El COVID-19 ha servido para desnudar la realidad de cada sociedad, poniendo en evidencia fallas estructurales a las que tradicionalmente no se les prestó la atención suficiente y que ahora nos dejan ver las consecuencias de esa displicencia. Es una lástima que el Congreso no haya aprovechado esta coyuntura para asumir un rol protagónico que reivindicara su imagen ante el país; en sus manos está no solo el control de las medidas de emergencia adoptadas por el Ejecutivo, sino la posibilidad de expedir leyes que brinden soluciones permanentes a muchos de los problemas de los que ahora comenzamos a ser conscientes. Mientras la economía del mundo (bolsas y bancos) se mueve con eficiencia en el mundo digital, algunos de nuestros parlamentarios aseguran que no es lo suficientemente seguro para ellos.
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El COVID-19 ha servido para desnudar la realidad de cada sociedad, poniendo en evidencia fallas estructurales a las que tradicionalmente no se les prestó la atención suficiente y que ahora nos dejan ver las consecuencias de esa displicencia. Es una lástima que el Congreso no haya aprovechado esta coyuntura para asumir un rol protagónico que reivindicara su imagen ante el país; en sus manos está no solo el control de las medidas de emergencia adoptadas por el Ejecutivo, sino la posibilidad de expedir leyes que brinden soluciones permanentes a muchos de los problemas de los que ahora comenzamos a ser conscientes. Mientras la economía del mundo (bolsas y bancos) se mueve con eficiencia en el mundo digital, algunos de nuestros parlamentarios aseguran que no es lo suficientemente seguro para ellos.
Ahora que existe el riesgo de que el virus se expanda al interior de nuestras cárceles, surge la preocupación por su hacinamiento; el mismo que durante años ha dificultado asegurarles a los prisioneros condiciones de vida dignas, prestarles servicios de salud adecuados y ofrecerles opciones reales de reincorporarse a la sociedad. Pero el país estaba más preocupado por deshacerse de sus criminales mediante su confinamiento que de identificar e intervenir en las causas que los llevaron a la delincuencia, incluso con muchas voces oponiéndose a una prisión domiciliaria porque, dicen, encerrar a alguien en su casa no es castigo. Cuando avance la cuarentena quizá recapaciten y entiendan lo que significa estar privado de la libertad en cualquier lugar.
Para evitar el peligro de un contagio masivo entre los reclusos, se evalúa autorizar una excarcelación masiva que reduzca el hacinamiento carcelario, sin exponer a la ciudadanía a un descontrolado aumento de la criminalidad. Algunos han propuesto que se haga una diferencia entre los presos peligrosos y los que no lo son, y otros con más agudeza han planteado dividir la población reclusa en tres grupos para tratarlos de manera diferencial, de tal manera que a unos se los mantenga en prisión por el riesgo que presentan para los demás, a otros se los obligue a estar recluidos en sus domicilios y a otros (quienes representen la menor amenaza social) se les imponga una medida distinta o se les flexibilice el cumplimiento de la pena.
Mientras el Gobierno continúa analizando la mejor forma de llevar a la práctica esa gran idea que posibilitaría racionalizar el uso de la privación de la libertad, conviene recordar que ya tenemos disposiciones legales que permiten mantener en la cárcel solo a quienes por su nivel de peligrosidad deban ser separados de la colectividad; enviar a sus casas a quienes merecen ser privados de la libertad, pero no dentro de una prisión porque no son un problema potencial para la sociedad, y dejar en libertad (con otras medidas de control) a quienes no son un desafío para la convivencia. Si hubiéramos entendido la importancia de una política criminal orientada más a la prevención que a la represión del crimen, si en lugar de dejarnos arrastrar por la vorágine del populismo punitivo hubiéramos aplicado siempre esas normas, hoy no estaríamos tratando de inventarlas.