor polarización, entre los venezolanos hay menos abismos de clase y de cultura que entre los colombianos. Pero por esa misma razón, y por la deuda de honor que tenían con la democracia, los maduristas estaban en la obligación de respetar las reglas del juego, aceptar el desafío electoral, no tratar a los adversarios como enemigos, no convertir en un delito el no pensar como ellos.
Yo, que siempre he defendido a Chávez, y lo considero un símbolo del alegre mestizaje latinoamericano, siempre les dije a mis amigos chavistas que el principal error de aquel líder fue irrespetar a la oposición, y hoy no dudo de que eso, que en él no pasó de ser un error, en manos de sus asediados herederos se convirtió en algo más oscuro y más codicioso. Tenían el deber de respetar a la oposición, tenían que aceptar el veredicto de las urnas, tenían que tener el valor democrático de abandonar el poder y de irse a la oposición si las mayorías electorales lo ordenaban, como lo hicieron siempre los peronistas en la Argentina. Así se lo expresé a Maduro en una carta pública hace ya siete años.
Los acobardó perder el poder y a partir de ese momento empezaron a delinquir. Porque traicionar la democracia no es solo robarse un presupuesto, así sea con las mejores intenciones, sino robarse un país y el destino de millones de personas. Y el que lo hace lo vuelve a hacer, hasta que ya no puede parar. Y no dejará de escudarse en los más altos y nobles pretextos.
Hace rato ya que Venezuela solo representa una esperanza para los usurpadores que se creen dueños de los pueblos y de su destino. Y yo, que no me arrepiento de haberlos apoyado cuando representaban una esperanza para el mundo, me siento hoy en el deber de señalarlos como defraudadores de la voluntad popular. El resultado es trágico: al cabo de veinticinco años otra élite usurpadora ha convertido a Venezuela en su feudo privado. Hace rato ya que la fidelidad de los militares no la pagan como Chávez con mística y con juglaría sino en efectivo, con los recursos de la gente que sufre. Ese discurso de que “tenemos la razón y por eso no podemos perder”, aunque su proyecto tenga cada vez menos ideas y despierte cada vez menos entusiasmo, termina siendo el recurso de una camarilla que se cree o se finge redentora, para reemplazar la voluntad popular. Y el pueblo lo sabe.
Por eso los pobres están bajando de Petare, llorando de tristeza y de indignación. Y Maduro no es Chávez. Y la legitimidad de una causa latinoamericana, que siempre tendrá la incomprensión y la adversidad de los Estados Unidos, no puede nacer de la aprobación de Rusia o de China, tan interesados en el petróleo como el otro imperio, sino de la voluntad y del corazón del bravo pueblo que siempre se supo sacudir de sus yugos, respetando la ley, y también el honor y la virtud.