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Esta es una vieja discusión que pronto se volverá a suscitar en el país, porque, en la reforma judicial que se está preparando, se piensa proponer, entre otras cosas, incentivar el uso de los preacuerdos y extenderlos a hechos punibles respecto de los cuales no procede actualmente, como los cometidos en contra de la libertad e integridad sexual de niños, niñas y adolescentes.
La reacción más usual frente a iniciativas como esta es la de rechazo, con el argumento de que los autores de esos crímenes deben sufrir consecuencias tan severas que los disuadan -a ellos y a otros potenciales delincuentes- de realizarlos. De esa manera, dicen algunos, se protegen efectivamente los derechos de las víctimas. El argumento tiene, sin embargo, más de deseo que de realidad.
Ese es un dilema tan antiguo como el derecho penal: ¿es mejor amenazar con penas altas cuya aplicación es incierta y demorada, que hacerlo a través de unas que siendo más reducidas se impongan siempre y rápidamente? Desde la perspectiva del delincuente tiene más posibilidades de disuasión la certeza de una condena pronta que las bajas probabilidades de recibir una muy drástica después de un largo y complejo proceso, cuya prolongada duración abre la posibilidad de terminaciones irregulares (prescripción) y lleva a que la relevancia del crimen se atenúe frente a la sociedad porque su impacto disminuye con el paso del tiempo. Mirado desde la óptica de los afectados, un castigo cercano a la comisión del delito es percibido claramente como su consecuencia negativa, y transmite a la comunidad la sensación de que la justicia operó; una pena impuesta muchos años después es difícil de relacionar con la gravedad de la conducta, a veces la hace aparecer como desproporcionada y, en todo caso, deja la sensación de un sistema judicial deficiente.
Esa es la idea central a partir de la cual funcionan los preacuerdos que, en términos generales, permiten que quien está siendo penalmente investigado acepte tempranamente su responsabilidad y, a cambio de una reducción del monto de la sanción, reciba una sentencia condenatoria en un período muy breve. De poco sirve a las víctimas el ofrecimiento de una punición muy severa, si eso lleva a la dilación de un proceso que les resulta costoso (en lo económico y en lo anímico) y que está plagado de tecnicismos que en no pocas oportunidades conducen a la prescripción o a la absolución del procesado.
Cuando se expidió el código de procedimiento de corte adversarial (Ley 906 de 2004), se estableció que esa reducción punitiva sería hasta de la mitad, pero casi inmediatamente (Ley 890 de 2004) se dispuso que todas las sanciones del código penal se incrementarían hasta en la mitad de su máximo. Por lo tanto, cuando entró a regir el sistema, era claro que quienes llegaban a un preacuerdo solían recibir la misma pena que se les imponía cuando la figura no existía, de tal manera que el argumento de una supuesta benignidad rayana con la impunidad -que aún hoy se repite- carece de fundamento. Otra cosa es que el caos legislativo de los años siguientes haya llevado a difuminar la claridad de ese planteamiento inicial.