(Leído en la COP16, en el Foro de la Fundación Salvar el río Magdalena).
A lo primero que tendría que ayudarnos el río es a tomar conciencia de que el país está más unido de lo que pensamos, de que las fuerzas profundas que nos unen no son ni siquiera las de la política ni las de la cultura sino las de la naturaleza.
Por fortuna tenemos un ejemplo y son los panches. Sí: eran guerreros, eran feroces, eran indomables, pero eran libres, y lo mejor que tenían es que se llamaban así, panches, porque ese es el nombre que les daban en su lengua a los bagres del Magdalena. Decían que sus antepasados eran los peces del río, que un día, hace mucho tiempo, habían salido del agua y habían poblado las llanuras. Y seguían llevando el nombre de panches porque no querían olvidar que eran hijos del río, del mismo modo que los u’wa de la sierra del Cocuy saben que son hijos de las águilas.
Sobre este tema algunos letrados se burlan, pero no hay ningún daño en pensar que uno es hijo de los peces y de las águilas: resulta un poco más difícil creer, aunque también es verdad, que somos hijos del espíritu santo. Pero no solo no es dañino creerlo, sino que es provechoso, porque cuanto más nos sintamos parientes de esos peces y de esas águilas, de esas hormigas y de esas iguanas, más capaces seremos de protegerlas.
Porque en los tiempos que corren nos ha dado por rendir un culto tal al conocimiento, que consideramos que la mayor virtud de los seres humanos es conocer. Y yo voy a atreverme a decir aquí que aunque el conocimiento es muy importante, indispensable para nuestra vida y para nuestra cultura, hay cosas aún más importantes que el conocimiento, y entre ellas están el sentimiento, la compasión y la gratitud. Los seres humanos cada día sabemos más del mundo, pero extrañamente el mundo está cada vez más en peligro. Nunca hemos sabido tanto de los jaguares, pero cada vez hay menos jaguares. El conocimiento no es suficiente: se necesitan el sentimiento, la compasión y la gratitud.
O para decirlo de otro modo, sentir el río es otra manera de conocerlo, querer al río es otra manera de conocerlo, agradecerle al río es otra manera de conocerlo. Y la verdad es que durante mucho tiempo nuestra relación con el río, en las buenas edades del mundo, estuvo hecha de emoción, de cercanía, de gratitud. Sabíamos mejor que ahora que somos parte del río, que así como nosotros dependemos de él, el río depende de nosotros.
Si leyéramos el río de otra manera comprenderíamos la labor de esos primeros andaquíes que alzaron los monumentos de San Agustín, esos jaguares y cóndores humanizados, tan bellos y tan misteriosos, ese bosque de criaturas de piedra que seguramente fue alzado allí para que vigilara las fuentes del río. Porque cuando uno va a san Agustín, (y todos los colombianos deberíamos ir alguna vez a san Agustín), uno va a ver dos cosas que parecen distintas, pero que son tal vez una sola: el parque arqueológico, y las cavernas de aguas encajonadas por las que el río Magdalena brota a la luz, estrecho pero poderoso, torrencial, lleno de la fuerza que le permitirá no solo atravesar todo este mundo nuestro bañándolo y fecundándolo sino también siendo el espejo de nuestras aventuras y el eco de nuestras tragedias.
Porque el río era un cauce de agua y un río de peces, pero a lo largo de los siglos ha sido también el principal vínculo del territorio, el lazo que une las regiones, el articulador de los caminos, el campo de los éxodos y las fundaciones, y también de nuestras aventuras y nuestras luchas. El camino de la Conquista, el ámbito de la Expedición Botánica, el camino de Humboldt, de Caldas y de las campañas de Independencia, el escenario de nuestros cultivos y de nuestras guerras. Un río de memorias, de leyendas y relatos: por él navegó Bolívar, subiendo hacia la gloria y bajando hacia la tumba, por el viajaron Silva hacia el norte y García Márquez hacia el sur, Jorge Isaacs hacia el Caribe y Rivera desde el Huila; por él entraron los comerciantes y bajaron por décadas el oro y la quina, el tabaco y la cosecha cafetera.
Y sobre todo fue siempre un río de canciones: no entenderíamos la música colombiana sin la historia de las gentes a la orilla del río. Desde los rajaleñas del Huila y los bambucos del plan del Tolima, desde Al sur de Jorge Villamil hasta las rumbas criollas de Garavito, desde El Caracolí de Silva y Villalba hasta esa canción En la playa de Garzón y Collazos, que, para advertir cuán conectado está todo, pensamos que es un poema tolimense pero fue escrita por Baudilio Montoya, un hombre del Quindío. Y no olvidamos que fue allí, en las casetas de Barranca Bermeja, donde Juan Madera y Wilson Choperena crearon en 1960 La pollerá colorá, que muchos colombianos sentimos con más emoción que el himno nacional; y allí nacieron todas las cumbias, desde La subienda que compuso el chocoano Senén Palacios y que canta Gabriel Romero, hasta El pescador, que canta con la pura voz del río Totó la Momposina; y a lo lejos ya se oye La piragua de José Barros seguida por su ejército de estrellas hasta las playas de amor de Chimichagua; y quiero mencionar una canción que nadie creería que nació en esas orillas, el tango Lejos de ti, de Julio Erazo, que vivió en Guamal hasta el último día, una canción que empieza con la lluvia de las noches trayendo la memoria de lo perdido, porque la lluvia también es el río. Pero al otro lado está la música campesina antioqueña a la que Guillermo Buitrago volvió caribeña, y más allá toda la juglaría de los vallenatos que no puede dejar de conversar con el río, hasta llegar a la canción más alegre y colorida de la vecindad del Caribe, El pájaro amarillo, compuesta con recuerdos del llano del Orinoco, que cantaron para siempre Bovea y sus vallenatos, y entre tantos miles de canciones del litoral, esos porros memorables de Campo Miranda, entre los que yo no podría dejar de mencionar el Lamento náufrago que hace que siempre queramos volver al muelle de Puerto Colombia.
Ya desde Neiva el río empieza a morir, primero por los sucesivos embalses de Betania y El Quimbo, pero después con las aguas negras que vienen de las ciudades y de los pueblos, aunque todavía en Natagaima uno siente que el río tiene vida. Lo que pasa es que más tarde, a la altura de Flandes, cae sobre el río Magdalena el tributo terrible de todos los jabones y detergentes de dos millones de hogares de la capital de la república, sumado al miasma de las curtiembres y a los desechos industriales, toda la contaminación de una ciudad inmensa que baja por el río Bogotá, y por eso el río que pasa por Ambalema y por Honda ya es casi un río muerto, aunque todavía no le han llegado los residuos industriales de la zona petrolera, ni el renovado aporte de mercurio de las mineras, ni el torrente final del río Cauca, que trae los desechos de la otra vertiente.
Y tampoco podemos ignorar que incluso las economías provechosas y ejemplares, como el cultivo del café y del aguacate, la producción de las zonas fruteras y de los cítricos, los ingenios de azúcar y las arroceras, todas arrojan finalmente sus pesticidas y sus químicos al río, ya que las aguas que lavan las vertientes lo llevan todo al río, de modo que el padre de las aguas recibe cada día la labor y la tragedia del país entero.
Por eso, cuando nos preguntamos por qué el río está prácticamente muerto, aunque tenemos que señalar algunas de las fuentes más poderosas de contaminación, no podemos cerrar los ojos al hecho de que todos nosotros contribuimos, con nuestra manera de vivir y de consumir, con nuestras costumbres y nuestra negligencia a la muerte del río, y que más importante y urgente que tratar de parecer inocentes es tratar de ser responsables. Y si bien hay que instalar filtros poderosos allí donde los ríos contaminados desembocan en el gran río, se diría que también se necesita un filtro en la conciencia de cada uno de nosotros, que impida que nuestro olvido o nuestra negligencia contribuyan al desastre.
Porque así como inadvertidamente todos ayudamos un poco a la destrucción de este milagro de la vida, bastarían un poco de conciencia y un ejercicio de reconciliación con el río para que empezara a notarse en sus aguas que el país ha vuelto a sentir un poco de amor por él, de gratitud por su belleza, por su fertilidad, por sus leyendas y por sus canciones.
Yo he notado que mientras el río estuvo vivo abundaron las canciones del río, pues las canciones son sobre todo la expresión del amor de la vida en las orillas, y cuando alguien me dijo un día que era una ilusión romántica pensar que dándole serenatas al río se podía contribuir a salvarlo, yo le contesté que lo que logran esas serenatas no es tanto que el río se recupere, sino que nosotros recuperemos nuestra relación con él, nuestra cercanía; la conciencia de que necesitamos tener otra actitud hacia el río, una nueva relación con sus aguas, con sus orillas, con sus bosques, con los ríos que se vierten en él.
El río realmente es muy grande, y también puede sentirse y cuidarse lejos del río, en los bosques de las vertientes, en los pueblos de las montañas, en las ciudades, en los manantiales y en los páramos, en la niebla de los bosques y en esas lluvias que son sus altas fuentes, la fracción del río que se alza de las montañas, la que baja del cielo. No solo no es difícil aprender a ser parte de esta danza y de los ciclos de la naturaleza, sino que ese aprendizaje podría ser la mejor de las fiestas.
Son muchas las tareas que tenemos que emprender para pedirle al río que nos salve. Yo creo que esta invocación no se hará solo mediante manifiestos y llamados sino mediante acciones que podrían ser muy placenteras. Pero en primer lugar hay que visitar al río, hay que volver al río. A medida que comprobemos que el río no está tan bien como quisiéramos, aunque todavía puede darnos mucha paz y mucha belleza, nos sentiremos más dispuestos a participar de la fiesta de su transformación.
Todos entendemos fácilmente que un río es por definición un sistema de limpieza, que en rigor un río podría limpiarse a sí mismo; pero después de tanto tiempo de depredación ya hay cosas que el río no consigue llevarse, sustancias dañinas que ya están adheridas al lecho, y por eso se requieren trabajos técnicos y científicos que son complejos y que son costosos, pero también esos recursos van a llegar cuando veamos al país entero decidido a reconciliarse con su mayor tesoro.
Hay un montón de tareas técnicas especializadas que son necesarias, y que otros países han emprendido en la limpieza de sus ríos: esponjas químicas para retirar los metales pesados y las materias detenidas en su lecho, hay que retirar venenos, basuras, escombros, sustancias peligrosas, y emprender una labor inmensa de limpieza del río, pero también hay que avanzar en la enorme tarea de reforestar sus orillas.
Y para esto se necesitará la actividad y la pasión de miles de sembradores; está muy bien que les lleguen recursos a los jóvenes si a cambio de eso se despierta en ellos un nuevo compromiso con el mundo, pues esta labor no consistirá solo en sembrar sino en aprender, reconocer las especies, volverse expertos en la flora equinoccial, encontrar la posibilidad de un destino personal en alianza con el territorio.
Hace un par de siglos, cuando el barón de Humboldt navegó entre Mompox y Honda, los bosques llegaban hasta la pura orilla del río. Después ocurrió un hecho asombroso: que la navegación por el Magdalena fue la causa de que se acabara la navegación por el Magdalena. Los vapores que recorrían el río alimentaban sus calderas con leña, y como Colombia siempre ha sido un país del rebusque, las orillas del río se llenaron de gentes talando los árboles y ofreciendo madera para los buques, de modo que en poco tiempo las selvas de la orilla fueron arrasadas. Y como ya no estaban allí esas raíces que retenían y afirmaban el suelo, la consecuencia fue que las orillas se fueron deslizando hacia el agua, los sedimentos llenaron el lecho del río, y la navegación en grande se hizo imposible. Así como es necesario retirar los metales, recoger las sustancias dañinas, limpiar las orillas y sembrar los bosques, también habrá que remover los sedimentos para que el río pueda ocupar nuevamente su cauce.
Muchos países han emprendido la tarea de limpiar sus ríos, ese es uno de los rostros de esta época, y todos los días recibimos noticias de lo que han hecho en Inglaterra con el Támesis, y en Paris con el Sena, en Austria y en Rumania con el Danubio, y en Nueva York con el río Hudson, que estuvo totalmente contaminado por los desechos industriales y por la basura de los puertos, y donde ahora las gentes pueden pescar de nuevo. Devolver la vida a los grandes ríos es ahora posible, pero en nuestro caso la tarea es más compleja porque son muchos los factores que alteran y pervierten el río. La topografía del territorio, los muchos pisos térmicos, la variedad de los climas, y la incontrolada actividad humana, contribuyen a la complejidad del problema.
Es asombroso comprobar cómo en las enormes cordilleras colombianas y en las llanuras, los resultados de toda la labor provechosa y dañina de los seres humanos, de la agricultura, de la minería, de la industria, de la vida cotidiana de millones de personas, todo resbala hacia los ríos, y muchos ríos convergen sobre el Magdalena, y el Magdalena lo recibe todo, lo recoge todo. Tenemos una sociedad que se acostumbró a esperar que de sus grifos salga a cada instante agua pura, pero que casi nunca se pregunta hacia donde se va después el agua que pasa por sus manos, la que sale de sus hogares y de sus fábricas. Ni siquiera nos damos cuenta de que hasta nuestra limpieza produce suciedad. Pero eso no tiene necesariamente que ser así, bastaría que las sustancias que usamos estén diseñadas para volver sin daño al ciclo de la naturaleza, bastaría que haya un esfuerzo nuevo de la industria, del comercio, y de las costumbres cotidianas, para que mucha de esa contaminación deje de envenenar el río.
Trabajos técnicos, brigadas de limpieza, plantas de tratamiento, legiones de sembradores, todo es necesario, pero más difícil que limpiar el río es impedir que siga contaminándose. Aquí, como en el planeta entero, la humanidad está necesitando una inmensa revolución de las costumbres, que haga que nuestra cultura no pese tanto sobre la naturaleza, que nuestros hábitos de producción y de consumo no alteren tanto el equilibrio del mundo. Porque creemos estar solos pero en realidad estamos juntos: todo lo que obramos sobre el entorno se suma y se acumula, y ya no somos cinco millones de personas en este país como hace un siglo, sino cincuenta millones.
En el mundo se realizan cada vez más cumbres sobre el clima, sobre el cuidado del agua, sobre la biodiversidad, sobre la protección de la naturaleza. Pero es dramático advertir que a menudo esas cumbres que definen propósitos y trazan tareas históricas, siempre vuelven a reunirse sobre todo para analizar por qué no se cumplieron los objetivos trazados en la cumbre anterior. La lucha contra el cambio climático, la lucha por la protección de la naturaleza y por la defensa de la biodiversidad, la lucha por el cuidado de los ríos y por la limpieza de los manantiales solo empezarán a tener algún éxito cuando dejen de ser solo reuniones de expertos, compromisos de funcionarios, encuentros de especialistas, y se conviertan en parte de la agenda cotidiana de millones de seres humanos.
Claro que se necesitan la iniciativa de los Estados, la planificación de los expertos, los recursos de las naciones y de los organismos internacionales, pero todo eso será vano si no logramos que millones de jóvenes, que millones de ciudadanos, que millones de hogares se sumen con alegría y con creatividad al cumplimiento de esas tareas. Y ya no será en los simposios sino en la orilla de los ríos y en la siembra de los bosques de las vertientes, caminando por el mundo real, navegando por sus aguas, sembrando, limpiando, pintando, estudiando, narrando, celebrando la variedad y la belleza del mundo, como podremos cambiar las cosas; luchando por convencer a los que no lo entienden que todavía estamos a tiempo de escuchar por fin la voz de esos ríos que mueren, de esos bosques que agonizan, de esos peces que se ahogan, de esas especies que se extinguen.
No podemos seguir apenas comprobando que se fueron los caimanes, que se fueron los peces, que se fueron los pescadores, que se fueron las garzas, que se fueron los cormoranes, que se olvidaron las leyendas, que se murieron los bogas, que se arruinaron los barcos, que se olvidaron las recetas, que se apagaron las canciones. Porque en el fondo todo eso solo significa que somos nosotros los que nos vamos extinguiendo, convertidos apenas en los apéndices de una tecnología que solo será útil si está gobernada por nosotros, y que es muy peligrosa cuando es ella la que nos domina, la que nos reemplaza, la que va anulando nuestros talentos, haciendo innecesaria nuestra imaginación y nuestra creatividad.
Así que en este esfuerzo hay muchas tareas técnicas, muchas tareas científicas y políticas, económicas y empresariales, pero una tarea principal le corresponde a la cultura. Y si al río tenemos que pedirle que nos salve, eso no se hará solo con palabras sino con acciones: navegando, caminando, limpiando, sembrando, siendo testigos cotidianos de la limpieza del río, del retorno de la vida, hasta alcanzar el milagro de que vuelvan los peces, de que vuelvan los insectos, de que vuelvan un día, ¿por qué no?, los caimanes.
Porque cuando Humboldt navegó 45 días en un champán delgadísimo y largo que llevaba diez toneladas de carga y que iba impulsado por la fuerza de 12 bogas, el río estaba lleno de caimanes y era sin embargo un río seguro. Y a veces siento que fue después de que se fueron los caimanes y los peces, después de que se fueron los pescadores y las canciones, cuando por el río empezaron a bajar solo las cosas muertas.
(Leído en la COP16, en el Foro de la Fundación Salvar el río Magdalena).
A lo primero que tendría que ayudarnos el río es a tomar conciencia de que el país está más unido de lo que pensamos, de que las fuerzas profundas que nos unen no son ni siquiera las de la política ni las de la cultura sino las de la naturaleza.
Por fortuna tenemos un ejemplo y son los panches. Sí: eran guerreros, eran feroces, eran indomables, pero eran libres, y lo mejor que tenían es que se llamaban así, panches, porque ese es el nombre que les daban en su lengua a los bagres del Magdalena. Decían que sus antepasados eran los peces del río, que un día, hace mucho tiempo, habían salido del agua y habían poblado las llanuras. Y seguían llevando el nombre de panches porque no querían olvidar que eran hijos del río, del mismo modo que los u’wa de la sierra del Cocuy saben que son hijos de las águilas.
Sobre este tema algunos letrados se burlan, pero no hay ningún daño en pensar que uno es hijo de los peces y de las águilas: resulta un poco más difícil creer, aunque también es verdad, que somos hijos del espíritu santo. Pero no solo no es dañino creerlo, sino que es provechoso, porque cuanto más nos sintamos parientes de esos peces y de esas águilas, de esas hormigas y de esas iguanas, más capaces seremos de protegerlas.
Porque en los tiempos que corren nos ha dado por rendir un culto tal al conocimiento, que consideramos que la mayor virtud de los seres humanos es conocer. Y yo voy a atreverme a decir aquí que aunque el conocimiento es muy importante, indispensable para nuestra vida y para nuestra cultura, hay cosas aún más importantes que el conocimiento, y entre ellas están el sentimiento, la compasión y la gratitud. Los seres humanos cada día sabemos más del mundo, pero extrañamente el mundo está cada vez más en peligro. Nunca hemos sabido tanto de los jaguares, pero cada vez hay menos jaguares. El conocimiento no es suficiente: se necesitan el sentimiento, la compasión y la gratitud.
O para decirlo de otro modo, sentir el río es otra manera de conocerlo, querer al río es otra manera de conocerlo, agradecerle al río es otra manera de conocerlo. Y la verdad es que durante mucho tiempo nuestra relación con el río, en las buenas edades del mundo, estuvo hecha de emoción, de cercanía, de gratitud. Sabíamos mejor que ahora que somos parte del río, que así como nosotros dependemos de él, el río depende de nosotros.
Si leyéramos el río de otra manera comprenderíamos la labor de esos primeros andaquíes que alzaron los monumentos de San Agustín, esos jaguares y cóndores humanizados, tan bellos y tan misteriosos, ese bosque de criaturas de piedra que seguramente fue alzado allí para que vigilara las fuentes del río. Porque cuando uno va a san Agustín, (y todos los colombianos deberíamos ir alguna vez a san Agustín), uno va a ver dos cosas que parecen distintas, pero que son tal vez una sola: el parque arqueológico, y las cavernas de aguas encajonadas por las que el río Magdalena brota a la luz, estrecho pero poderoso, torrencial, lleno de la fuerza que le permitirá no solo atravesar todo este mundo nuestro bañándolo y fecundándolo sino también siendo el espejo de nuestras aventuras y el eco de nuestras tragedias.
Porque el río era un cauce de agua y un río de peces, pero a lo largo de los siglos ha sido también el principal vínculo del territorio, el lazo que une las regiones, el articulador de los caminos, el campo de los éxodos y las fundaciones, y también de nuestras aventuras y nuestras luchas. El camino de la Conquista, el ámbito de la Expedición Botánica, el camino de Humboldt, de Caldas y de las campañas de Independencia, el escenario de nuestros cultivos y de nuestras guerras. Un río de memorias, de leyendas y relatos: por él navegó Bolívar, subiendo hacia la gloria y bajando hacia la tumba, por el viajaron Silva hacia el norte y García Márquez hacia el sur, Jorge Isaacs hacia el Caribe y Rivera desde el Huila; por él entraron los comerciantes y bajaron por décadas el oro y la quina, el tabaco y la cosecha cafetera.
Y sobre todo fue siempre un río de canciones: no entenderíamos la música colombiana sin la historia de las gentes a la orilla del río. Desde los rajaleñas del Huila y los bambucos del plan del Tolima, desde Al sur de Jorge Villamil hasta las rumbas criollas de Garavito, desde El Caracolí de Silva y Villalba hasta esa canción En la playa de Garzón y Collazos, que, para advertir cuán conectado está todo, pensamos que es un poema tolimense pero fue escrita por Baudilio Montoya, un hombre del Quindío. Y no olvidamos que fue allí, en las casetas de Barranca Bermeja, donde Juan Madera y Wilson Choperena crearon en 1960 La pollerá colorá, que muchos colombianos sentimos con más emoción que el himno nacional; y allí nacieron todas las cumbias, desde La subienda que compuso el chocoano Senén Palacios y que canta Gabriel Romero, hasta El pescador, que canta con la pura voz del río Totó la Momposina; y a lo lejos ya se oye La piragua de José Barros seguida por su ejército de estrellas hasta las playas de amor de Chimichagua; y quiero mencionar una canción que nadie creería que nació en esas orillas, el tango Lejos de ti, de Julio Erazo, que vivió en Guamal hasta el último día, una canción que empieza con la lluvia de las noches trayendo la memoria de lo perdido, porque la lluvia también es el río. Pero al otro lado está la música campesina antioqueña a la que Guillermo Buitrago volvió caribeña, y más allá toda la juglaría de los vallenatos que no puede dejar de conversar con el río, hasta llegar a la canción más alegre y colorida de la vecindad del Caribe, El pájaro amarillo, compuesta con recuerdos del llano del Orinoco, que cantaron para siempre Bovea y sus vallenatos, y entre tantos miles de canciones del litoral, esos porros memorables de Campo Miranda, entre los que yo no podría dejar de mencionar el Lamento náufrago que hace que siempre queramos volver al muelle de Puerto Colombia.
Ya desde Neiva el río empieza a morir, primero por los sucesivos embalses de Betania y El Quimbo, pero después con las aguas negras que vienen de las ciudades y de los pueblos, aunque todavía en Natagaima uno siente que el río tiene vida. Lo que pasa es que más tarde, a la altura de Flandes, cae sobre el río Magdalena el tributo terrible de todos los jabones y detergentes de dos millones de hogares de la capital de la república, sumado al miasma de las curtiembres y a los desechos industriales, toda la contaminación de una ciudad inmensa que baja por el río Bogotá, y por eso el río que pasa por Ambalema y por Honda ya es casi un río muerto, aunque todavía no le han llegado los residuos industriales de la zona petrolera, ni el renovado aporte de mercurio de las mineras, ni el torrente final del río Cauca, que trae los desechos de la otra vertiente.
Y tampoco podemos ignorar que incluso las economías provechosas y ejemplares, como el cultivo del café y del aguacate, la producción de las zonas fruteras y de los cítricos, los ingenios de azúcar y las arroceras, todas arrojan finalmente sus pesticidas y sus químicos al río, ya que las aguas que lavan las vertientes lo llevan todo al río, de modo que el padre de las aguas recibe cada día la labor y la tragedia del país entero.
Por eso, cuando nos preguntamos por qué el río está prácticamente muerto, aunque tenemos que señalar algunas de las fuentes más poderosas de contaminación, no podemos cerrar los ojos al hecho de que todos nosotros contribuimos, con nuestra manera de vivir y de consumir, con nuestras costumbres y nuestra negligencia a la muerte del río, y que más importante y urgente que tratar de parecer inocentes es tratar de ser responsables. Y si bien hay que instalar filtros poderosos allí donde los ríos contaminados desembocan en el gran río, se diría que también se necesita un filtro en la conciencia de cada uno de nosotros, que impida que nuestro olvido o nuestra negligencia contribuyan al desastre.
Porque así como inadvertidamente todos ayudamos un poco a la destrucción de este milagro de la vida, bastarían un poco de conciencia y un ejercicio de reconciliación con el río para que empezara a notarse en sus aguas que el país ha vuelto a sentir un poco de amor por él, de gratitud por su belleza, por su fertilidad, por sus leyendas y por sus canciones.
Yo he notado que mientras el río estuvo vivo abundaron las canciones del río, pues las canciones son sobre todo la expresión del amor de la vida en las orillas, y cuando alguien me dijo un día que era una ilusión romántica pensar que dándole serenatas al río se podía contribuir a salvarlo, yo le contesté que lo que logran esas serenatas no es tanto que el río se recupere, sino que nosotros recuperemos nuestra relación con él, nuestra cercanía; la conciencia de que necesitamos tener otra actitud hacia el río, una nueva relación con sus aguas, con sus orillas, con sus bosques, con los ríos que se vierten en él.
El río realmente es muy grande, y también puede sentirse y cuidarse lejos del río, en los bosques de las vertientes, en los pueblos de las montañas, en las ciudades, en los manantiales y en los páramos, en la niebla de los bosques y en esas lluvias que son sus altas fuentes, la fracción del río que se alza de las montañas, la que baja del cielo. No solo no es difícil aprender a ser parte de esta danza y de los ciclos de la naturaleza, sino que ese aprendizaje podría ser la mejor de las fiestas.
Son muchas las tareas que tenemos que emprender para pedirle al río que nos salve. Yo creo que esta invocación no se hará solo mediante manifiestos y llamados sino mediante acciones que podrían ser muy placenteras. Pero en primer lugar hay que visitar al río, hay que volver al río. A medida que comprobemos que el río no está tan bien como quisiéramos, aunque todavía puede darnos mucha paz y mucha belleza, nos sentiremos más dispuestos a participar de la fiesta de su transformación.
Todos entendemos fácilmente que un río es por definición un sistema de limpieza, que en rigor un río podría limpiarse a sí mismo; pero después de tanto tiempo de depredación ya hay cosas que el río no consigue llevarse, sustancias dañinas que ya están adheridas al lecho, y por eso se requieren trabajos técnicos y científicos que son complejos y que son costosos, pero también esos recursos van a llegar cuando veamos al país entero decidido a reconciliarse con su mayor tesoro.
Hay un montón de tareas técnicas especializadas que son necesarias, y que otros países han emprendido en la limpieza de sus ríos: esponjas químicas para retirar los metales pesados y las materias detenidas en su lecho, hay que retirar venenos, basuras, escombros, sustancias peligrosas, y emprender una labor inmensa de limpieza del río, pero también hay que avanzar en la enorme tarea de reforestar sus orillas.
Y para esto se necesitará la actividad y la pasión de miles de sembradores; está muy bien que les lleguen recursos a los jóvenes si a cambio de eso se despierta en ellos un nuevo compromiso con el mundo, pues esta labor no consistirá solo en sembrar sino en aprender, reconocer las especies, volverse expertos en la flora equinoccial, encontrar la posibilidad de un destino personal en alianza con el territorio.
Hace un par de siglos, cuando el barón de Humboldt navegó entre Mompox y Honda, los bosques llegaban hasta la pura orilla del río. Después ocurrió un hecho asombroso: que la navegación por el Magdalena fue la causa de que se acabara la navegación por el Magdalena. Los vapores que recorrían el río alimentaban sus calderas con leña, y como Colombia siempre ha sido un país del rebusque, las orillas del río se llenaron de gentes talando los árboles y ofreciendo madera para los buques, de modo que en poco tiempo las selvas de la orilla fueron arrasadas. Y como ya no estaban allí esas raíces que retenían y afirmaban el suelo, la consecuencia fue que las orillas se fueron deslizando hacia el agua, los sedimentos llenaron el lecho del río, y la navegación en grande se hizo imposible. Así como es necesario retirar los metales, recoger las sustancias dañinas, limpiar las orillas y sembrar los bosques, también habrá que remover los sedimentos para que el río pueda ocupar nuevamente su cauce.
Muchos países han emprendido la tarea de limpiar sus ríos, ese es uno de los rostros de esta época, y todos los días recibimos noticias de lo que han hecho en Inglaterra con el Támesis, y en Paris con el Sena, en Austria y en Rumania con el Danubio, y en Nueva York con el río Hudson, que estuvo totalmente contaminado por los desechos industriales y por la basura de los puertos, y donde ahora las gentes pueden pescar de nuevo. Devolver la vida a los grandes ríos es ahora posible, pero en nuestro caso la tarea es más compleja porque son muchos los factores que alteran y pervierten el río. La topografía del territorio, los muchos pisos térmicos, la variedad de los climas, y la incontrolada actividad humana, contribuyen a la complejidad del problema.
Es asombroso comprobar cómo en las enormes cordilleras colombianas y en las llanuras, los resultados de toda la labor provechosa y dañina de los seres humanos, de la agricultura, de la minería, de la industria, de la vida cotidiana de millones de personas, todo resbala hacia los ríos, y muchos ríos convergen sobre el Magdalena, y el Magdalena lo recibe todo, lo recoge todo. Tenemos una sociedad que se acostumbró a esperar que de sus grifos salga a cada instante agua pura, pero que casi nunca se pregunta hacia donde se va después el agua que pasa por sus manos, la que sale de sus hogares y de sus fábricas. Ni siquiera nos damos cuenta de que hasta nuestra limpieza produce suciedad. Pero eso no tiene necesariamente que ser así, bastaría que las sustancias que usamos estén diseñadas para volver sin daño al ciclo de la naturaleza, bastaría que haya un esfuerzo nuevo de la industria, del comercio, y de las costumbres cotidianas, para que mucha de esa contaminación deje de envenenar el río.
Trabajos técnicos, brigadas de limpieza, plantas de tratamiento, legiones de sembradores, todo es necesario, pero más difícil que limpiar el río es impedir que siga contaminándose. Aquí, como en el planeta entero, la humanidad está necesitando una inmensa revolución de las costumbres, que haga que nuestra cultura no pese tanto sobre la naturaleza, que nuestros hábitos de producción y de consumo no alteren tanto el equilibrio del mundo. Porque creemos estar solos pero en realidad estamos juntos: todo lo que obramos sobre el entorno se suma y se acumula, y ya no somos cinco millones de personas en este país como hace un siglo, sino cincuenta millones.
En el mundo se realizan cada vez más cumbres sobre el clima, sobre el cuidado del agua, sobre la biodiversidad, sobre la protección de la naturaleza. Pero es dramático advertir que a menudo esas cumbres que definen propósitos y trazan tareas históricas, siempre vuelven a reunirse sobre todo para analizar por qué no se cumplieron los objetivos trazados en la cumbre anterior. La lucha contra el cambio climático, la lucha por la protección de la naturaleza y por la defensa de la biodiversidad, la lucha por el cuidado de los ríos y por la limpieza de los manantiales solo empezarán a tener algún éxito cuando dejen de ser solo reuniones de expertos, compromisos de funcionarios, encuentros de especialistas, y se conviertan en parte de la agenda cotidiana de millones de seres humanos.
Claro que se necesitan la iniciativa de los Estados, la planificación de los expertos, los recursos de las naciones y de los organismos internacionales, pero todo eso será vano si no logramos que millones de jóvenes, que millones de ciudadanos, que millones de hogares se sumen con alegría y con creatividad al cumplimiento de esas tareas. Y ya no será en los simposios sino en la orilla de los ríos y en la siembra de los bosques de las vertientes, caminando por el mundo real, navegando por sus aguas, sembrando, limpiando, pintando, estudiando, narrando, celebrando la variedad y la belleza del mundo, como podremos cambiar las cosas; luchando por convencer a los que no lo entienden que todavía estamos a tiempo de escuchar por fin la voz de esos ríos que mueren, de esos bosques que agonizan, de esos peces que se ahogan, de esas especies que se extinguen.
No podemos seguir apenas comprobando que se fueron los caimanes, que se fueron los peces, que se fueron los pescadores, que se fueron las garzas, que se fueron los cormoranes, que se olvidaron las leyendas, que se murieron los bogas, que se arruinaron los barcos, que se olvidaron las recetas, que se apagaron las canciones. Porque en el fondo todo eso solo significa que somos nosotros los que nos vamos extinguiendo, convertidos apenas en los apéndices de una tecnología que solo será útil si está gobernada por nosotros, y que es muy peligrosa cuando es ella la que nos domina, la que nos reemplaza, la que va anulando nuestros talentos, haciendo innecesaria nuestra imaginación y nuestra creatividad.
Así que en este esfuerzo hay muchas tareas técnicas, muchas tareas científicas y políticas, económicas y empresariales, pero una tarea principal le corresponde a la cultura. Y si al río tenemos que pedirle que nos salve, eso no se hará solo con palabras sino con acciones: navegando, caminando, limpiando, sembrando, siendo testigos cotidianos de la limpieza del río, del retorno de la vida, hasta alcanzar el milagro de que vuelvan los peces, de que vuelvan los insectos, de que vuelvan un día, ¿por qué no?, los caimanes.
Porque cuando Humboldt navegó 45 días en un champán delgadísimo y largo que llevaba diez toneladas de carga y que iba impulsado por la fuerza de 12 bogas, el río estaba lleno de caimanes y era sin embargo un río seguro. Y a veces siento que fue después de que se fueron los caimanes y los peces, después de que se fueron los pescadores y las canciones, cuando por el río empezaron a bajar solo las cosas muertas.