Un Estado confiesa su impotencia cuando cada vez que se le agotan los recursos la única solución que encuentra es ahorcar un poco más a sus contribuyentes.
Los gobiernos deberían estar para orientar la economía, para rediseñarla atendiendo a las riquezas de la comunidad y a las necesidades del territorio. En Colombia sobra insistir en la fecundidad de los suelos, en la abundancia de las aguas, en la diversidad de los recursos, en la laboriosidad de las gentes. Nada de eso les importa a unos gobiernos cuya primera prioridad no es el bienestar de los ciudadanos sino la defensa de los privilegios y la conservación de un modelo ya viejo de desigualdad y de injusticia.
¿Modificar el régimen de propiedad de la tierra? Pero si los señores no lo permitirían. ¿Acabar la corrupción? ¿Cómo hacerlo sin cambiar la cultura, sin modificar las maneras de la política, sin fortalecer la vigilancia y la participación ciudadana, sin romper las lógicas de la contratación, sin hacer que la política deje de ser un negocio y se convierta en un servicio a la comunidad? Ah, dicen los dueños de todo, para eso se necesitan décadas, habría que empezar de cero, ya no hay nada que hacer.
¿Dejar de depender de la droga? No hay mercancía más rentable, no hay industria más elemental, no hay producto vegetal más portátil, no hay mercado más seguro. Su abono es la necesidad, su ritmo productivo es la codicia, su publicidad es su propia novela sangrienta, y no requiere puntos de venta porque el consumo es ávido, furtivo, recursivo, excitante. Sí, responde el sentido común, no hay negocio más grande, pero cuesta mucha sangre y no paga impuestos, como no tributan los latifundios, ni los grandes capitales que conocen a la perfección las grietas del sistema tributario y los sumideros de la legalidad aparente.
Así que los gobiernos nuevos solo hacen lo que hacían los gobiernos viejos: cobrar más impuestos a los que se sujetan a la ley, a los que trabajan legalmente, a los que pagan lealmente, a los que declaran sinceramente, a los que acatan todas las formalidades. Y es así como solo la legalidad es exprimida y solo la decencia es castigada. Lo cual incrementa fatalmente la transgresión o por lo menos la necesidad de hacer trampa.
Con qué cara de niño bueno dice el presidente que hay que estimular la conciencia del contribuyente, el hábito de pagar impuestos. Hombre, la gente solo aprende a tributar cuando salta a la vista en qué se invierten sus impuestos. Y si lo que ve es que una cuarta parte del presupuesto se va en pagar una deuda cuyos beneficios nunca son claros, otra cuarta en sostener unas Fuerzas Armadas que no protegen a nadie, otra cuarta en sostener un aparato burocrático gigantesco y otra en las pesadas avalanchas de la corrupción, desde las armas hasta las togas, pues quién va a querer pagar.
Y aun así se hace lo que se puede: pagar peajes elevados por carreteras pésimas, pagar un altísimo IVA por casi todo, el 4 x 1.000 a las transacciones bancarias y los comparendos que fingen que estamos en un país donde todo funciona y que por lo tanto nos pueden castigar por esquivar los huecos, por estar demorados en el trancón, por tratar de pasar a otro vehículo en carreteras que ni siquiera tienen dos carriles.
Hay que ver cómo al que se rebele lo declaran enemigo de las instituciones. Pero no: el peor enemigo de las instituciones es el que tolera su ineptitud y su corrupción, el que no las reforma, el que hace sacrosanto a un poder que delinque y respetables a unas autoridades que no respetan a nadie.
Cuando hace falta plata, esos gobiernos, que no son más que fotocopias de otros, y esos de otros, y esos de otros, hasta los tiempos en que los virreyes duplicaban los impuestos cada vez que el rey tenía que financiar una nueva guerra, esos gobiernos no tienen tiempo, ni ideas, ni voluntad para pensar en la economía que el país necesita, en las barreras que hay que derribar para que la laboriosidad de la gente se despliegue, para que la tierra produzca, para que la industria florezca, para que los ricos sean más responsables y los pobres no estén excluidos y participen en la construcción de un país más bello y más grande, esos gobiernos solo encuentran la eterna solución y es cobrar más y más y más impuestos a los pocos, a los poquísimos que tienen a la vez un poco de recursos y un poco de conciencia.
Y al que se rebele, claro, tratarlo de vándalo. Pero no, presidente: yo creo que esto que comienza no es vandalismo, es desesperación. También los virreyes creyeron que a los que se rebelaban contra los impuestos había que castigarlos con severidad. Hace poco pasé por Guaduas y vi el sitio donde exhibieron la cabeza de José Antonio Galán. Creo que los brazos y las piernas los mandaron a otras provincias. Pero poco después lo que se cayó fue el Virreinato.
Aquí hay un pueblo desesperado que necesita una economía distinta, una dirigencia sensible, responsable, creadora, un orden que le deje la iniciativa al pueblo, que libere las fuerzas, los créditos, las posibilidades, los recursos, todo lo que permanece amarrado en manos de sabihondos y de expertos, llenos de arrogancia, de prepotencia y de ineptitud.
Lo que sigue, de verdad, no lo puede hacer ningún gobierno si no está allí el pueblo ordenándoselo. Y en estos tiempos de pandemia, de desamparo, de arbitrariedad y de no futuro, me temo que no van a caer solo las estatuas.
Un Estado confiesa su impotencia cuando cada vez que se le agotan los recursos la única solución que encuentra es ahorcar un poco más a sus contribuyentes.
Los gobiernos deberían estar para orientar la economía, para rediseñarla atendiendo a las riquezas de la comunidad y a las necesidades del territorio. En Colombia sobra insistir en la fecundidad de los suelos, en la abundancia de las aguas, en la diversidad de los recursos, en la laboriosidad de las gentes. Nada de eso les importa a unos gobiernos cuya primera prioridad no es el bienestar de los ciudadanos sino la defensa de los privilegios y la conservación de un modelo ya viejo de desigualdad y de injusticia.
¿Modificar el régimen de propiedad de la tierra? Pero si los señores no lo permitirían. ¿Acabar la corrupción? ¿Cómo hacerlo sin cambiar la cultura, sin modificar las maneras de la política, sin fortalecer la vigilancia y la participación ciudadana, sin romper las lógicas de la contratación, sin hacer que la política deje de ser un negocio y se convierta en un servicio a la comunidad? Ah, dicen los dueños de todo, para eso se necesitan décadas, habría que empezar de cero, ya no hay nada que hacer.
¿Dejar de depender de la droga? No hay mercancía más rentable, no hay industria más elemental, no hay producto vegetal más portátil, no hay mercado más seguro. Su abono es la necesidad, su ritmo productivo es la codicia, su publicidad es su propia novela sangrienta, y no requiere puntos de venta porque el consumo es ávido, furtivo, recursivo, excitante. Sí, responde el sentido común, no hay negocio más grande, pero cuesta mucha sangre y no paga impuestos, como no tributan los latifundios, ni los grandes capitales que conocen a la perfección las grietas del sistema tributario y los sumideros de la legalidad aparente.
Así que los gobiernos nuevos solo hacen lo que hacían los gobiernos viejos: cobrar más impuestos a los que se sujetan a la ley, a los que trabajan legalmente, a los que pagan lealmente, a los que declaran sinceramente, a los que acatan todas las formalidades. Y es así como solo la legalidad es exprimida y solo la decencia es castigada. Lo cual incrementa fatalmente la transgresión o por lo menos la necesidad de hacer trampa.
Con qué cara de niño bueno dice el presidente que hay que estimular la conciencia del contribuyente, el hábito de pagar impuestos. Hombre, la gente solo aprende a tributar cuando salta a la vista en qué se invierten sus impuestos. Y si lo que ve es que una cuarta parte del presupuesto se va en pagar una deuda cuyos beneficios nunca son claros, otra cuarta en sostener unas Fuerzas Armadas que no protegen a nadie, otra cuarta en sostener un aparato burocrático gigantesco y otra en las pesadas avalanchas de la corrupción, desde las armas hasta las togas, pues quién va a querer pagar.
Y aun así se hace lo que se puede: pagar peajes elevados por carreteras pésimas, pagar un altísimo IVA por casi todo, el 4 x 1.000 a las transacciones bancarias y los comparendos que fingen que estamos en un país donde todo funciona y que por lo tanto nos pueden castigar por esquivar los huecos, por estar demorados en el trancón, por tratar de pasar a otro vehículo en carreteras que ni siquiera tienen dos carriles.
Hay que ver cómo al que se rebele lo declaran enemigo de las instituciones. Pero no: el peor enemigo de las instituciones es el que tolera su ineptitud y su corrupción, el que no las reforma, el que hace sacrosanto a un poder que delinque y respetables a unas autoridades que no respetan a nadie.
Cuando hace falta plata, esos gobiernos, que no son más que fotocopias de otros, y esos de otros, y esos de otros, hasta los tiempos en que los virreyes duplicaban los impuestos cada vez que el rey tenía que financiar una nueva guerra, esos gobiernos no tienen tiempo, ni ideas, ni voluntad para pensar en la economía que el país necesita, en las barreras que hay que derribar para que la laboriosidad de la gente se despliegue, para que la tierra produzca, para que la industria florezca, para que los ricos sean más responsables y los pobres no estén excluidos y participen en la construcción de un país más bello y más grande, esos gobiernos solo encuentran la eterna solución y es cobrar más y más y más impuestos a los pocos, a los poquísimos que tienen a la vez un poco de recursos y un poco de conciencia.
Y al que se rebele, claro, tratarlo de vándalo. Pero no, presidente: yo creo que esto que comienza no es vandalismo, es desesperación. También los virreyes creyeron que a los que se rebelaban contra los impuestos había que castigarlos con severidad. Hace poco pasé por Guaduas y vi el sitio donde exhibieron la cabeza de José Antonio Galán. Creo que los brazos y las piernas los mandaron a otras provincias. Pero poco después lo que se cayó fue el Virreinato.
Aquí hay un pueblo desesperado que necesita una economía distinta, una dirigencia sensible, responsable, creadora, un orden que le deje la iniciativa al pueblo, que libere las fuerzas, los créditos, las posibilidades, los recursos, todo lo que permanece amarrado en manos de sabihondos y de expertos, llenos de arrogancia, de prepotencia y de ineptitud.
Lo que sigue, de verdad, no lo puede hacer ningún gobierno si no está allí el pueblo ordenándoselo. Y en estos tiempos de pandemia, de desamparo, de arbitrariedad y de no futuro, me temo que no van a caer solo las estatuas.