Tal vez el principal defecto de nuestra idea actual de democracia consiste en la importancia tan grande que se atribuye a los gobiernos y el papel tan precario que se confiere a los ciudadanos.
Al parecer en este mundo los pueblos solo existen para elegir a los gobiernos y a menudo los gobiernos solo existen para traicionar a los pueblos. Cuanto más malo es un gobierno, más convencidos estamos de que la solución será el gobierno siguiente, y eso en Colombia no significa deponer al que existe, que nunca cae, sino empezar a pelearse pronto por quién lo reemplazará.
Nunca hemos visto un gobierno que realmente corrija los problemas y cambie la historia, y sin embargo seguimos convencidos de que ese gran gobierno, histórico, valiente, generoso, lúcido, verdaderamente renovador, llegará y lo cambiará todo. Y como el actual nunca puede, siempre será el siguiente.
Tal vez es algo religioso, es una fe. No está mal que a falta de soluciones los pueblos tengan esperanzas, pero vale la pena preguntarse si el secreto de nuestros problemas no está en el tipo de soluciones que imaginamos. Esa idea de que todo lo resolverá un gobierno es tal vez la más nefasta y la más empobrecedora de todas, no solo por el poder sobrenatural que les atribuye a los políticos, sino por el papel tan irrelevante que les deja a los pueblos.
No ser ciudadanos sino apenas votos, no tener que ser ciudadanos todos los días sino solo una vez cada cuatro años: se diría que lo malo de ese invento no es tanto la inmensa responsabilidad que descarga en unos cuantos hombros, sino la tremenda irresponsabilidad que asegura para toda la sociedad. Ya no tenemos que hacer nada, ya tenemos quien lo haga todo por nosotros.
Por supuesto que esos gobiernos así elegidos, investidos de tanto poder y con el tesoro público en sus manos, aunque fueran los más calificados, y no hay garantía de ello, los más responsables, y no hay prueba, los más generosos, y no hay manera de asegurarlo, los más honestos, y nunca lo son, siempre terminan creyendo solo en sus ideas, escuchando solo a sus aduladores y considerando como sus electores no a los millones que votaron por ellos sino a los poderosos que los financiaron.
Terminan no administrando sino mandando, no escuchando sino reprimiendo. Periodo tras periodo no elegimos a nuestros salvadores sino a nuestros verdugos, de derecha o de izquierda, siempre tan vanidosos, siempre tan sabihondos, siempre tan superiores al pueblo que les dio su mandato, cada vez más convencidos de que la gente no sabe nada, que solo ellos saben lo que el país necesita, las duras cosas que hay que hacer contra la gente para salvar a las instituciones.
Tal vez ese resultado no es accidental, sino consecuencia natural de una idea de la democracia que perdió su sentido, que ahora privilegia el poder de decidir y de mandar sobre el poder de facilitar las cosas para la gente, el poder de reprimir y de controlar sobre el poder de despertar las energías creadoras de la sociedad, la vanidad de unos tartufos antes que el privilegio de proponer unas tareas de grandeza que unan a las comunidades y les den orgullo a los pueblos.
¿Cómo lograr que los gobiernos dejen de ser dioses cuando se acercan y monstruos cuando se van? Los pueblos son impacientes y son indolentes. “Por impaciencia perdieron el paraíso, dice el sabio, por indolencia no lo recuperan”. Como el papel de los gobiernos es salvarnos, si este no nos salvó, corramos a buscar el siguiente, que por supuesto tampoco nos salvará. Y como decía el único sabio, Franz Kafka, la vida termina consistiendo siempre “en salir de una celda que odiamos hacia otra que todavía tenemos que aprender a odiar”.
A veces algún gobierno hace algo, pero solo si los pueblos lo obligan. Porque para los gobiernos a que nos hemos acostumbrado el mejor pueblo es el que no hace nada: ni vigila, ni reclama, ni exige, ni controla, ni opina. Y la democracia solo puede ser vigilancia, exigencia, control, opinión, debate profundo. Más aun, la democracia debería ser iniciativa social, emprendimiento ciudadano, imaginación colectiva, favorecidos por instituciones respetuosas, sencillas, cercanas, no como ahora, controlados por pavorosos aparatos burocráticos que cada día desconfían más de nosotros, que cada vez nos exigen más papeleos, más trámites, en cuyas manos somos cada vez más no seres humanos singulares sino cifras prescindibles en los censos electorales, en las bases de datos, cuadros estadísticos, magnitudes del problema o melancólicos índices de mortalidad.
Qué mundo miserable hemos construido y qué verdugos nos hemos inventado. Y es peor en países como Colombia, donde los grandes factores de la economía no tributan: ni los dueños de la inmensa tierra porque no hay catastros, ni los grandes empresarios porque supuestamente hay que rebajarles los impuestos debido a los millones de empleos que están a punto de crear y que nunca aparecen, ni la mafia, que es la que maneja el gran negocio, ni el crimen, que mueve todos los millones. Solo tributa una modesta y minoritaria clase media que trabaja y produce, presta servicios, está formalizada y cumple la ley, y que por ello es la que debe sostener sobre sus hombros al Estado corrupto e insaciable y a la precaria administración, pagando impuestos a las ventas desmesurados, peajes incesantes por carreteras deshechas, extorsiones en todas las esquinas, multas aquí y allá, sosteniendo con su esfuerzo el andamiaje de una economía tan irracional como injusta, alimentando con su carne y su sangre al gran Leviatán. Mientras tanto el pueblo se rebusca la vida haciendo maromas por las calles, y los jóvenes pobres pagan con la vida el derecho a dos o tres años de ropa a la moda y cosas normales, que hay que vivir como lujos en barrios mas peligrosos que la guerra misma.
Ese es el precio de nuestro candor, pero es sobre todo el precio de nuestra indolencia. Yo ya estoy plenamente convencido de que los gobiernos solo valdrán algo cuando los pueblos valgan algo, cuando dejemos de idealizar a los políticos, sus retóricas, sus odios y sus promesas, cuando dejemos de creer que de verdad alguien va a venir a salvarnos, y aprendamos a tomar iniciativas, a resolver problemas, a crear soluciones, a tomar posesión de un país tan grande, tan rico, tan bello, pero tan poco amado por su gente, y por ello tan pésimamente gobernado durante los 200 años que lleva esta república.
Tal vez el principal defecto de nuestra idea actual de democracia consiste en la importancia tan grande que se atribuye a los gobiernos y el papel tan precario que se confiere a los ciudadanos.
Al parecer en este mundo los pueblos solo existen para elegir a los gobiernos y a menudo los gobiernos solo existen para traicionar a los pueblos. Cuanto más malo es un gobierno, más convencidos estamos de que la solución será el gobierno siguiente, y eso en Colombia no significa deponer al que existe, que nunca cae, sino empezar a pelearse pronto por quién lo reemplazará.
Nunca hemos visto un gobierno que realmente corrija los problemas y cambie la historia, y sin embargo seguimos convencidos de que ese gran gobierno, histórico, valiente, generoso, lúcido, verdaderamente renovador, llegará y lo cambiará todo. Y como el actual nunca puede, siempre será el siguiente.
Tal vez es algo religioso, es una fe. No está mal que a falta de soluciones los pueblos tengan esperanzas, pero vale la pena preguntarse si el secreto de nuestros problemas no está en el tipo de soluciones que imaginamos. Esa idea de que todo lo resolverá un gobierno es tal vez la más nefasta y la más empobrecedora de todas, no solo por el poder sobrenatural que les atribuye a los políticos, sino por el papel tan irrelevante que les deja a los pueblos.
No ser ciudadanos sino apenas votos, no tener que ser ciudadanos todos los días sino solo una vez cada cuatro años: se diría que lo malo de ese invento no es tanto la inmensa responsabilidad que descarga en unos cuantos hombros, sino la tremenda irresponsabilidad que asegura para toda la sociedad. Ya no tenemos que hacer nada, ya tenemos quien lo haga todo por nosotros.
Por supuesto que esos gobiernos así elegidos, investidos de tanto poder y con el tesoro público en sus manos, aunque fueran los más calificados, y no hay garantía de ello, los más responsables, y no hay prueba, los más generosos, y no hay manera de asegurarlo, los más honestos, y nunca lo son, siempre terminan creyendo solo en sus ideas, escuchando solo a sus aduladores y considerando como sus electores no a los millones que votaron por ellos sino a los poderosos que los financiaron.
Terminan no administrando sino mandando, no escuchando sino reprimiendo. Periodo tras periodo no elegimos a nuestros salvadores sino a nuestros verdugos, de derecha o de izquierda, siempre tan vanidosos, siempre tan sabihondos, siempre tan superiores al pueblo que les dio su mandato, cada vez más convencidos de que la gente no sabe nada, que solo ellos saben lo que el país necesita, las duras cosas que hay que hacer contra la gente para salvar a las instituciones.
Tal vez ese resultado no es accidental, sino consecuencia natural de una idea de la democracia que perdió su sentido, que ahora privilegia el poder de decidir y de mandar sobre el poder de facilitar las cosas para la gente, el poder de reprimir y de controlar sobre el poder de despertar las energías creadoras de la sociedad, la vanidad de unos tartufos antes que el privilegio de proponer unas tareas de grandeza que unan a las comunidades y les den orgullo a los pueblos.
¿Cómo lograr que los gobiernos dejen de ser dioses cuando se acercan y monstruos cuando se van? Los pueblos son impacientes y son indolentes. “Por impaciencia perdieron el paraíso, dice el sabio, por indolencia no lo recuperan”. Como el papel de los gobiernos es salvarnos, si este no nos salvó, corramos a buscar el siguiente, que por supuesto tampoco nos salvará. Y como decía el único sabio, Franz Kafka, la vida termina consistiendo siempre “en salir de una celda que odiamos hacia otra que todavía tenemos que aprender a odiar”.
A veces algún gobierno hace algo, pero solo si los pueblos lo obligan. Porque para los gobiernos a que nos hemos acostumbrado el mejor pueblo es el que no hace nada: ni vigila, ni reclama, ni exige, ni controla, ni opina. Y la democracia solo puede ser vigilancia, exigencia, control, opinión, debate profundo. Más aun, la democracia debería ser iniciativa social, emprendimiento ciudadano, imaginación colectiva, favorecidos por instituciones respetuosas, sencillas, cercanas, no como ahora, controlados por pavorosos aparatos burocráticos que cada día desconfían más de nosotros, que cada vez nos exigen más papeleos, más trámites, en cuyas manos somos cada vez más no seres humanos singulares sino cifras prescindibles en los censos electorales, en las bases de datos, cuadros estadísticos, magnitudes del problema o melancólicos índices de mortalidad.
Qué mundo miserable hemos construido y qué verdugos nos hemos inventado. Y es peor en países como Colombia, donde los grandes factores de la economía no tributan: ni los dueños de la inmensa tierra porque no hay catastros, ni los grandes empresarios porque supuestamente hay que rebajarles los impuestos debido a los millones de empleos que están a punto de crear y que nunca aparecen, ni la mafia, que es la que maneja el gran negocio, ni el crimen, que mueve todos los millones. Solo tributa una modesta y minoritaria clase media que trabaja y produce, presta servicios, está formalizada y cumple la ley, y que por ello es la que debe sostener sobre sus hombros al Estado corrupto e insaciable y a la precaria administración, pagando impuestos a las ventas desmesurados, peajes incesantes por carreteras deshechas, extorsiones en todas las esquinas, multas aquí y allá, sosteniendo con su esfuerzo el andamiaje de una economía tan irracional como injusta, alimentando con su carne y su sangre al gran Leviatán. Mientras tanto el pueblo se rebusca la vida haciendo maromas por las calles, y los jóvenes pobres pagan con la vida el derecho a dos o tres años de ropa a la moda y cosas normales, que hay que vivir como lujos en barrios mas peligrosos que la guerra misma.
Ese es el precio de nuestro candor, pero es sobre todo el precio de nuestra indolencia. Yo ya estoy plenamente convencido de que los gobiernos solo valdrán algo cuando los pueblos valgan algo, cuando dejemos de idealizar a los políticos, sus retóricas, sus odios y sus promesas, cuando dejemos de creer que de verdad alguien va a venir a salvarnos, y aprendamos a tomar iniciativas, a resolver problemas, a crear soluciones, a tomar posesión de un país tan grande, tan rico, tan bello, pero tan poco amado por su gente, y por ello tan pésimamente gobernado durante los 200 años que lleva esta república.