El fiscal general anunció que castigará con cárcel a quienes incumplan las disposiciones adoptadas para mitigar la expansión del COVID-19 o acaparen alimentos y elementos esenciales para la salud. Como esas conductas podrían encajar en los delitos de violación de medidas sanitarias, propagación de epidemia y acaparamiento, y todos ellos tienen una pena mínima de cuatro años de privación de la libertad, se trata de individuos a quienes legalmente se les debería imponer detención preventiva en centro carcelario y, en caso de ser condenados, tendrían que ir efectivamente a prisión.
Como es poco probable que la Fiscalía esté en condiciones de probar que alguna de esas personas incumplió el deber de permanecer en cuarentena con el propósito específico de propagar la epidemia del COVID-19 y no se trata de un delito que pueda cometerse por imprudencia, el anuncio luce inocuo. En cuanto a la violación de las medidas sanitarias, si bien su demostración es más sencilla porque basta con establecer el conocimiento previo de ellas y su voluntaria desatención, conviene tener en cuenta que ingresar en una cárcel a quienes fueron enviados a cuarentena por el riesgo de ser transmisores del COVID-19 constituiría un delito de propagación de epidemia y otro de violación de medida sanitaria. Este uso irracional del derecho penal llevaría a que, con la pretensión de contener una epidemia, los fiscales y los jueces la introdujeran en unos centros penitenciarios que no solo carecen de la infraestructura médica necesaria para tratar casos graves, sino que presentan niveles de hacinamiento que facilitarían una rápida expansión del virus.
Sobre el acaparamiento, también puede decirse que no es buena idea enviar gente a prisión en un momento en el que la principal recomendación sanitaria es reducir los contactos interpersonales. Como además se trata de conductas que solo son delitos cuando la cuantía supera los 50 salarios mínimos legales mensuales (alrededor de $43 millones), lo más probable es que esa intimidación no resulte eficiente para controlar la desmedida acumulación que muchas personas están haciendo de productos como papel higiénico, gel antibacterial o alcohol, porque la mayoría de esas transacciones no superan el tope fijado en la ley penal.
Mientras en Colombia se amenaza con llevar a la cárcel a estas personas, en Dinamarca una cadena de supermercados ha recurrido a otro mecanismo para controlar las compras excesivas de desinfectantes: mientras un frasco de ese producto tiene un valor de 5,50 euros, la segunda unidad tiene un costo de 134 euros. Establecer precios diferenciales dependiendo de la cantidad de productos que se compren es un buen ejemplo de maneras más eficaces de desestimular su incontrolada adquisición, sin involucrar innecesariamente el aparato judicial. Nos quejamos mucho de la congestión de los juzgados penales y del hacinamiento en nuestras cárceles, pero cada vez que surge un problema que afecta las relaciones sociales intentamos resolverlo a través de la aplicación del derecho penal, sin evaluar previamente otras formas de solución menos invasivas y, sobre todo, más eficientes.
El fiscal general anunció que castigará con cárcel a quienes incumplan las disposiciones adoptadas para mitigar la expansión del COVID-19 o acaparen alimentos y elementos esenciales para la salud. Como esas conductas podrían encajar en los delitos de violación de medidas sanitarias, propagación de epidemia y acaparamiento, y todos ellos tienen una pena mínima de cuatro años de privación de la libertad, se trata de individuos a quienes legalmente se les debería imponer detención preventiva en centro carcelario y, en caso de ser condenados, tendrían que ir efectivamente a prisión.
Como es poco probable que la Fiscalía esté en condiciones de probar que alguna de esas personas incumplió el deber de permanecer en cuarentena con el propósito específico de propagar la epidemia del COVID-19 y no se trata de un delito que pueda cometerse por imprudencia, el anuncio luce inocuo. En cuanto a la violación de las medidas sanitarias, si bien su demostración es más sencilla porque basta con establecer el conocimiento previo de ellas y su voluntaria desatención, conviene tener en cuenta que ingresar en una cárcel a quienes fueron enviados a cuarentena por el riesgo de ser transmisores del COVID-19 constituiría un delito de propagación de epidemia y otro de violación de medida sanitaria. Este uso irracional del derecho penal llevaría a que, con la pretensión de contener una epidemia, los fiscales y los jueces la introdujeran en unos centros penitenciarios que no solo carecen de la infraestructura médica necesaria para tratar casos graves, sino que presentan niveles de hacinamiento que facilitarían una rápida expansión del virus.
Sobre el acaparamiento, también puede decirse que no es buena idea enviar gente a prisión en un momento en el que la principal recomendación sanitaria es reducir los contactos interpersonales. Como además se trata de conductas que solo son delitos cuando la cuantía supera los 50 salarios mínimos legales mensuales (alrededor de $43 millones), lo más probable es que esa intimidación no resulte eficiente para controlar la desmedida acumulación que muchas personas están haciendo de productos como papel higiénico, gel antibacterial o alcohol, porque la mayoría de esas transacciones no superan el tope fijado en la ley penal.
Mientras en Colombia se amenaza con llevar a la cárcel a estas personas, en Dinamarca una cadena de supermercados ha recurrido a otro mecanismo para controlar las compras excesivas de desinfectantes: mientras un frasco de ese producto tiene un valor de 5,50 euros, la segunda unidad tiene un costo de 134 euros. Establecer precios diferenciales dependiendo de la cantidad de productos que se compren es un buen ejemplo de maneras más eficaces de desestimular su incontrolada adquisición, sin involucrar innecesariamente el aparato judicial. Nos quejamos mucho de la congestión de los juzgados penales y del hacinamiento en nuestras cárceles, pero cada vez que surge un problema que afecta las relaciones sociales intentamos resolverlo a través de la aplicación del derecho penal, sin evaluar previamente otras formas de solución menos invasivas y, sobre todo, más eficientes.